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– Me da la impresión de que no soy como esperabas.

– ¿Te he dicho que estoy pensando en trabajar en el cuerpo diplomático? -preguntó Elizabeth débilmente.

Él se puso a reír.

– Siempre me has caído muy bien, Elizabeth. Eres mi prima favorita.

Elizabeth se quedó de piedra al oír aquello, pues apenas recordaba que Alban le hubiese dirigido la palabra en la vida, pero ya había metido la pata bastante por ese día y prefirió no contestar. Pensó que se trataba sin duda de una forma exagerada de cortesía propia del sur.

Charles y Geoffrey ya se hallaban en el comedor, apostados como centinelas tras sus respectivas sillas, tiesos como un palo. Inclusive Charles se había puesto chaqueta y corbata para la cena, ya que la estricta formalidad del comedor de Amanda le hacía a uno sentirse incómodo con ropa deportiva.

Elizabeth miró de soslayo cómo Alban se dirigía a su sitio luciendo unas zapatillas de tenis blancas y unos calcetines de deporte sin el menor reparo. «Claro que vete tú a saber cómo es su casa -pensó Elizabeth-. Al lado de su comedor, esto debe de parecer una hamburguesería.»

No obstante, resultaba difícil superar a Amanda Chandler en cuanto a opulencia tradicional. La habitación era una cuidada combinación de rojo y plateado: alfombra y cortinas carmesí; mantel blanco de lino sobre una mesa del siglo dieciocho para doce personas; y rosas rojas en un centro de mesa de plata y en el aparador, donde había otras dos bandejas relucientes. Incluso el enorme cuadro de la pared se ajustaba a los tonos del comedor: un ciervo ensangrentado yacía sobre la nieve mientras se le acercaban unos lobos con la lengua colgando.

– Muy apropiado, ¿no crees? -le preguntó Geoffrey indicando el cuadro con un gesto de la cabeza.

Amanda y Louisa aparecieron en el umbral de la puerta en plena conversación.

– … Aunque si no llueve pronto, sabe Dios qué vamos a hacer…

– Será mejor que avises al florista por si lo necesitas, querida -replicó Louisa-. Ya sabes que no pueden hacer los arreglos florales en el último momento.

– Ya, pero es que quería hacerlos yo misma con flores del jardín. Esos ramos de Wallers son tan vulgares. Parecen de plástico.

– Amanda, tú no tienes flores -le recordó su hermana.

– Bueno, en realidad estaba pensando en tu jardín, Louisa. Ya sabemos que eres un genio para las plantas. Estoy convencida de que podrías hacer unos ramos absolutamente maravillosos… ¡Ah, buenas noches a todos!

– ¡Aquí llegan el general Patton y el general Ornar Bradley! -anunció Geoffrey.

Amanda pasó por alto la bromita.

– Elizabeth, tú siéntate ahí, entre Alban y Charles; y tú, Louisa» ponte a la derecha de papá, enfrente de mí. Creo que ya podemos sentarnos. Los demás estarán a punto de llegar.

Louisa, una versión más pequeña y canosa de Amanda, tomó asiento al lado de su hijo.

– ¡Menuda pinta tienes, Alban! -exclamó con voz estridente, mirando con ceño su atuendo de tenis.

– Lo siento, mamá -dijo Alban con una amplia sonrisa-. Lo he estado pensando y he decidido que llegar tarde sería un crimen social todavía peor, así que he venido tal como estaba. Ah, tía Amanda, Simmons ha dicho que vendrá mañana por la mañana para no sé qué.

– Gracias, Alban. Ya sabíamos que venía. ¡Ah, Robert! Te acuerdas de Elizabeth, ¿verdad? Siéntate. ¿Dónde están todos los demás?

– Estoy aquí mismo, hija -dijo el abuelo sentándose a la cabecera de la mesa-. Y no me digas que llego tarde porque me dijiste a las veinte cero cero.

– Jamás en la vida he dicho «las veinte cero cero» -aseguró Amanda-. Y además, son las ocho y diecisiete minutos.

– Perdonad -interrumpió una voz desde la puerta-. ¿Alguien ha visto a Eileen?

