– ¿Ah, sí? ¿Y cómo es?
– Todavía no le conocemos. Creo que tiene algo que ver con la universidad. Eileen le consultó por su cuenta, así que estamos impacientes por conocerle, aunque me temo que nuestra relación con él no durará mucho tiempo. La psiquiatra de Eileen, Nancy Kimble, se ha marchado a Viena por un año. Me habría encantado que viniese a la boda. Le ha regalado unas servilletas de lino preciosas.
– Kimble… -murmuró Elizabeth repasando la lista de direcciones-. Tía Amanda, la doctora Kimble no aparece en la lista. ¿Pensabas mandarle una invitación?
– Es que ya se la mandamos, querida, hace varias semanas. Tu familia debió de recibirla más o menos al mismo tiempo. Primero envié las más importantes. Éstas son las de última hora, como las amigas de Eileen del colegio y algunas personas que Michael quería invitar.
– ¿Cuánta gente crees que vendrá? -preguntó Elizabeth tras decidir no hacer ningún comentario al respecto.
– No creo que lleguen a los cien. Naturalmente, vendrán casi todos nuestros amigos del club de campo, pero no creo que acuda nadie de fuera de la ciudad. Es una lástima que Bill no pueda venir.
– Sí, sí que lo es -repuso Elizabeth tranquilamente.
– Supongo que lo de la convención de vendedores de tu padre es inevitable, aunque creo que Margaret podría haberle dejado ir solo por una vez. Pero ya nos las arreglaremos, ¿verdad? Además, Louisa va a ser de gran ayuda al encargarse de las flores. Es la estrella del club de jardinería. ¿Has visto sus rosas?
Elizabeth negó con la cabeza.
– Bueno, va a traer unas cuantas esta noche para el centro de mesa. Por cierto, va a venir a cenar con Alban. Enseguida dejaremos esto para que puedas subir a cambiarte. Yo también necesito arreglarme un poco. Ah, y podrás ver a los tortolitos juntos. No hace falta que te des prisa. Puedes tomarte tu tiempo deshaciendo la maleta porque le he pedido a Mildred que no tenga la cena lista hasta el anochecer. Así Eileen se puede quedar pintando hasta más tarde.
– ¿Qué está pintando? -preguntó Elizabeth mientras le echaba un vistazo a un lienzo gris y púrpura que había en la pared.
– No lo sabemos. No nos lo deja ver a nadie. Va a ser un regalo de boda para Michael. Pero sé que siempre coloca el caballete cerca del lago, así que no me extrañaría nada que fuese un paisaje.
«A mí sí», pensó Elizabeth. Pero sólo sonrió.
– Parece ser que hay una vena artística en nuestra familia -continuó Amanda-. Mi interés por el interiorismo, el arte de Eileen, y…
– El castillo de Alban -se apresuró a decir Elizabeth.
– Em… sí. La nueva casa de Alban. Por supuesto, soy de la opinión de que algunos aspectos del período Victoriano eran algo exagerados…
– ¿Victoriano? A mí me parece medieval.
Amanda le dirigió una sonrisa compasiva.
– Nada de eso, querida. Es una réplica del Neuschwanstein de Baviera, que data de 1869. No es exactamente igual, por cierto. Afortunadamente Alban no copió el interior. ¿Lo has visto? Todo dorado y lleno de murales espectaculares. Y, naturalmente, el de Alban es más pequeño, aunque sigue siendo demasiado grande para los dos, como le he dicho muchas veces.
– Debe de perderse ahí dentro.
– Si tuviera una familia sería diferente. Qué pena lo de Merrileigh. No creo que lo haya superado todavía.
– ¿Quién es Merrileigh?
– Merrileigh Williams. ¿No te enteraste? Bueno, fue hace al menos seis años, así que tal vez eras demasiado pequeña. Era una de las secretarias de la empresa de tu tío Walter. Él insistió en que Alban trabajase allí cuando terminó la universidad, y fue entonces cuando conoció a esa tal Merrileigh y decidió casarse con ella. Yo pensé que ella salía con él porque era el hijo del jefe. Por dinero, ya sabes.
– ¿Y por qué lo dejaron? ¿Por el castillo?
– No, qué va. Entonces aún no lo habían construido. No estamos del todo seguros. Alban no habla de ello, y por supuesto todos somos demasiado discretos como para preguntárselo. Espero que no se lo menciones, Elizabeth.
