– Lo siento de veras -musitó-, pero es que todo esto me está sacando de quicio. No me gustan las discusiones. Nunca me han gustado. Creo que la gente debería resolver los problemas de una forma civilizada. No soporto que se revuelva el pasado.
Elizabeth lo miró con fijeza. ¿Que se revolviera el pasado? De modo que la actitud de Alban respecto a Eileen se reducía a «cuanto menos se mencione, antes se olvidará». Se preguntó si Alban se mostraría tan indulgente si le rompieran alguna de sus valiosas antigüedades… aunque en realidad Eileen no es que valiese mucho. No era más que una joven insulsa, ni siquiera lo bastante guapa como para resultar de interés para las revistas del crimen.
Elizabeth dejó su servilleta sobre la mesa, se levantó y dijo:
– Tendréis que disculparme.
Tardó media hora en encontrar a Geoffrey. Fue a buscarle a su habitación, a la de Eileen y por los alrededores de la casa antes de que se le ocurriese mirar en el desván donde solían jugar de pequeños. Se acordó de él cuando regresaba del huerto de manzanos y vio la ventanita redonda bajo el alero de la casa. Solían imaginar que era la portilla del Nautilus. El otro lado de la buhardilla había sido transformado en un pequeño laboratorio para Charles, aunque ahora éste apenas lo usaba. Pero la parte que había sido el Nautilus (y Richmond y Valhala) no había cambiado. Se preguntó si Geoffrey habría pensado en ello.
Elizabeth subió corriendo la estrecha escalera que conducía a la buhardilla. La puerta no estaba cerrada con llave. La luz de la tarde que se filtraba por las ventanas le permitió ver los baúles de disfraces y los juguetes abandonados que ocupaban el lugar.
Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, vio a Geoffrey sentado contra la pared del fondo; tenía las rodillas dobladas y se las cogía con los brazos. Ni siquiera levantó la mirada.
Elizabeth vaciló unos instantes. No se le daba muy bien consolar a los demás, sobre todo cuando se trataba de un dolor cuya magnitud no compartía. En tales ocasiones su conversación era forzada y planeaba cuidadosamente cada uno de sus gestos. «Tal vez mi compañía le haga sentirse peor -pensó-, pero al menos el ambiente no será tan desagradable como en el comedor.» Si bien el pesar de Geoffrey la incomodaba, la actitud de los demás le parecía repugnante. Si hubiera habido otra persona capaz de ayudarlo, no se habría preocupado de intentarlo ella misma, pero no era ése el caso.
Apartó una muñeca vestida de novia y se sentó al lado de su primo.
– Pensé que habrías venido a Valhala -murmuró.
– Yo era Frey y tú eras Brunhilda, la Valquiria. ¿Crees que sacamos todo eso de Alban? Deberíamos haber jugado a los dioses griegos, Elizabeth. En el Olimpo no había muerte.
– Siento lo que han dicho ahí abajo. Yo también he tenido que marcharme.
– Me temo que esta noche no voy a ser muy buena compañía. Se me han agotado todas las reservas de ingenio frente a las adversidades. Pronto volveré a estar en forma, no te preocupes, pero… ahora no -añadió con la voz quebrada. A Elizabeth le aterrorizaba la idea de que rompiera a llorar.
– ¿En qué estás pensando? -preguntó por fin. Geoffrey suspiró.
– En nada y en todo. Creo que ayuda pensar en un montón de cosas distintas a la vez, para que no te dé tiempo a obsesionarte con ninguna de ellas. -Se puso a tocar la muñeca amarilla vestida de novia que yacía boca abajo en el suelo y dijo-: Ésa era la princesa Grace. Eileen se pasaba horas jugando a las bodas reales. Un día cogió a Hans, nuestro viejo gato, y lo vistió de príncipe con la ropa de las muñecas. Naturalmente él salió huyendo y tuvimos que perseguirlo por toda la casa, pero no hubo manera de alcanzarlo. Me pregunto si Eileen tenía miedo de que se le escapara su príncipe.
– Yo creo que sí -dijo Elizabeth sin atreverse a añadir nada más.
– Yo también. Y pienso que nos echaba la culpa por ello.
– ¿A vosotros? ¿Por qué?
– Bueno, porque… Me da la impresión de que Michael empezó a dudar cuando vino a esta casa, y…
– Tú no eres muy amable con él, ¿sabes?
