»Qué hipócrita soy —pensó Cristóforo—. Fingir que mis motivos son puros. Puse el dinero conseguido en Khíos en la bolsa del obispo… pero lo utilicé para promover mi relación con Nicoló Spinola. E incluso así, no fue todo el dinero. Llevo encima buena parte de él; un caballero ha de tener las ropas adecuadas o la gente no lo llamará «signor». Y mucho más fue a manos de mi padre, para que comprara caballos y vistiera a mi madre como una dama. No puede decirse que sea la perfecta ofrenda de fe. ¿Quiero convertirme en rico e influyente para servir a Dios? ¿O sirvo a Dios con la esperanza de que eso me convierta en rico e influyente?»
Ésas eran las dudas que le asaltaban, entre sus sueños y planes. Sin embargo, pasaba la mayor parte del tiempo sonsacando información al capitán y el piloto o estudiando las cartas o contemplando las costas ante las que pasaban, haciendo sus propios mapas y cálculos, como si fuera el primero en ver aquellos lugares.
—Hay cartas de sobra de la costa andaluza —dijo el piloto.
—Lo sé —contestó Cristóforo—. Pero aprendo más cartografiándolas yo mismo de lo que aprendería estudiándolas. Y tengo las cartas para contrastarlas con mis propios mapas. La verdad era que todas las cartas estaban llenas de errores. O eso o algún poder sobrenatural había movido los cabos y golfos, las playas y los promontorios de la costa ibérica, pues de vez en cuando asomaba una cala que no aparecía en ninguna carta.
—¿Hicieron estas cartas los piratas? —le preguntó al capitán un día—. Parecen diseñadas para asegurar que un corsario pueda zarpar de la costa y plantarnos batalla sin advertencia.
El capitán se echó a reír.
—Son cartas moras, o eso he oído. Y los copistas no son siempre perfectos. De vez en cuando se les pasa un detalle. ¿Qué saben ellos, sentados ante sus mesas, lejos de ningún mar? Normalmente seguimos las cartas y aprendemos dónde están los fallos. Si recorriéramos estas costas todo el tiempo, como hacen los españoles, raramente necesitaríamos las cartas. Y ellos no están dispuestos a corregirlas, pues no tienen ningún deseo de ayudar a los barcos de otras naciones a navegar con seguridad por estos pagos. Cada nación guarda sus cartas. Así que continuad con vuestros mapas, signor Colombo. Algún día puede que tengan valor para Genova. Si este viaje es un éxito, habrá otros.
No había ningún motivo para pensar que no lo sería, hasta que dos días después, cuando habían atravesado el estrecho de Gibraltar, alguien dio un grito:
—¡Velas! ¡Corsarios!
Cristóforo corrió a cubierta, donde poco después las velas se hicieron visibles. Por su aspecto, los piratas no eran moros. Y no temían a los cinco barcos mercantes que navegaban juntos. ¿Por qué iban a hacerlo? Los piratas tenían cinco naos propias.
—No me gusta esto —dijo el capitán.
—Estamos igualados, ¿no? —preguntó Cristóforo.
—No precisamente —contestó el capitán—. Nos frena la carga, a ellos no. Conocen estas aguas, y nosotros no. Y están acostumbrados a la lucha. ¿Qué tenemos nosotros? Caballeros con espadas y marineros aterrorizados de batallar en mar abierto.
—Sin embargo, Dios luchará del lado de los justos.
El capitán le dirigió una amarga mirada.
—No creo que seamos más justos que otros a quienes han cortado la garganta ya. No, los dejaremos atrás si podemos, y si no, se lo haremos pagar tan caro que renunciarán a nosotros y nos dejarán en paz. ¿Sois bueno en la batalla?
—No mucho —dijo Cristóforo. No serviría de nada prometer más de lo que podría dar. El capitán merecía saber con quién podía contar y con quién no—. Llevo la espada para infundir respeto.
