Ya no había esperanza de coordinar la defensa de la flota. Cada capitán tenía que encontrar su propio camino a la victoria. El del barco de Cristóforo advirtió de inmediato que si continuaban con su rumbo actual embarrancarían o lo abordarían casi enseguida.
—¡Virad! —gritó—. ¡A sotavento!
Era una estrategia atrevida, pero los marineros la comprendieron, y los otros barcos, al ver lo que hacía el viejo ballenero de Cristóforo, lo imitaron. Tendrían que pasar entre los corsarios, pero si lo hacían bien acabarían con el mar abierto por delante, los piratas detrás y el viento de su parte. Pero Coullon no era ningún idiota, e hizo virar sus naos a tiempo de lanzar garfios de abordaje a los mercantes genoveses cuando pasaron por su vera.
Mientras los piratas tensaban las cuerdas mano sobre mano, forzando a los barcos a acercarse, Cristóforo advirtió que el capitán tenía razón: su tripulación tendría poca esperanza en una lucha. Sí, plantarían batalla lo mejor posible, sabiendo que sus vidas estaban en juego. Pero había desesperación en todos los ojos y se encogían visiblemente ante el derramamiento de sangre que se acercaba. Oyó a un rudo marinero decirle al grumete:
—Reza para que mueras.
No era algo alentador, ni tampoco lo era la obvia ansiedad por parte de los piratas.
Cristóforo extendió la mano, cogió la mecha, prendió dos de las vasijas, y luego, sujetándolas con fuerza aunque chamuscaron su jubón, se encaramó al castillo de proa, desde donde podía alcanzar con facilidad el barco corsario más cercano.
—¡Capitán! —exclamó—. ¿Ahora? El capitán no le oyó: había demasiados gritos en la popa. No importaba. Cristóforo sabía que la situación era desesperada, y cuanto más se acercaran los corsarios, más probable era que las llamas envolvieran ambos barcos. Lanzó la vasija. Su brazo era fuerte, su puntería buena, o al menos aceptable. La vasija se hizo añicos en la cubierta corsaria, desparramando llamas como una tina de brillante tinte naranja sobre la madera. En unos instantes trepó hasta las velas. Por primera vez, los piratas dejaron de reír y aullar. Entonces tiraron con más fuerza de los cabos de atraque, y Cristóforo advirtió que con su nave ardiendo su única esperanza era apoderarse del bajel mercante.
Al volverse, vio que otro corsario, igualmente abarloado con un barco genovés, estaba tan cerca que también podía recibir un poco de la misma medicina. Su puntería no fue tan buena: la vasija cayó al mar, inofensiva. Pero el grumete del barco encendía ya las vasijas y se las iba tendiendo, y Cristóforo consiguió colocar dos en la cubierta del barco insignia corsario y otro par en la cubierta del barco pirata que se disponía a abordar el suyo.
—Signor Spinola —dijo—, perdonadme por perder vuestro cargamento.
Pero sabía que el signor Spinola no oiría sus oraciones. Y lo que entonces estaba en juego no era su carrera, sino su vida. «Querido Dios —dijo en silencio—, ¿voy a ser vuestro servidor o no? Os ofrezco mi vida, si la salváis ahora. Liberaré Constantinopla.»
—El Hagia Sofía oirá una vez más la música de la santa misa —murmuró—. Sólo salvadme, mi Señor.
—¿Éste es el momento de su decisión? —preguntó Kemal.
—No, claro que no —respondió Diko—. Sólo quería que viera lo que estuve haciendo. Esta escena se ha mostrado un millar de veces, por supuesto. Colón contra Colón, la llamaron, ya que el pirata y él tenían el mismo apellido. Pero todas las grabaciones eran de los días del tempovisor, ¿no? Así que veíamos que sus labios se movían, pero en el caos de la batalla no había ninguna esperanza de entender lo que decía. Hablaba en voz demasiado baja, sus labios apenas se despegaban. Y esto no molestó a nadie, porque, después de todo, ¿qué importa cómo rece un hombre en mitad de la batalla?
—Pero esto importa, supongo —dijo Hassan—. ¿El Hagia Sofía?
