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– No, qué va. Soy de origen inglés por ambas partes -repuso Alban-. Creo que fue su estilo lo que me atrajo. Era un idealista. Añoraba la belleza medieval en un mundo que se adentraba rápidamente en este siglo veinte de plástico.

– También me puede dar algo si vuelves a meterte en ese tema -observó Geoffrey.

– Aquí hablamos bastante de nuestras respectivas aficiones -explicó Louisa sonriendo-. Pero bueno, Charles, ¿eso que estás tarareando no es la Obertura de 1812? ¿Ahora te ha dado por la música clásica?

Geoffrey soltó una risita.

– ¡Háblale de los enlaces covalentes!

El abuelo levantó la vista de The Sailor's Journal, especializada en temas náuticos, y dijo con brusquedad:

– ¿Es que no se puede leer en paz?

– Más bien no -replicó Charles alegremente-. Voy a encender la televisión dentro de cinco minutos. Dan un programa especial sobre física.

– ¿Sobre submarinos nucleares? -preguntó el viejo, ilusionado.

– No, lo siento. Sobre reactores atómicos.

– En ese caso, buenas noches. De todas formas ya son casi las diez. Louisa, ¿quieres que te acompañe a casa uno de estos jóvenes sinvergüenzas?

– No, papá, pero si puedes, enciéndeme la luz del porche. No me pasará nada. -Se levantó y añadió-: Elizabeth, me he alegrado mucho de verte. Tienes que venir a vernos, y de paso nos cuentas cómo están Doug y Margaret.

– Están bien, tía Louisa. Habrían venido pero es que papá tenía una convención de vendedores…

– Sí, querida. Nos hacemos cargo. Buenas noches.

Elizabeth exhaló un suspiro. Le daba la sensación de que tendría que seguir explicando hasta el último día por qué no habían venido sus padres, aunque nadie parecía tragarse aquella excusa. Si bien lo de la convención de vendedores era cierto, habían exagerado considerablemente su importancia para disculparse ante los Chandler. En realidad a ninguno de los dos le apetecía pasar un solo día en Chandler Grove. Margaret Chandler MacPherson, la más joven de las tres hijas del capitán, no se parecía en nada a sus hermanas. Había renunciado a su presentación en sociedad para casarse con Douglas MacPherson y llevar una vida tranquila en las afueras de la ciudad prescindiendo del club de campo y de la Asociación de Mujeres. Dedicaba la mayor parte de su tiempo libre a asistir a cursillos en la universidad, donde aprendió caligrafía, macramé y español. Dada la falta de interés de sus padres por la vida social, Elizabeth no tuvo oportunidad de participar en ese mundo y, aunque estaba convencida de que lo habría odiado, le hubiese gustado tener la posibilidad de escoger. En parte, había accedido a venir a la boda porque sentía una pizca de gratitud hacia Eileen por haber renunciado a su presentación en sociedad al casarse con Michael Satisky.

Charles, Geoffrey y Alban se encontraban delante del televisor, toqueteando los mandos. Aunque los sarcásticos comentarios de Geoffrey acerca del programa prometían ser divertidos, Elizabeth estaba demasiado cansada para seguir levantada. Si ninguno iba a darle conversación, mejor sería irse a la cama.

– ¡Bueno, me voy a dormir! -dijo en voz alta-. Hasta mañana.

La única respuesta fue un gesto ausente por parte de Geoffrey.

Mientras subía a su dormitorio, Elizabeth pensó en lo perfecta que era aquella casa para una boda. La escalera tapizada de rojo era el escenario idóneo para las fotos nupciales: Eileen en el rellano con la cola del vestido formando un círculo a su lado y los demás miembros de la familia posando en los escalones.

«¡Me estoy volviendo como tía Amanda!», ironizó.

Nada más llegar a la habitación, hizo una mueca al ver el vestido de dama de honor en el armario. «¡Mira que eres cursi, pedazo de gasa amarilla!» Le habría gustado que la boda se celebrase en invierno para que las damas de honor pudiesen lucir corpiños de terciopelo negro y faldas largas escocesas del clan MacPherson. «¡Eso sí que tendría estilo!», exclamó para sí.

Se echó a reír ante sus propias elucubraciones. «Es esta casa -pensó-. Igual tienen que desprogramarme cuando me vaya.»

