Colón confiaba tanto en la habilidad de Pinzón y en su entrega al viaje que no pensó más en la Pinta. Navegó con la Santa María y la Niña hasta la isla de Gomera, donde gobernaba Beatriz de Bobadilla. Era una reunión que ansiaba desde hacía tiempo, una oportunidad para celebrar su triunfo sobre la corte española con alguien que había dejado claro que deseaba su éxito. Pero Doña Beatriz no estaba en casa. Y mientras esperaba, día tras día, tuvo que soportar dos situaciones intolerables.
La primera fue tener que mostrarse educado al escuchar a los caballeretes de la pequeña corte de Beatriz, quienes no paraban de contarle sorprendentes mentiras sobre cómo, en ciertos días despejados, desde la isla de Hierro, la más occidental de las Canarias, se divisaba una tenue imagen de una isla azul en el horizonte… ¡como si no hubieran navegado hasta allí barcos de sobra! Pero Colón había aprendido a sonreír y asentir ante las más extravagantes estupideces. No se sobrevive en la corte sin esa habilidad, y Colón había capeado no sólo las cortes ambulantes de Fernando e Isabel, sino también la más asentada y arrogante de Juan de Portugal. Y después de esperar décadas para conseguir las naos, hombres, suministros y, sobre todo, el permiso para emprender su viaje, podía soportar unos cuantos días más de conversación con caballeros idiotas. Aunque a veces tenía que apretar los dientes para no señalar lo absolutamente inútiles que se verían, a los ojos de Dios y todos los demás, si no eran capaces de encontrar nada mejor que hacer con sus vidas que esperar en la corte de la gobernadora de Gomera cuando ella ni siquiera estaba en su residencia. Sin duda divertían a Beatriz: había demostrado un claro desprecio hacia la indignidad de la mayoría de los hombres de la clase caballeresca cuando conversó con Colón en la corte real de Santa Fe. A buen seguro los confundía constantemente con irónicos comentarios que ellos ni siquiera advertían.
Sin duda, mucho más intolerable era el silencio de Las Palmas. Había dejado allí hombres con instrucciones de comunicarle inmediatamente el arribo a puerto de la Pinta. Pero los días pasaban y no llegaba ninguna noticia. Mientras, la estupidez de los cortesanos se hacía más insufrible, hasta que por fin se negó a tolerar nada de ellos ni un instante más. Tras despedirse agradecido de los caballeros de Gomera, navegó hasta Las Palmas, sólo para encontrar, cuando llegó el 23 de agosto, que la Pinta no estaba allí.
Inmediatamente pensó en las peores posibilidades. Los saboteadores estaban tan decididos a que no completara el viaje que se había producido un motín, o de algún modo habían persuadido a Pinzón para que diera la vuelta y regresara a España. O iban a la deriva en las corrientes del Atlántico, barridos hacia algún destino innombrable. O los habían capturado los piratas… o los portugueses, tal vez pensando que eran parte de alguna estúpida empresa española para meterse en sus dominios a lo largo de las costas de África. O Pinzón, quien ciertamente se consideraba más cualificado para liderar la expedición que el propio Colón (aunque nunca habría conseguido el apoyo real para la aventura, pues carecía de la educación, los modales y la paciencia necesarios), podría haber tenido la loca idea de seguir navegando, para alcanzar las Indias antes que él.
Todo aquello era posible, y por momentos parecía hasta probable. Colón se apartó de toda compañía humana esa noche y se hincó de rodillas ante el Todopoderoso. No era la primera vez que lo hacía, pero nunca antes lo había hecho con tanta ira.
—He hecho todo lo que dispusisteis que hiciera —dijo—. He presionado y suplicado, y ni una sola vez me habéis mostrado el menor apoyo, ni siquiera en los momentos más oscuros. Sin embargo, mi confianza nunca falló y por fin conseguí la expedición en los términos exactos requeridos. Zarpamos. Mi plan era bueno. El tiempo óptimo. La tripulación es hábil aunque se consideren mejores marinos que su capitán. Todo lo que necesitaba ahora, todo lo que necesitaba, después de cuanto he soportado hasta hoy, era que algo saliera bien.