—El altar más sagrado de Constantinopla. Quizás el templo cristiano más hermoso del mundo, en aquellos días anteriores a la construcción de la Capilla Sixtina. Y cuando Colón reza a Dios para que le salve la vida, ¿qué jura? Una cruzada al este. Descubrí esto hace varios días, y me ha mantenido despierta noche tras noche. Todo el mundo ha buscado el origen de su viaje hacia el oeste más atrás, en Khíos, tal vez, o en Genova. Pero ya ha partido definitivamente de Genova. Nunca regresará. Y sólo le falta una semana para iniciar su estancia en Lisboa, donde está claro que ya había vuelto sus ojos hacia poniente de forma irrevocable. Y sin embargo aquí, en este momento, jura liberar Constantinopla.
—Increíble —dijo Kemal.
—Así que ya ve, supe que fuera lo que fuese lo que le hizo obsesionarse con el viaje hacia el oeste, con las Indias, debió haber sucedido entre este momento a bordo de este barco cuyas velas están ya ardiendo y su llegada a Lisboa una semana después.
—Excelente —dijo Hassan—. Buen trabajo, Diko. Esto lo acota todo considerablemente.
—Padre, lo descubrí hace días. Os dije que había encontrado el momento de la decisión, no la semana.
—Entonces muéstranoslo —dijo Tagiri.
—Tengo miedo de hacerlo.
—¿Porqué?
—Porque es imposible. Porque… porque por lo que puedo decir, Dios le habla.
—Muéstranoslo —dijo Kemal—. Siempre he querido oír la voz de Dios. Todos se rieron. Excepto Diko.
—Está a punto de hacerlo —dijo. Dejaron de reír.
Los piratas los abordaron, y con ellos vino el fuego a saltar de vela en vela. Todos comprendieron que aunque lograran de algún modo rechazar a los piratas, ambos barcos estaban condenados. Los marineros que no estaban ya enzarzados en una lucha cuerpo a cuerpo empezaron a arrojar al agua barriles y portezuelas de escotilla, y varios consiguieron lanzarse al mar por el lado contrarío del navio pirata. Cristóforo vio al capitán que se negaba a abandonar la nave: luchaba como un valiente, su espada bailaba. Y entonces la espada dejó de estar allí, a través del humo que barría la cubierta Cristóforo ya no lo distinguió.
Los marinos saltaban al agua, en busca de los trozos de madera que flotaban. Cristóforo vio a un marinero que empujaba a otro de una portezuela; vio a otro sumergirse al no haber encontrado nada a lo que agarrarse. El único motivo por el que los piratas no habían alcanzado ya a Cristóforo era que estaban ocupados tratando de soltar los mástiles ardientes del barco genovés antes de que el fuego se extendiera por la cubierta. Parecía que iban a conseguirlo, y a quedarse con el cargamento a expensas de los genoveses. Era intolerable. Los genoveses caerían de todas formas, pero Cristóforo tenía en sus manos asegurarse de que los piratas también fracasaran.
Tras coger otras dos vasijas ardiendo, lanzó una a la cubierta de su propia nao, y la segunda aún más lejos, de forma que la popa pronto quedó cubierta por las llamas. Los piratas gritaron de furia (los que no lo hacían de dolor o terror) y sus ojos no tardaron en encontrar a Cristóforo y al grumete en el castillo de proa.
—Creo que es hora de que saltemos al agua —dijo Cristóforo.
—No sé nadar —confesó el grumete.
—Yo sí —replicó Cristóforo. Pero primero arrancó la portezuela de la escotilla de proa, la arrastró hasta la borda y la arrojó. Luego, cogiendo al muchacho de la mano, saltó al agua cuando ya los piratas corrían hacia ellos.
El grumete en efecto no sabía nadar y Cristóforo necesitó un esfuerzo considerable para auparlo a la portezuela. Pero cuando el muchacho estuvo a salvo en lo alto del pecio flotante, se calmó.
Cristóforo trató de acomodar su propio peso en la diminuta balsa, pero eso hizo que se ladeara peligrosamente bajo el agua. El grumete se dejó llevar por el pánico. Así que Cristóforo volvió a zambullirse. Había al menos cinco leguas hasta la costa… seis, más probablemente. Cristóforo era buen nadador, pero no tanto. Necesitaba aferrarse a algo que ayudara a soportar su peso para poder descansar de vez en cuando, y si no podía ser esta portezuela, tendría que dejarla y encontrar otra cosa.