La elegancia de la mansión de los Chandler la había impresionado más de lo que estaba dispuesta a admitir. En ocasiones debía realizar un esfuerzo consciente para ocultarlo, pues Geoffrey se habría reído a carcajadas. Al parecer era de mal gusto mostrarse impresionado, aunque vivieras en una casa de ladrillo sin garaje y hubieses venido a visitar a los propietarios de una gran finca. Además ya debería de estar acostumbrada, puesto que ella y Bill habían pasado algún verano allí de pequeños. Claro que de eso hacía muchísimo tiempo, y los niños no suelen prestar atención al entorno. Ahora, unos años más tarde, todo parecía diferente.

Llamaron a la puerta.

– ¡Adelante! -gritó Elizabeth, preguntándose qué habría olvidado decirle tía Amanda.

Sin embargo, no era tía Amanda, sino Eileen.

– No…, no te estaré molestando, ¿verdad, Elizabeth? -vaciló en el umbral de la puerta.

– Pues claro que no -le aseguró Elizabeth-. Pasa.

Eileen, que aún llevaba los pantalones caqui de pintar, se sacudió de la ropa un polvo inexistente y se sentó en el borde de la cama con una sonrisa incómoda.

– Quería darte las gracias por haber venido -dijo.

– Ah -repuso Elizabeth dudando entre «Gracias a ti por invitarme», o una respuesta más sincera, como «De nada». Al final optó por permanecer callada.

– Veo que has traído el vestido -murmuró Eileen señalando con la cabeza hacia el armario abierto.

– Sí, claro.

– Lo escogió mamá.

Elizabeth suspiró.

– ¡Pero estoy segura de que te quedará genial! -se apresuró a añadir Eileen-. Tienes un pelo precioso y eres más alta que yo. Te gusta, ¿verdad?

– Sí, es bonito, Eileen. He tenido que arreglarlo, pero ahora ya me va bien. -«Sólo que lo odio», terminó diciendo para sí.

Eileen se relajó un poco.

– Bueno, me alegro. Espero que todo salga bien.

– Seguro que sí. Tú intenta no ponerte nerviosa.

– ¡Eso sí que no! Estoy demasiado contenta para ponerme nerviosa. ¿Has tenido ocasión de hablar con Michael? -Su voz se suavizó al pronunciar su nombre.

– Bueno, sólo en la cena.

– ¿A que es maravilloso?

Elizabeth esbozó una sonrisa nerviosa.

– Sabía que te gustaría -prosiguió Eileen toqueteándose la sortija de compromiso-. Cae bien a todo el mundo. Me gustaría que leyeras algunos de sus poemas, Elizabeth. Son preciosos. Dice que yo le inspiro.

Elizabeth se preguntó cuánto tiempo podría seguir sonriendo.

– A lo mejor consigo convencerle de que haga una lectura de poemas mañana por la noche después de cenar. Ya le han publicado tres en la revista literaria de la universidad. Aunque, naturalmente, no nos leerá el que está escribiendo ahora porque es mi regalo de boda. -Eileen sonrió satisfecha.

A continuación le contó cómo había conocido a Michael y le habló de los preparativos de la boda, en tanto Elizabeth se preguntaba por qué las mujeres se volvían tan engreídas cuando estaban enamoradas. Todas se comportaban como si no importase nadie más que Míster Maravilloso. («Michael estaba en la biblioteca componiendo un poema, así que he pensado venir a verte.»)

– Me siento como la princesa de un cuento de hadas -suspiró Eileen-. Supongo que no lo entiendes, pero es como si hubiese estado encerrada en una torre toda mi vida, como una mera observadora de la vida. Y ahora que ha aparecido Michael, por fin puedo empezar a vivir.

– Bueno, entonces espero que seáis felices y comáis perdices -dijo Elizabeth. Lo deseaba de veras. Su prima ya había sufrido bastante, y quería que las cosas le salieran bien. Y cuanto más se alejase de tía Amanda, mejor.

– Gracias -murmuró Eileen-. Ahora tengo que marcharme a ver si ya ha terminado Michael, pero me alegro de haber hablado contigo. Estamos tan atareados estos días… Supongo que mamá organizará un ensayo para dentro de un par de días.