Elizabeth se preguntó más tarde si la familia habría reaccionado del mismo modo si Eileen hubiera sido una novia «normal», si no hubiera tenido un historial peculiar, ya que se mostraron excesivamente preocupados por una mujer adulta que llegaba tarde a cenar. De hecho, cuando todos se levantaron de un salto, aparentemente con la intención de salir corriendo a buscarla, parecieron percatarse de ello, pues se detuvieron en seco y comenzaron a murmurar posibles explicaciones.

– Se habrá olvidado el reloj.

– Todavía hay bastante luz. No parece que sean más de las ocho -dijo Louisa.

– Estará absorta en su obra maestra -agregó Amanda-. Pero no podemos permitir que eso le estropee la salud, ¿verdad?

– Ni nuestra cena -farfulló Geoffrey, volviéndose a sentar.

– Está en el lago. Charles, ¿podrías…?

– Tía Amanda -atajó Alban-, yo llevo calzado apropiado para caminar por la hierba. Ya voy yo a buscarla. Empezad a comer. Volveré antes de que terminéis la ensalada.

Se marchó antes de que nadie pudiese protestar.

Michael Satisky pasó tímidamente ante la sonrisa benévola de Amanda y, tras soltar una risita nerviosa, ocupó su lugar entre su futuro suegro y la silla vacía reservada para la novia.

Mientras fingía escuchar el monólogo de Charles acerca de la desintegración protónica, Elizabeth se puso a observar cómo Michael mordisqueaba la ensalada y se preguntó si Geoffrey no se habría hecho una idea equivocada acerca de él. «Es como si hubiese olvidado su papel», pensó.

– … Porque aunque el protón es 1836,1 veces más pesado que el positrón, los dos tienen cargas idénticas, lo cual se explica por…

– Siempre lo había pensado -le aseguró Elizabeth.

– Ese leve matiz de desesperación que percibo en tu voz me incita a interrumpir esta conversación -dijo Geoffrey-. Tal vez debería presentar a nuestra nueva invitada. Elizabeth, Michael Satisky.

Satisky se sobresaltó al oír su nombre y les dirigió una sonrisa nerviosa desde el otro lado de la mesa.

– Ésta es mi prima Elizabeth -continuó Geoffrey-. Su hermano estudia derecho en tu universidad. Se llama Bill MacPherson. ¿Le conoces?

– Em… no -masculló Michael-. Yo estoy en el departamento de literatura. No nos relacionamos mucho con los de derecho. Eileen no me dijo…

– Aquello es muy grande -intervino Elizabeth-. Dieciséis mil estudiantes, creo. De hecho ni siquiera vimos a Eileen en todo el año. ¿Estás haciendo un posgrado?

Ahora que la conversación se había generalizado, Geoffrey se dio por satisfecho y se unió a la charla de su madre sobre las supuestas ventajas de distintas recetas de ponche. Insistió en que su favorita era la de alcohol de grano combinado con cualquier cosa.

Michael se puso a hablar de su interés por los Bronte (según él, Branwell era el verdadero genio de la familia) y de sus propios pinitos en lo que llamaba «el reino de la poesía». Parecía más relajado a medida que avanzaba la conversación.

«Por lo menos ahora puedo meter baza -pensó Elizabeth-, porque con la física es difícil hasta formular una pregunta a no ser que conozcas un poco el tema.» Al ver que Michael estaba menos tenso hablando de aquello que le interesaba, Elizabeth decidió seguir animándole.

– ¿Qué escribió Branwell? -le preguntó.

Satisky se paró en seco a mitad de la frase.

– ¿Cómo?

– He dicho que qué escribió Branwell, Branwell Bronte.

– Bueno, la verdad es que nada. Ninguna historia o novela, ni nada parecido. En realidad, cuando era pequeño, escribía cuentos con sus hermanas, pero su potencial…

– ¡Ah, ya sé! -dijo Elizabeth con entusiasmo-. Murió joven, mientras que sus hermanas llegaron a ser escritoras.

– Bueno… no. -Satisky comenzó a juntar con el tenedor unos guisantes desperdigados por el plato-. Emily y Anne sólo vivieron unos meses más que él.

– Pero… no entiendo. ¿Cómo es que fue el verdadero genio de la familia si no hizo nada?

Geoffrey, que volvía a prestar atención dado el emocionante olor a sangre que emanaba de los últimos comentarios, decidió intervenir de nuevo.