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Sin embargo, Dios le había dicho que podría alcanzar el oriente navegando hacia poniente. Por tanto Ptolomeo debía estar equivocado, y no sólo levemente. Debía estar drástica, inequívocamente en un error. Y Colón tenía que encontrar un modo de demostrarlo, para que un rey le permitiera llevar sus naves hacia occidente para cumplir la voluntad de Dios.

Sería más simple, decía en sus oraciones silenciosas a la Santísima Trinidad, si enviarais un ángel para decírselo al rey de Portugal. ¿Por qué me elegisteis? Nadie me escuchará.

Pero Dios no le respondía. Por eso Colón seguía pensando y estudiando y tratando de calcular cómo demostrar lo que sabía debía ser verdad y sin embargo nadie había imaginado: que el mundo era mucho, mucho más pequeño, y el oeste y el este debían estar mucho más cerca de lo que los antiguos creían. Y como las únicas autoridades que los eruditos aceptarían eran los libros escritos por los antiguos, Colón tendría que encontrar, en alguna parte, escritores clásicos que hubieran descubierto lo que sabía que tenía que ser la verdad sobre el tamaño del mundo. Halló algunas ideas útiles en el Imago Mundi del cardenal d'Ailly, un compendio de obras de escritores antiguos, donde aprendió que Marino de Tiro había estimado que la gran masa de tierra del mundo no era de 180 grados, sino de 225, dejando que el océano ocupara solamente los 135 grados restantes. Eso seguía siendo demasiado lejos, pero resultaba prometedor. No importaba que Ptolomeo hubiera vivido y escrito después de Marino de Tiro, que hubiera examinado sus cálculos y los hubiera refutado. Marino ofrecía una imagen del mundo que le ayudaba a construir su caso para navegar hacia poniente y por eso era la mejor autoridad. También había algunas referencias valiosas de Aristóteles, Séneca y Plinio.

Entonces advirtió que esos escritores antiguos no conocían los descubrimientos realizados por Marco Polo en su viaje a Cathay. Añadir 28 grados de tierra para sus hallazgos, y luego otros 30 grados para compensar la distancia entre Cathay y la isla-nación de Cipango, y sólo quedaban 77 grados de océano por cruzar. Luego restar otros 9 grados al empezar su viaje en las Canarias, las islas suroccidentales que parecían el punto de partida más propicio para el tipo de viaje que Dios le había encomendado, y la flota de Colón sólo tendría que cruzar 68 grados de océano.

Seguía estando demasiado lejos. Pero sin duda había errores en las medidas de Marco Polo, en los cálculos de los antiguos. ¡Resta otros 8 grados, redúcelos sólo a 60! Sin embargo, seguía estando a una distancia imposible. Un sexto de lacircunferencia de la Tierra entre las Canarias y Cipango, y sin embargo eso continuaba significando un viaje de más de tres mil millas sin un puerto donde recalar. Por mucho que los interpretara o retorciera, Colón no podía hacer que los escritos de los antiguos apoyaran lo que sabía era verdad: que era cuestión de días o como máximo de semanas navegar desde Europa a los grandes reinos de Oriente. Tenía que haber más información. Otro escritor, tal vez. O algún hecho que hubiera pasado por alto. Algo que persuadiera a los eruditos de Lisboa para que respetaran su petición y recomendaran al rey Juan que diera a Colón el mando de una expedición.

Mientras tanto, Felipa se sentía obviamente ignorada y frustrada. Colón era vagamente consciente de que quería más de su tiempo y pensamientos, pero no podía concentrarse en las nimiedades que a ella le interesaban, no cuando Dios le había encargado una tarea de tan hercúleas dimensiones. No se había casado con ella para jugar a las casitas, y así se lo dijo. Tenía grandes obras que realizar. Pero no pudo explicar qué era esa gran obra, ni quién se la había encomendado, porque tenía prohibido decirlo. Así que vio cómo Felipa se sentía cada vez más herida mientras él se iba impacientando más y más ante su obvio deseo de compañía.

A Felipa la habían advertido innumerables veces de que los hombres eran exigentes e infieles, y estaba preparada para eso. ¿Pero qué ocurría con su esposo? Era la única dama disponible, y Diego debería tener un hermano o una hermana, pero Colón apenas parecía desearla.