– Yo no soy amable con nadie, pero es que él se mostraba intimidado y servil. Eileen quería al arcángel san Miguel, para que acabara con su dragón, y a él le asustaba hasta su propia sombra. ¡Menudo san Miguel!
– ¿Crees que fue él quien la mató? Perdona, supongo que prefieres no hablar de ello.
– Así es, aunque aún no estoy intentando asimilar lo del asesinato, sino el tema de la muerte en general. Y el hecho de que a nadie parezca importarle.
– Tu madre…
– ¡Mamá! Sí, está interpretando de maravilla su papel de madre afligida, ¿verdad? Pero creo que en realidad se siente aliviada. Después de todos estos años, por fin tiene una buena razón para ser desgraciada. Un dolor legítimo en el que recrearse. Y todos los demás han adoptado una actitud muy correcta y formal.
– A lo mejor es que no exteriorizan sus sentimientos. Tú tampoco lo haces.
Geoffrey soltó una risa amarga.
– ¿Ah, no?
– Estabas muy unido a Eileen, ¿verdad? -Elizabeth se esforzaba por comprender esta nueva faceta de Geoffrey. ¿Cómo se sentiría ella si Bill hubiese muerto? De entrada, indignada, pero era incapaz de pensar más allá.
– Sí, estábamos muy unidos -repuso Geoffrey con la mirada perdida entre los juguetes diseminados por la habitación-. Eileen era buena, la única persona realmente buena que he conocido nunca. Y no era una pose para agradar a los demás. Supongo que te sorprende que valore una cosa así, ya que mi atractivo reside en lo perverso que soy. Me las apaño porque soy listo. Pero lo cierto es que me imponía respeto la bondad de mi hermana. Ella siempre sabía cómo hablar a los demás. Yo en cambio no tengo ni la más remota idea. Si veo que el otro no es muy ingenioso, procuro mostrarme educado hasta que termina la conversación. ¡Por Dios! Eileen sabía más cosas de la misma criada que yo de Charles.
Elizabeth se preguntó de pronto cuál era la diferencia entre la ternura y la ingenuidad no intelectual, pero le pareció una reflexión bastante desconsiderada por su parte. «La bondad -pensó-. Bueno, sea lo que fuere, yo tampoco la tengo.»
– No dejo de pensar en su muerte -siguió diciendo Geoffrey-. Me tendría que haber pasado a mí, ¿no crees? Un día tendría que haber soltado una broma de más y haber recibido una buena paliza de algún miembro enfurecido del club de bridge. ¡Maldita sea! Ahora ella está muerta y lo único que puedo hacer es analizarlo.
– Cada uno siente las cosas a su manera -dijo Elizabeth con ternura.
– ¡Ojalá estuviese seguro de que lo siento! Una parte de mí se distancia de mi cuerpo para observar mi sufrimiento y comprobar si lo que digo suena a tópico. Eileen no era así. Si yo hubiera muerto, ella estaría llorando por mí.
– No te va a servir de nada sentirte culpable.
– Ahora no, ya lo sé. Es irónico que Alban vaya soltando ese verso de Macbeth: «Un día u otro había de morir.» Yo ni siquiera puedo decir eso. No creo que Eileen hubiera logrado nunca ser feliz, pero me habría gustado que al menos no lo hubiese pasado tan mal en la vida. Yo podría haber sido más comprensivo con ella. Podría no haber procurado sacarle lo peor a ese pobre llorón que trajo a casa.
– ¿Por qué le odias tanto?
– Si te lo digo no lo entenderás -replicó Geoffrey mirándola a la cara-. Ni siquiera ella lo entendía.
– Dímelo de todos modos -insistió Elizabeth.
– ¡Porque es un irreflexivo! Ésa no es la palabra adecuada, pero es la que más se le aproxima. No supo apreciar lo que tenía. Es que… hay tan pocas personas buenas y auténticas en el mundo que hay que cuidarlas, porque son un verdadero milagro. Y él no se dio cuenta de lo especial que era Eileen. Pensaba que no era más que una chica tímida y trastornada, y creía hacerle un favor casándose con ella. ¡Un favor! Ella le adjudicó un alma. ¡Eileen vio a un príncipe maravilloso y encantador en un pedazo de alcornoque!