– Lo que Michael intenta decir es que Branwell debió de ser el genio de la familia por puro potencial, Elizabeth. Si sus hermanas, que no eran más que unas simples chicas, llegaron tan lejos, imagínate lo maravilloso que habría llegado a ser él, el hombre de la familia, si lo hubiera intentado. ¿No es así, Michael?
Satisky se ruborizó y balbuceó que no era eso en absoluto lo que había querido decir, pero para entonces Elizabeth ya estaba hablando con Geoffrey sobre otro tema, de modo que se puso a contemplar en silencio el jamón asado. Aunque en la universidad se declaraba vegetariano, le parecía absurdo que se echara a perder toda aquella comida tan deliciosa, idea que rectificó de inmediato, diciéndose que un cambio de dieta no le vendría nada mal, y que de todas formas tampoco podía salvarle la vida al animal por no comérselo ahora que ya lo tenía en el plato. Decidió que lo mejor era seguir comiendo, visto que le resultaba imposible conversar con aquella gente.
Esperaba que Eileen se diese prisa. Por lo menos ella estaba tan loca por él (o tan dedicada a cuidar de su relación, se corrigió) que escucharía todas sus opiniones guardando un respetuoso silencio. Incluso le había parecido una buena idea que Michael hiciese una tesis de máster sobre Branwell. Menos mal que no era tan avispada como su maliciosa prima, que seguía conversando y riendo con el encantador de serpientes.
«Bueno -pensó Satisky-, podré soportarlo. Tengo millones de razones para hacerlo.»
Eileen Chandler siempre se armaba de valor antes de entrar en una habitación. Se imaginaba caminando entre una avalancha de carcajadas y silbidos, y se estremecía sólo de pensar en semejante suplicio. Aunque nunca le había sucedido algo así, años y años de pavor habían convertido dicha posibilidad en una realidad dentro de su mente.
– Bueno, Eileen, no te da tiempo a cambiarte, así que tendremos que aceptarte tal como estás. ¿Por qué has tardado tanto? -inquirió su madre.
– Ya venía para acá, de verdad -dijo Alban sonriente desde el marco de la puerta-. Estaba recogiéndolo todo cuando llegué al lago. -Dio una palmadita a Eileen en el hombro-. Siéntate a comer, pequeña.
Eileen se sentó al lado de Michael, le dedicó una breve sonrisa y se quedó contemplando su plato con la mirada perdida.
– ¿Has terminado el cuadro? -preguntó Charles.
Eileen hizo un gesto de negación con la cabeza.
– ¿Cuánto te falta, querida? -dijo Amanda-. Supongo que lo querrás enmarcado para la boda. Quedaría tan bonito, ¿verdad, Lou?
– Creo que estará acabado mañana por la noche -dijo Eileen sin dirigirse a nadie en particular.
– ¿Qué estás pintando? -preguntó Elizabeth. Eileen se la quedó mirando unos instantes y luego negó con la cabeza lentamente.
– ¡Ése es el secretito de la novia! -replicó Amanda alegremente-. No soltará palabra hasta que esté terminado.
Al recordar esta escena más adelante, Elizabeth se dio cuenta de que aquél había sido el momento decisivo. Si Eileen hubiese respondido a aquella pregunta, todo lo demás no habría sucedido.
CAPÍTULO 05
Elizabeth se pasó casi toda la cena horrorizada pensando en la sobremesa y en el inevitable sermón sobre la boda que Amanda infligiría a su público cautivo. Sin embargo, para su sorpresa, su tía fue la primera en abandonar el comedor. Se apresuró a dar las buenas noches a todos, recordándoles algunas tareas del día siguiente, y subió a su dormitorio.
– ¿No se encuentra bien? -preguntó Elizabeth a Charles.
– Siempre hace lo mismo. Nunca la vemos después de la cena. Los demás vamos al salón a tomar café hasta que se nos ocurre algo mejor que hacer, que en mi caso suele ser sobre las diez. Hoy ponen un programa especial por televisión: Enrico Fermi y el reactor atómico de Chicago.
– Seguro que es una película de terror sobre hemorroides -espetó Geoffrey-. Ven, Elizabeth. ¿Cómo te gusta el café?
Michael y Eileen anunciaron que se iban a dar un paseo y se marcharon por el pasillo, cogidos de la mano.