¿Era una osadía decirle esto al Señor? Probablemente. Pero Colón había hablado con osadía a hombres poderosos con anterioridad, y por eso las palabras surgían fácilmente de su corazón para brotar por su lengua. Dios podía fulminarlo si quería… Colón se había puesto en Sus manos antes, y estaba cansado.
—¿Era demasiado para Vos, mi Señor? ¿Teníais que quitarme mi tercera nao? ¿Mi mejor marino? ¿Teníais que privarme incluso de la amabilidad de Doña Beatriz? Está claro que no he encontrado favor ante Vuestros ojos, oh, Señor, y por tanto Os insto a que encontréis a otro. Haced que me caiga muerto si queréis, difícilmente podría ser peor que matarme poco a poco, lo que parece ser Vuestro plan en este momento. Voy a decir una cosa: permaneceré a Vuestro servicio un día más. Enviadme la Pinta o mostradme qué otra cosa queréis que haga, pero juro por Vuestro más sagrado y terrible nombre que no realizaré un viaje semejante con menos de tres naos, bien equipadas y plenamente atendidas. Me he convertido en un anciano a Vuestro servicio, mas a partir de mañana por la noche pretendo dimitir y vivir con la pensión que consideréis adecuado proporcionarme. —Se persignó—. En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén.
Tras haber finalizado su más impía y ofensiva oración, Colón no logró conciliar el sueño hasta que por fin, no menos airado que antes, saltó de la cama y se arrodilló de nuevo.
—¡Hágase Vuestra voluntad, y no la mía! —dijo, furioso. Entonces regresó a la cama e inmediatamente se quedó dormido.
A la mañana siguiente la Pinta arribó a puerto. Colón lo consideró la confirmación definitiva de que Dios estaba realmente interesado en el éxito de su viaje. «Muy bien —pensó—. No me hicisteis caer muerto por mi falta de respeto, Señor; en cambio, me habéis enviado la Pinta. Por tanto os demostraré que sigo siendo vuestro leal servidor.»
Lo demostró haciendo que la mitad de los habitantes de Las Palmas, o eso parecía, entraran en un absoluto frenesí. El puerto tenía carpinteros y calafateadores de sobra, herreros y estibadores y fabricantes de velas, y daba la impresión de que todos hubieran sido reclutados para trabajar en la Pinta. Pinzón rebosaba de desafiantes disculpas: habían navegado a la deriva durante casi dos semanas antes de que lograra por fin, gracias a sus brillantes dotes marineras, llevar la nao al puerto prometido. Colón recelaba todavía, pero no lo demostró. Fuera cual fuese la verdad, Pinzón estaba allí, y también la Pinta, junto con un hosco Quintero. Eso le bastaba.
Y mientras tenía la atención de los trabajadores del astillero de Las Palmas, finalmente convenció a Juan Niño, el propietario de la Niña, de que cambiara sus velas triangulares por los mismos aparejos cuadrados que las otras carabelas, para que todas aprovecharan el mismo viento y, con la ayuda de Dios, pudieran navegar juntas hasta la corte del Gran Khan de China.
Bastó una semana para que las tres naves quedaran en mejor forma de lo que estaban cuando zarparon de Palos, esta vez sin desafortunados fallos en el equipo necesario. Si antes hubo saboteadores, sin duda se habían amedrentado por el hecho de que tanto Colón como Pinzón parecían decididos a navegar a toda costa… por no mencionar el hecho de que si la expedición volvía a fracasar, podrían acabar aislados en las islas Canarias, con pocas perspectivas de regresar pronto a Palos.
Y Dios fue tan misericordioso al contestar la imprudente oración de Colón que, cuando por fin navegó hasta Gomera para la última estiba de sus naos, la bandera de la gobernadora ondeaba sobre los muros del castillo de San Sebastián.
Los temores que pudiera albergar respecto a que Beatriz de Bodadilla ya no le tuviera en alta estima desaparecieron de inmediato. Cuando fue anunciado, ella despidió al momento a los otros caballeros que tanto habían molestado a Colón la semana anterior.