Cuando llegó al último recodo del camino, alcanzó a oír unas voces. Instintivamente, salió del sendero y se adentró en la maleza hasta ocultarse tras un matorral de madreselva desde donde veía perfectamente a los dos interlocutores. A su derecha se hallaban el embarcadero y el lugar donde Eileen solía colocar el caballete. A unos cinco metros a su izquierda, estaban Alban y el doctor Shepherd, de pie en un pequeño desnivel del claro donde desembocaba el sendero. Tras ellos, los árboles y los arbustos aparecían como formas opacas en la creciente oscuridad.
Elizabeth logró distinguir la expresión de Alban en la luz grisácea del anochecer. Tenía los ojos entornados y la cabeza echada hacia atrás en una postura que denotaba arrogancia o indignación. Parecía haberle cambiado la voz, y Elizabeth se esforzó en captar fragmentos de la conversación.
– Trabaja para Lutz, ¿verdad? -dijo en tono severo-. ¡Y les dirá que no soy apto para ser rey!
Carlsen Shepherd, de espaldas a Elizabeth, se encogió de hombros extendiendo los brazos de forma exagerada.
– ¡Usted es parte de la conspiración! ¡Admítalo!
Shepherd suspiró, hastiado.
– Mira, Alban, ¿te estás quedando conmigo? Porque si es así, no le veo la gracia.
– ¿Y le pareció gracioso que me trajeran a Berg, doctor Gudden? ¿Se rió cuando me arrebataron mi reino? ¿Y qué ha sido de mis cartas a Bismarck? ¿Ha hecho que las quemen?
Shepherd dio un paso atrás.
– Em… Bismarck. Espera un momento. ¿Las cartas a Bismarck? ¿Algo relacionado con tu reino? ¿Por qué no volvemos a casa y lo hablamos, Alb… digo, Luis?
La falsa cordialidad de la respuesta de Shepherd no hizo sino enfurecer a Alban todavía más. Pateó el suelo y se puso a gritar mientras Shepherd seguía alejándose de él. Elizabeth se preguntó si debía regresar a casa corriendo a buscar al sheriff, pero pensó que tardaría más de diez minutos en ir y volver, sin contar el tiempo que le llevaría explicárselo todo. Además, al haberle dejado la enciclopedia, tal vez a Rountree le picaría la curiosidad y vendría a su encuentro. De modo que decidió quedarse para ayudar a Carlsen Shepherd, confiando en que Rountree apareciera de un momento a otro. Miró a su alrededor buscando algún palo o alguna piedra.
– No pienso volver ahí -decía Alban-. Así que puede decirles que estoy loco. Me voy a escapar y pediré ayuda a Bismarck o a Maximiliano. ¡Voy a recuperar mi reino!
Shepherd lo miró y, tras unos instantes de duda, comenzó a caminar hacia él con los brazos abiertos.
– No voy a hacerte daño -dijo suavemente-. Creo que tienes razón en lo de la conspiración, aunque necesito hacerte algunas preguntas.
– ¿Preguntas? ¿Qué tipo de preguntas?
– ¿Te enfadaste alguna vez con alguna de las chicas?
Alban se quedó perplejo.
– ¿Te refieres a Sophie?
– ¿Quién?
– La hija pequeña de Maximiliano. Estuvimos prometidos, pero ella no me comprendía. Aun así, no le guardo rencor.
– ¿No la golpeaste en la cabeza ni nada parecido? -aventuró Shepherd.
Alban se irguió con aire orgulloso.
– ¡Yo soy un rey, no un campesino borracho! Si le quito la vida a alguien, es porque es mi derecho divino. -Hizo una reverencia-. Lamento que ahora sea necesario dar este paso, Herr Doctor. Voy a atravesar el lago a nado para recuperar mi libertad, y no voy a permitir que me detenga.
Al ver que Alban se abalanzaba sobre Shepherd y le agarraba del cuello impidiéndole contestar, Elizabeth comenzó a retorcer el tallo de una rama de madreselva. Aunque fuese demasiado pequeña para ser utilizada como arma, quizá lograría distraer a Alban con ella, o incluso someterlo con la ayuda de Shepherd. Mientras tiraba de la rama, vio que algo se movía entre los matorrales en el lado izquierdo del lago.
– ¡Luis!
Elizabeth forzó la vista, pero el bosque estaba totalmente oscuro. Tan sólo alcanzaba a ver a Alban intentando estrangular a Shepherd, ambos de rodillas en el suelo.