– Bueno, Elizabeth, me alegro de volver a verte -dijo el doctor Chandler como si fuese la primera vez que la veía-. ¿Cómo están Doug y Margaret?
– Bien, tío Robert. Mamá me ha pedido que os pregunte si ha llegado el paquete que envió.
– Dios mío, no sabría decírtelo, Elizabeth, y dudo que Eileen lo sepa. Pregúntaselo a tu tía Amanda por la mañana. ¿Has visto todo ese montón de cosas en la mesa de juego?
Elizabeth hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
– Yo intento no meterme. ¿Qué tal va la muñeca?
– ¿La muñeca, tío Robert?
– Sí, ¿no eras tú? Creo recordar que uno de vosotros se cayó de aquel poni…
– ¡Ah, mi muñeca! Está bien, tío Robert, está bien.
«Y lo ha estado desde que tenía doce años», pensó Elizabeth.
Apenas recordaba aquel día de verano en que se cayó del poni gris y se torció la muñeca. Corrió a casa llorando y el doctor Chandler se la vendó. Era extraño que él se acordara O bien su memoria se reducía estrictamente a incidentes médicos, o bien aquella caída había sido lo más memorable que le había sucedido a Elizabeth en Chandler Grove. Recordaba que su tío se la había vendado muy bien, mostrando una paciencia considerable. Estuvo completamente relajado, dominando la situación, revestido de auténtica autoridad. Elizabeth jamás lo había visto así, ni antes ni después del accidente.
Robert Chandler se sirvió un café de la cafetera de plata de Amanda.
– Espero que me disculpéis -dijo en tono agradable-, pero tengo trabajo en el estudio. -Y se marchó apresuradamente.
– Elizabeth, ¿quieres sentarte en la butaca de cuero? -preguntó Geoffrey-. Ahora mismo te traigo el café. Ah, por cierto, en el respaldo está la manta escocesa de mamá. ¿Prefieres que te la quite?
Elizabeth sonrió al ver la tela roja y verde.
– ¡Una manta escocesa! Es el tartán de los Estuardo. ¡Ni se te ocurra tocarla!
– ¡Pero bueno, prima Elizabeth! ¿Acaso estoy oyendo las gaitas del clan MacPherson?
Elizabeth se sonrojó.
– Bueno, la verdad es que existe el clan MacPherson, ¿sabes? Eran una rama de la confederación del clan Chattan.
– Pero ¿qué es esto? -se mofó Alban-. ¿Otra aficionada a la historia en la familia?
– Me temo que es algo mucho más siniestro -dijo Geoffrey alegremente-. Yo diría que nuestra prima es víctima de esa enfermedad sureña hereditaria: la veneración a los antepasados.
– ¡No es cierto! -protestó Elizabeth-. A papá le interesa mucho todo eso, unas Navidades quise regalarle una bufanda del clan, así que me informé sobre el tema. Me pareció muy interesante.
– ¡Elizabeth! ¿Quieres decir que de verdad indagaste los orígenes de tu familia? ¿Por qué no te limitaste a decir que eras descendiente del príncipe Carlos Eduardo, como todos los demás MacSnobs?
– ¡Porque nunca se casó! -espetó Elizabeth-. Sin embargo, los MacPherson lucharon a su lado durante el levantamiento de 1745 y le ayudaron a escapar después de Culloden.
– Te felicito por tu originalidad -susurró Geoffrey-. Al parecer has sido incapaz de librarte de la debilidad sureña por las causas perdidas, pero al menos has conseguido evitar el tópico nacional. Prefiero mil veces que me hables de alguna derrota escocesa que de la del ejército confederado. Como vuelva a oír que si hubiéramos marchado sobre Washington después de la primera batalla de Manassas, podríamos haber ganado la guerra en 186,1, me da algo.
– Bueno, pero es cierto -dijo Elizabeth-. ¡Todo el mundo lo sabe!
Alban se echó a reír.
– ¿Qué es lo que te hace tanta gracia? -preguntó Elizabeth.
– Lo siento -logró decir Alban-. No me estoy riendo de ti. Es que no te puedes imaginar lo gracioso que es para mí que se metan con otra persona por ser una apasionada de la historia.
– ¿De dónde te viene a ti el interés por el rey Luis? No estarás emparentado con él, ¿verdad?