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Simmons guardó el documento tomándose un tiempo excesivo en abrir la carpeta y cerrar el maletín con llave. Tampoco le parecía apropiado que un extraño presenciara tal escena.

– ¡Se ha reído de mí! ¡Siempre me echó la culpa a mí por haberla internado, Robert! ¡A ti nunca! ¡Qué va! -Amanda alzaba más la voz por momentos y se volvía cada vez más incoherente. Por fin lograron llevarla, medio a rastras, hasta la puerta.

Incapaz de reprimir su curiosidad, Clay Taylor miró de soslayo a Geoffrey, quien le devolvió una mirada impasible. Clay giró la cara de inmediato.

– ¿Qué hacemos, Wes? ¿Nos vamos? -susurró.

– No podemos -repuso Wesley en voz baja-. Necesito comentarle al doctor lo del lago, aunque la verdad es que siento mucho tener que molestarle. Como si el pobre no tuviese ya bastantes problemas.

Clay asintió con la cabeza.

– Eso seguro.

Elizabeth se hallaba ante la pared cubierta de libros frente a la chimenea, deslizando el dedo por los diferentes títulos. Entre clásicos encuadernados en cuero y novelas de guerra manoseadas, encontró una enciclopedia. Su mano vaciló al llegar al volumen marcado con la «L», pero en lugar de cogerlo siguió examinando el resto de la biblioteca. Sin embargo, aquellos minutos más de búsqueda no le sirvieron de nada, puesto que había muchos libros sobre barcos, decoración, y numerosos volúmenes de medicina, pero apenas vio obras de historia o biografías: De manera que decidió consultar la enciclopedia.

Cuando se hubo acomodado en el sillón orejero con el libro en el regazo, se metió la mano en el bolsillo de la falda y sacó el telegrama. «Si es una broma, lo mato», pensó.

A través de la puerta entornada, alcanzaba a oír débilmente los gritos de la otra habitación, y se preguntó qué habría escrito Eileen en el misterioso testamento para provocar semejante discusión. Sin embargo, se alegró de no haberse quedado a presenciar la escena. Más tarde le pediría a Geoffrey que le contara lo sucedido, pero de momento el mensaje de Bill la intrigaba más que la repartición de los bienes de Eileen.

Volvió a leer el telegrama:

«LEE LA HISTORIA DEL REY LUIS/CUÉNTASELO AL SHERIFF/TÚ NO TE METAS. BILL

¿Qué significaba aquello? Al principio pensó que se trataba de una adivinanza satírica para comunicarle cuándo llegaría su familia para el funeral, o bien de una provocación para que hiciese de detective. En ocasiones el sentido del humor de Bill se asemejaba al de Geoffrey por lo rocambolesco que era. No obstante, cuanto más examinaba dichas posibilidades, menos plausibles le parecían. Cuando Elizabeth le contó por teléfono lo del asesinato de Eileen, Bill no se lo había tomado a broma, sino todo lo contrario. «CUÉNTASELO AL SHERIFF/TÚ NO TE METAS.» Bill no solía darle órdenes tan apremiantes. La expresión «TÚ NO TE METAS» le recordó al día en que empezó a arder la alfombrilla de la chimenea. Ambos se abalanzaron sobre ella al mismo tiempo, pero él la apartó de un empujón y le gritó: «¡Tú no te metas!» Elizabeth corrió a la cocina por una jarra de agua pero, cuando volvió al salón, él ya había logrado apagar las llamas. Bill tuvo las manos vendadas durante una semana. Elizabeth sonrió al recordar el comentario que hizo su padre sobre el incidente: «Bill debería utilizar parte de su valor como entrada para comprar un poco de prudencia.»

Volvió a mirar el mensaje y suspiró, preguntándose si valdría la pena llamar al encargado de los apartamentos donde vivía Bill para ponerse en contacto con su hermano y pedirle una explicación.

Sin embargo, decidió no molestarle y seguir las instrucciones del telegrama. Pero ¿qué era lo que tenía que decirle al sheriff? ¿Darle una lección de historia sacada de la enciclopedia? ¿Qué tendría eso que ver con el asesinato? De todas formas ella ya tenía intención de informarse acerca del rey Luis por si Alban se volvía a meter con el príncipe Carlos Eduardo. Con aire resignado, Elizabeth abrió el volumen diez de la enciclopedia y comenzó a leer el artículo sobre el rey Luis II de Baviera.

