Como ya sabemos a partir de la saga de Ender, Card es especialista en ese tipo de encuentros. Recordemos aquí esa clasificación entre especies en apariencia no humanas pero de capacidades esencialmente parecidas a las humanas (raman), y las especies con quienes es imposible cualquier tipo de colaboración, aquellas que constituyen lo verdaderamente alienígena (varelse). Ese tipo de consideraciones no deberían ser aplicables a este caso, aunque alguno de los llamados «conquistadores» insistieran salvajemente en hacerlas…
De todo eso trata esta interesante novela. Que ustedes la disfruten.
MIQUEL BARCELÓ
Para Tom Doherty, el editor del planeta Krypton:
Su corazón es de oro, su palabra es acero, y conoce el territorio.
AGRADECIMIENTOS
Mis más sinceras gracias a:
Clark y Kathy Kidd, por su buena compañía, una ermita «virtual», y la cuidadosa primera respuesta de Kathy a muchos capítulos;
Henrique Flory, viajero, por su ayuda e inspiración;
los ciudadanos de Hatrack River de America Online, por señalarme dilemas que yo no sabía que tenía;
Richard Gilliam, por esperar pacientemente la historia de la Atlántida en su versión ampliada;
Don Grant, por muchos hermosos libros y por su paciencia para esperar una novela cuya creación desafió al calendario;
Michael Lewis, por el Mar Rojo;
Dave Dollahite, por los mayas;
una queja a Sid Meier, por el juego Civilización, que interfirió seriamente en mi habilidad para concentrarme en el trabajo productivo (pero lo recomiendo a aquellos que quieran tener la experiencia de alterar la historia por sí mismos);
a mis ayudantes, Kathleen Bellamy y Scott Alien, por incontables ayudas, grandes y pequeñas;
como siempre, a Kristine, por hacer la vida posible, y a Geoff, Em, Charlie Ben y Zina, por darle significado.
LOS VIGILANTES DEL PASADO
Algunos la llamaron «la era de deshacer»; otros, deseando ser más positivos, hablaban de «la replantación» o «la restauración», o incluso «la resurrección» de la Tierra. Todos esos nombres eran exactos. Se había hecho algo y había que deshacerlo. Muchas cosas habían muerto, o habían sido rotas, o asesinadas, y ahora volvían a la vida.
Éste era el trabajo del mundo en esos días: los nutrientes fueron devueltos al suelo de los grandes bosques tropicales del planeta, para que los árboles pudieran volver a crecer altos. Se prohibió el pastoreo en los bordes de los grandes desiertos de África y Asia y se plantó hierba para que la estepa y la sabana pudieran reconquistar poco a poco el territorio perdido ante la piedra y la arena. Aunque las estaciones meteorológicas situadas en órbita no podían cambiar el clima, a menudo desviaban los vientos lo suficiente para que ningún lugar de la Tierra sufriera sequías, inundaciones o falta de luz. En las grandes reservas los animales supervivientes aprendían a vivir de nuevo en libertad. Todas las naciones del mundo tenían un reparto equitativo de alimento y ninguna padecía ya hambre. Cada niño disponía de buenos maestros; cada hombre y mujer de una oportunidad decente para convertirse en aquello a lo que los condujeran sus talentos, pasiones y deseos.
Tendría que haber sido una época feliz en la que la humanidad avanzara hacia un futuro donde el mundo sería curado, donde podría vivirse una vida cómoda sin la vergüenza de saber que todo era a expensas de alguien más. Y para muchos (quizá la mayoría) así era. Pero muchos otros no podían apartar el rostro de las sombras del pasado. Faltaban demasiadas criaturas, que nunca serían restauradas. Demasiadas personas, demasiadas naciones yacían enterradas bajo el suelo del pasado. Una vez el mundo había rebosado con siete mil millones de vidas humanas. Ahora sólo una décima parte de esas vidas atendían los jardines de la Tierra. Los supervivientes no podían olvidar fácilmente el siglo de guerra y epidemias, de sequía e inundación y hambre, de atroz furia que conducía a la desesperación. Cada paso de cada hombre y mujer viviente pisaba la tumba de alguien, o eso parecía.
Así que no fueron sólo los bosques y praderas los que fueron devueltos a la vida. La gente también pensaba en recuperar los recuerdos, las historias, los caminos entrelazados que hombres y mujeres habían seguido para guiarlos a sus momentos de gloria y sus momentos de vergüenza. Construyeron máquinas que les permitían ver el pasado, al principio los grandes cambios absolutos a lo largo de los siglos, y luego, cuando las máquinas fueron perfeccionadas, los rostros y las voces de los muertos.
Sabían, por supuesto, que era imposible registrarlo todo. No había suficientes seres vivos para dar testimonio de todas las acciones de los muertos. Pero probando acá y allá, siguiendo una pregunta hasta su respuesta, una nación hasta su fin, los hombres y mujeres de Vigilancia del Pasado podían contar historias a sus semejantes, fábulas auténticas que explicaban por qué las naciones se alzaban y caían; por qué los hombres y mujeres envidiaban, odiaban y amaban; por qué los niños se reían bajo la luz del sol y temblaban en la oscuridad de la noche.
Vigilancia del Pasado recordaba tantas historias olvidadas, duplicaba tantas obras de arte perdidas o rotas, recuperaba tantas costumbres, modas, chistes y juegos, tantas religiones y filosofías, que a veces daba la impresión de que no había necesidad de pensar en nada. Toda la historia estaba disponible, parecía, y sin embargo Vigilancia del Pasado apenas había arañado la superficie de ella, y la mayoría de los observadores ansiaban un futuro ilimitado en el que pudieran curiosear a través del tiempo.
1
LA GOBERNADORA
Hubo una única ocasión en que Colón se desesperó y pensó que nunca culminaría su viaje. Fue la noche del 23 de agosto, en el puerto de Las Palmas de Gran Canaria.
Después de tantos años de esfuerzo, sus tres carabelas habían zarpado por fin de Palos, sólo para encontrarse con problemas casi de inmediato. Después de que tantos sacerdotes y nobles en las cortes de España y Portugal le hubieran sonreído para luego tratar de destruirlo a sus espaldas, cuando el timón de la Pinta se soltó y estuvo a punto de romperse, a Colón le resultó difícil creer que no se trataba de un sabotaje. Después de todo, a Quintero, el dueño de la Pinta, le ponía tan nervioso dejar su pequeña embarcación partir en tan largo viaje que se enroló como un marinero más, con el único fin de no perder de vista su propiedad. Y Pinzón le dijo en privado que había visto a un grupo de hombres reunidos en la popa de la Pinta justo cuando soltaban velas. Pinzón arregló el timón él mismo, en el mar, pero al día siguiente volvió a romperse. Pinzón se enfureció, pero le juró a Colón que el barco se reuniría con él en Las Palmas al cabo de unos pocos días.