– ¡Luis! -repitió la voz, más alto esta vez.
Alban se inmovilizó y volvió la cabeza en aquella dirección, soltando a Shepherd momentáneamente. Elizabeth vio una silueta oscura de pie tras unos arbustos. Era una voz masculina que no le resultaba familiar.
– Bueno, Luis, veo que habéis vuelto a Schloss Berg. ¿No vais a venir a Villa Pellet?
– ¿Pellet? -murmuró Alban. Se puso de pie, con la espalda bien erguida, y dejó caer al doctor junto al borde del agua. Shepherd quedó allí tendido, inmóvil.
– ¡Sí… a Pellet! ¿Ya lo habéis olvidado?
– Pellet -repitió Alban avanzando hacia el desconocido.
– ¿No habrá olvidado Wotan a su Siegfried?
Alban se tapó las orejas con las manos como para acallar la voz (o los ruidos que la ahogaban).
– ¿Wagner? -preguntó con voz ronca-. ¿Sois vos?
– Claro, su Majestad, soy yo -respondió la sombra con una risita-. Y me prometisteis escuchar mis planes para la nueva obra esta noche. ¿Recordáis?
Alban se cubrió la cara con las manos y exclamó:
– ¡No! ¡Esperad! Hay algo… -Volvió a mirar el cuerpo de Shepherd-. Esperad…
– Su Majestad me dio su palabra -insistió la voz.
Mientras el desconocido seguía hablándole a Alban en tono halagador, Elizabeth decidió salir de su escondite, aunque no entendía nada de lo que estaba sucediendo ni sabía muy bien qué hacer.
– Venid conmigo -alentaba la voz a Alban-. Vamos, venid, acercaos más. Hace bastante frío junto al lago.
Alban echó a andar hacia el bosque. El desconocido, que se hallaba a unos seis metros de distancia, le indicaba con la mano que siguiera aproximándose. Elizabeth resolvió aprovechar la ocasión para salir corriendo a ayudar a Shepherd pero, cuando se disponía a hacerlo, oyó unos gritos procedentes del camino.
– ¡Cobb! ¡Elizabeth MacPherson! ¿Qué está pasando aquí? ¡Que alguien me lo explique!
El hechizo se rompió. Alban se volvió bruscamente en dirección a la voz, miró primero el cuerpo de Shepherd tendido en el suelo y luego a Elizabeth, que ya había salido de su escondite para auxiliar al doctor. Aunque las miradas de Elizabeth y de Alban se cruzaron, la joven no estaba segura de que la hubiese reconocido. Por un instante, Alban permaneció completamente inmóvil junto al lago, y después desapareció.
– ¡Sheriff! -chilló Elizabeth-. ¡Estoy aquí! ¡Dese prisa! -Corrió hacia Shepherd y se arrodilló a su lado para tratar de ponerlo boca arriba. Entonces vio cómo el agua se agitaba a pocos metros de la orilla y alcanzó a ver los brazos de Alban, que se dirigía nadando hacia la maraña de algas que había en medio del lago.
– ¡Sheriff! -gimoteó.
De pronto oyó un ruido entre los arbustos y recordó la extraña voz que había hablado a Alban, aunque su poseedor seguía siendo tan sólo una sombra que se acercaba cada vez más.
– Mira, quienquiera que seas… tú no eres Richard Wagner… El sheriff llegará de un momento a otro y como sigas acercándote, te volará los sesos.
De repente surgieron dos siluetas más de entre los matorrales.
– Voy a por ese hijo de puta -dijo uno de ellos.
– A ver qué puedes hacer por él, Milo.
Elizabeth vio una figura alta y delgada que se zambullía en el agua. Se dejó caer al lado de Shepherd y murmuró:
– Mierda. Es Bill.
El tipo que había aparecido con Bill llevaba un uniforme del departamento del sheriff, pero no era ni Rountree ni su ayudante. De hecho abultaba como ellos dos juntos. Corrió hacia Shepherd e intentó reanimarlo haciéndole el boca a boca, mientras el falso Wagner se llevaba a Elizabeth del brazo.
– ¿Estás bien? -le preguntó.
Elizabeth lo miró fijamente. Era un chico de la edad de Bill, con los pómulos altos y unos avispados ojos castaños.
– ¿Eres Milo) -dijo ella por fin.
– Sí, claro -respondió él mirando el lago-. Si estás bien, será mejor que vaya a ayudar a Bill.