El artículo sólo ocupaba media página y venía acompañado de una pequeña fotografía de un joven con el mentón huidizo luciendo un elegante uniforme militar. «Parece un soñador -pensó Elizabeth-, como los que hoy en día leen novelas de ciencia ficción y hacen de magos o de paladines en los juegos de rol.» Se preguntó qué habría hecho aparte de construir castillos de cuento de hadas en su insignificante reino. Leyó la entrada dos veces, la segunda más despacio, siguiendo con el dedo cada palabra del último párrafo. Ahí debía de estar la conexión con la muerte de Eileen, pero no acababa de encontrarla. Tal vez el sheriff supiera adónde pretendía llegar Bill. Elizabeth dejó el telegrama entre las páginas del libro y abandonó la habitación.

Al estar sentado más cerca de la puerta, Clay Taylor fue quien percibió que llamaban con unos toquecitos. Se puso el lápiz detrás de la oreja, indicó a los demás que permanecieran sentados y se levantó para ver quién era. Mientras tanto, al ver que el doctor Chandler y el abuelo tardaban tanto, Wesley había decidido organizar el dragado del lago, y se encontraba al teléfono ultimando los preparativos.

– Bueno, pero ¿dónde está Hill-Bear, Doris? ¡Necesito hablar con él! -gritó.

Clay se apresuró a abrir la puerta.

– ¡Ah, hola! -dijo con una sonrisa al ver que era Elizabeth-. ¿Quieres pasar?

– Me gustaría hablar con el sheriff -dijo buscándolo con la mirada.

Le vio inclinado sobre una mesita hablando por teléfono con aire excitado, aunque la conversación que mantenía quedaba ahogada por el murmullo de voces de la otra punta de la habitación, donde Tommy Simmons estaba hablando con Geoffrey y Charles. Entretanto, Satisky hojeaba sin el menor interés una revista de decoración.

– Wes está hablando por teléfono -dijo Taylor-. Ha llamado a Doris para pedirle el número de la patrulla de salvamento, después de pedirle permiso al doctor Chandler para dragar el lago. Yo creo que podríamos haberlo hecho de todos modos, puesto que se trata de un homicidio, pero Wesley dice que «no hay que andar a paso de carga cuando se puede ir de puntillas». Así que se lo hemos preguntado, y naturalmente nos ha dicho que sí. Ahora el sheriff lo está organizando todo para mañana por la mañana. -Hizo una pausa al advertir que ella no le prestaba atención-. ¿Te puedo ayudar en algo?

– No lo sé -contestó Elizabeth-. En realidad tenía que hablar con el sheriff, pero… ¿dónde está el doctor Shepherd?

– Se ha marchado justo después de ti. Él y Alban… digo, el señor Cobb, han dicho algo de ir a dar una vuelta por el lago. Supongo que sabían que esta reunión…

Elizabeth le entregó el libro y le dijo:

– Mira, no puedo esperar más. Asegúrate de que lea esto nada más colgar. También hay un telegrama. ¡Estaré en el lago!

– Pero no has… -comenzó Taylor, que se encogió de hombros cuando ella salió disparada. Se apoyó en la puerta y empezó a pasar las páginas del libro.

CAPÍTULO 14

Alban y Carlsen Shepherd habían salido por la puerta trasera y tomado el sendero que conducía al lago.

– Me alegro de haberme escapado de ahí -confesó Shepherd.

Alban asintió con la cabeza mientras observaba la camiseta descolorida y los holgados pantalones caqui del doctor.

– Sí, he pensado que estaríamos mejor aquí fuera.

– Estaba convencido de que habría alguna escena. Era inevitable. Profesionalmente, debo mostrarme a la altura de las circunstancias, pero a un nivel más personal, prefiero no presenciar ese tipo de situaciones.

Era la última hora de la urde. En las partes más sombrías del camino, los árboles se tornaban cada vez más borrosos, convirtiéndose en formas grises tras los arbustos que bordeaban el sendero. Y con la puesta del sol, los árboles del jardín arrojaban largas sombras sobre la hierba. La casa se veía negra contra el cielo resplandeciente, pero conforme se adentraban en el bosque que circundaba el lago, iba anocheciendo por momentos.