Antes de que Elizabeth hallase la respuesta adecuada, su tía prosiguió:
– Ya lo teníamos todo preparado para la boda. Por cierto, Louisa y yo tuvimos que encargarnos de todo, porque ella no tenía ningún pariente cercano. Supongo que me sirvió de experiencia, aunque entonces me daban ganas de llorar sólo de pensar en todo el trabajo que hicimos para nada.
– No sabía que Alban hubiera estado casado -dijo Elizabeth.
«Yo también habría salido huyendo -pensó-, antes que someterme a la agresiva planificación social de Amanda.»
– Es que no llegaron a casarse. Tres días antes de la boda, esa desgraciada le dejó plantado. No nos caía bien a nadie, pero no pensábamos que pudiese ser tan vulgar como para hacer una cosa así.
– ¿Qué pasó? ¿Se pelearon?
– Nadie lo sabe, pero no lo creo. Alban parecía tan sorprendido como todos nosotros. Ella simplemente desapareció. Cuando Alban fue a buscarla a su piso, resultó que se había llevado una maleta llena de ropa. Ni siquiera dejó una nota pidiendo perdón. Y, por supuesto, no teníamos ni idea de quién era su familia (aunque nos temíamos lo peor), así que no hubo forma de localizarla. La pobre Louisa no se podía creer que alguien pudiese rechazar a su querido Alban. Hasta fue a hablar con el sheriff.
– ¿Y la encontraron?
– No, pero al parecer se rumoreaba que la habían visto con un camionero, lo cual no me sorprendió en absoluto. Louisa quería incluso contratar a un detective, no sé muy bien para qué, si para que se reconciliaran o para poner una demanda, pero todos nos escandalizamos. Y naturalmente Alban era demasiado orgulloso para permitírselo. Dijo que la gente tenía derecho a cambiar de opinión, aunque yo creo que se libró de una buena. Sabe Dios adónde se marcharía ella. Yo diría que a alguna comuna hippy.
– Entonces es posible que la encuentre Charles -soltó Elizabeth alegremente.
Tras una pausa que no auguraba nada bueno, Amanda dijo:
– Charles y sus compañeros no son hippies. Son personas individualistas que se sienten muy vinculados a la naturaleza y desean llevar una vida ordenada y filosófica, un poco como Henry David Thoreau.
Elizabeth se disponía a preguntar qué diferencia había entre eso y la filosofía hippy, cuando Amanda continuó:
– Charles siempre ha sido muy espiritual. Eileen es artista, ¡y Charles es un pensador!
– ¿Y Geoffrey qué es? ¿Lo ha descubierto alguien? -preguntó una voz desde la puerta.
– ¡Capitán Abuelo! -gritó Elizabeth corriendo a abrazar al anciano.
– Hola, Elizabeth. Bienvenida a bordo. Veo que ya te han reclutado -dijo indicando con la cabeza el montón de participaciones de boda.
– Tú también estás a punto de entrar en servicio -replicó Amanda-. Necesitamos que alguien envíe las invitaciones. No te olvides de pedir sellos conmemorativos. Son más bonitos. Y ya que vas a la ciudad, ve a ver si están listos los sobres y el papel de Eileen. Veamos… ¿falta algo más?
– ¿Ya has hablado con el abogado?
– Vendrá mañana. He pensado invitarle a comer. Te puede interesar conocerle, Elizabeth. No está casado. Aunque no sé cuánto tardaremos…
– Depende de si cobra por horas -espetó el abuelo-. ¿Quién va a venir? ¿Bryce o ese tipo joven?
– El socio de Bryce, el señor Simmons. Me parece que Al Bryce tiene que ir al juzgado.
– Ya, ya, al juzgado. Más bien a jugar a tenis -replicó su padre-. Claro que es perfectamente comprensible. Yo tampoco perdería el tiempo firmando papeles si tuviese un ayudante recién salido de la universidad. De todas formas es una estupidez. Un testamento absurdo. Justo lo que cabía esperar de mi hermana. ¡Menuda caradura nombrarme albacea!
– Bueno, papá, puedes pasar a ver al señor Simmons un momento y recordarle lo de mañana, aunque no creo que se le haya olvidado. Por cierto, hoy no cenaremos hasta las ocho, así que tienes un montón de tiempo. Ah, y hoy vienen Alban y Louisa.