—No se preocupa más que por las cartas y los mapas y los libros antiguos —se quejaba a su madre—. Eso y reunirse con pilotos y navegantes que hayan tenido o puedan tener acceso al rey.

Al principio Doña Moniz le aconsejó ser paciente, pues la insaciable lujuria de los hombres acabaría por derrotar la aparente indiferencia de Colón. Pero cuando eso no sucedió, tuvo que dar su consentimiento para que se mudaran del aislado Porto Santo a una casa que la familia poseía en Funchal, la ciudad más grande de la isla mayor de las Madeira. La teoría era que si Colón lograba satisfacer su ansia de mar, podría entonces volcar su atención hacia Felipa.

En cambio, se volvió aún más devotamente al mar, hasta que se convirtió en uno de los hombres más conocidos del puerto de Funchal. Ningún barco arribaba sin que Colón encontrara pronto acceso a bordo. Se hacía amigo de capitanes y navegantes, se fijaba en las cantidades de suministros cargadas y cuánto esperaban durar. De hecho, lo observaba todo.

—Si es un espía —le dijo a Doña Moniz uno de los capitanes que había sido amigo de su difunto esposo Perestrello— es bastante torpe, pues reúne información de manera abierta y ansiosa. Creo que simplemente ama el mar y desearía haber nacido portugués para poder unirse a las grandes expediciones.

—Pero no nació portugués, y por tanto no puede —respondió Doña Moniz—. ¿Por qué no se contenta? Tiene una buena vida con mi hija, o la tendría a poco que le prestara atención.

El viejo marino se echó a reír.

—Cuando a un hombre se le mete el mar en la sangre, ¿qué tiene una mujer que ofrecerle? ¿Qué es un niño? El viento es su mujer, los pájaros sus hijos. ¿Por qué lo mantenéis aquí en estas islas? Está rodeado por el mar constantemente, y sin embargo no puede navegar con libertad. Es genovés y por eso no podrá navegar a las nuevas aguas africanas. ¿Pero por qué no dejarle… no ayudarle a unirse a los viajes mercantes a otros lugares?

—Veo que en efecto os gusta este hombre de pelo blanco que hace que mi hija se sienta como una viuda.

—¿Una viuda? Medio viuda, tal vez. Pues hay tres tipos de hombres en el mundo: los vivos, los muertos y los marinos. Tendríais que recordarlo. Vuestro marido fue uno de ellos.

—Pero renunció al mar y se quedó en casa.

—Y murió —dijo el caballero, con brutal candor—. Vuestra Felipa tiene un hijo, ¿no? Pues entonces dejad que su marido vaya a ganarse la fortuna que transmitirá algún día a ese nieto vuestro. Está claro que al retenerlo aquí lo estáis matando.

Y así, dos años después de llegar a las islas de Madeira, Doña Moniz sugirió por fin que era hora de regresar a Lisboa. Colón empaquetó los libros y cartas de su suegro y se preparó ansiosamente para el viaje. Sin embargo, sabía mientras lo hacía que para Felipa había mucha menos esperanza. El viaje hasta Porto Santo había sido terrible para ella, incluso lleno de ilusión por su nuevo matrimonio como lo fue entonces. En esta ocasión no estaría embarazada… pero también había desesperado de hallar la felicidad con Colón. Lo que lo hacía todo más insoportable era que cuanto más se distanciaba él, más lo amaba ella. Lo oía hablar con otros hombres y su voz, su pasión, sus modales la cautivaban; lo veía estudiando libros que ella apenas podía comprender y se maravillaba por la brillantez de su mente. Escribía en los márgenes de los libros: ¡se atrevía a añadir sus palabras a las palabras de los antiguos! Habitaba en un mundo en el que ella nunca podría entrar, y sin embargo lo deseaba. Llévame contigo a esos extraños lugares, le decía en silencio. Pero el silencio con el que él le contestaba no estaba lleno de ansiedad, y si lo estaba era una ansiedad que no la incluía a ella ni al pequeño Diego. Así que sabía que el viaje de regreso a Lisboa no la acercaría a su marido, ni la alejaría. Nunca lo alcanzaría, en realidad. Tenía su hijo, pero cuanto más anhelaba al hombre, más se le escapaba, más se apartaba; y sin embargo, si no intentaba alcanzarlo, la ignoraría por completo; no había ningún camino que pudiera llevarla a la felicidad.