—Bien, esos piratas sólo respetarán la hoja si está tinta en sangre. ¿Tenéis buen brazo para lanzar?
—He lanzado piedras, de niño —dijo Cristóforo.
—Con eso me basta. Si las cosas se ponen mal, ésa será nuestra última esperanza: tenemos vasijas llenas de aceite. Les prenderemos fuego y las lanzaremos a los barcos piratas. No podrán combatirnos si sus cubiertas están ardiendo.
—Para eso tendrán que estar terriblemente cerca, ¿no?
—Como dije, sólo usaremos esas vasijas si las cosas se ponen feas.
—¿Qué impedirá que las llamas se esparzan a nuestros propios barcos, si los suyos salen ardiendo?
El capitán le miró fríamente.
—Como dije, queremos que nuestra flota sea una conquista sin valor para ellos. —Miró de nuevo las velas corsarias, que estaban muy lejos, mar adentro—. Quieren aislarnos contra la costa. Si podemos llegar al cabo de San Vicente donde podamos virar al norte, los perderemos. Hasta entonces intentarán interceptarnos cuando tratemos de romper su bloqueo, o hacernos embarrancar en la costa.
—Entonces tratemos ya de romper el bloqueo —dijo Cristóforo—. Mantengámonos lo más lejos posible de la costa.
El capitán suspiró.
—Es lo más sabio, amigo mío, pero los marineros no lo permitirán. No les gusta perder de vista la tierra si hay pelea.
—¿Por qué no?
—Porque no saben nadar. Su mejor esperanza es agarrarse a algún pecio, si las cosas nos salen mal.
—Pero si no perdemos de vista la costa, ¿cómo podremos salir con bien?
—No es buen momento para esperar que los marinos sean racionales —dijo el capitán—. Y una cosa es segura: no se puede llevar a los marineros a donde no quieren ir.
—No se amotinarán.
—Si pensaran que iban a ahogarse por mi causa, llevarían este barco a tierra y dejarían el cargamento para los piratas. Mejor que ahogarse, o ser vendidos como esclavos.
Cristóforo no había advertido esto. No había sucedido en ninguno de sus viajes anteriores, y los marineros no hablaban de ello cuando estaban en Genova. No, entonces eran todo valor, estaban llenos de lucha. Y la idea de que el capitán no los llevara a donde quisiera… Cristóforo reflexionó sobre aquello mientras los corsarios los perseguían, apretándolos cada vez más contra la costa.
—Franceses —dijo el piloto.
En cuanto oyó la palabra, un marinero cercano dijo:
—Coullon.
Cristóforo se sorprendió por el nombre. En Genova había oído suficiente francés, a pesar de la hostilidad de los genoveses hacia una nación que más de una vez había saqueado a sus muelles y tratado de incendiar la ciudad, para saber que coullon era la versión gala del apellido de su propia familia: Colombo, o en latín, Columbus.
Pero el marinero que lo dijo no era francés, y no parecía tener idea de que el nombre significara algo para Cristóforo.
—Podría ser Coullon —dijo el piloto—. Por lo osado que es, bien podría ser el mismo diablo… aunque ya dicen que Coullon lo es.
—¡Y todo el mundo sabe que el diablo es francés! —comentó un marinero.
Todos los que pudieron oírle se echaron a reír, pero había poca alegría real en aquello. Y el capitán le enseñó a Cristóforo dónde estaban las vasijas de fuego, una vez que el grumete del barco las llenó.
—Aseguraos de que conserváis el fuego en vuestras manos —le dijo—. Ésa será vuestra espada, signor Colombo, y os respetarán.
¿Estaba jugando con ellos el pirata Coullon? ¿Por eso los dejó permanecer tan lejos de su alcance hasta que el cabo de San Vicente estuvo tentadoramente a la vista? Sin duda entonces Coullon no tendría problemas para cerrar la trampa, cortándoles el paso antes de que pudieran virar hacia el norte, tras rodear el cabo, y salir al Atlántico abierto.