Colón lo veía en ella. No estaba tan ciego a sus necesidades como ella suponía. Simplemente, no tenía tiempo para hacerla feliz. Si se contentara con compartir su cama y con estar con él cada vez que se cansaba de estudiar, podría haberle dado algo. Pero demandaba mucho más: ¡que estuviera interesado (no, encantado) en todas las tonterías infantiles que hacía el incomprensible Diego! Que se preocupara por el chismorreo de las mujeres, que admirara su costura, que le importaran los tejidos que había elegido para su nueva túnica, que actuara contra un sirviente que se comportaba de forma perezosa e impertinente. Él sabía que si se interesaba por todas esas cosas la haría feliz…, pero también la animaría a distraerlo aún más con esas tonterías, y Colón simplemente no tenía tiempo para ello. Así que se apartaba, sin intención de herirla y al mismo tiempo haciéndolo, porque tenía que encontrar un medio de conseguir lo que Dios le había encargado.
Durante el viaje de regreso a Portugal, Felipa no se mareó tanto, pero permaneció en cama de todas formas, mirando absorta las paredes de su diminuto camarote. Ya nunca se recuperaría de esta enfermedad del corazón. Incluso en Lisboa, donde Doña Moniz esperaba que sus viejas amigas la alegraran, Felipa sólo consentía en salir de vez en cuando. En cambio, se dedicaba al pequeño Diego y pasaba el resto de su tiempo deambulando como un fantasma por su propia casa. Cuando Colón estaba de viaje o haciendo negocios en la ciudad, recorría las estancias como buscándolo; cuando estaba allí, se pasaba días acumulando valor para tratar de enzarzarlo en una conversación. Si él escuchaba amablemente o le pedía con cortesía que lo dejara solo para poder concentrarse en su trabajo, el final era el mismo. Felipa se iba a la cama y lloraba, pues no formaba parte de su vida en absoluto, y no conocía ningún medio para entrar en ella, y por eso lo amaba tanto más desesperadamente, y sabía con más seguridad que era algún defecto en ella lo que hacía que su marido no pudiera amarla.
La peor agonía era cuando la llevaba a alguna representación musical o a misa, o a cenar en la corte, pues Felipa sabía que el único motivo por el que él era aceptado entre los aristócratas de Lisboa era porque estaba casado con ella. La necesitaba en aquellas ocasiones y los dos teman que actuar como si fueran marido y mujer. Mientras tanto ella apenas podía evitar las lágrimas y gritarle a todo el mundo que su esposo no la amaba, que dormía con ella quizás una vez a la semana, dos veces al mes, y que incluso eso era sin genuino afecto. Si se hubiera permitido un estallido semejante, se habría sorprendido por la reacción de las otras mujeres: no de que tuviera tal relación con su marido, sino de que se extrañara de ello. Era casi la misma situación que la mayoría de ellas sufrían con sus esposos. Hombres y mujeres vivían en mundos separados; sólo se encontraban en la cama para engendrar herederos y en ocasiones públicas para aumentar su estatus en el mundo. ¿Por qué estaba tan molesta con eso? ¿Por qué no se limitaba a vivir como ellas lo hacían, una vida agradable de tranquilidad entre otras mujeres, atendiendo ocasionalmente a sus hijos y confiando siempre en los criados para que las cosas fueran más fáciles?
La respuesta, por supuesto, era que ninguno de sus esposos era Cristováo. Ninguno de ellos ardía con su fuego interno. Ninguno de ellos tenía una pasión tan profunda en el corazón para atraer a una mujer, aunque ese profundo pozo interior la ahogara y de él nunca manara nada, nada que pudiera nutrirla o saciar la sed de su amor.
Y Colón, por su parte, veía en Felipa cómo los años de matrimonio la envejecían, cómo sus labios se volvían hacia abajo en una mueca permanente, cómo pasaba cada vez más tiempo en cama con enfermedades sin nombre, y sabía que de algún modo él era la causa, que la estaba lastimando, y que no había nada que pudiera hacer al respecto, no si iba a cumplir su misión en esta vida.
Casi en cuanto regresó a Lisboa, Colón encontró el libro que estaba buscando. Los trabajos de un geógrafo árabe llamado Alfragano habían sido traducidos al latín, y Colón halló en ellos la herramienta perfecta para reducir aquellos últimos 60 grados a una distancia razonable. Si los cálculos de Alfragano se consideraban en millas romanas, entonces los 60 grados de distancia entre las Canarias y Cipango se reducirían a sólo dos mil millas náuticas en las latitudes que habría que navegar.
Con vientos favorables, que Dios sin duda le proporcionaría, el viaje podría hacerse en ocho días; dos semanas como máximo.
Ya tenía sus pruebas en términos que los eruditos podrían comprender. No se plantaría ante ellos con sólo su fe en una visión de la que no podía hablarles. Ya tenía a los antiguos de su lado, y no importaba que uno de ellos fuera musulmán, podría defender el caso de su expedición.
Por fin su matrimonio con Felipa dio sus frutos. Colón utilizó todos los contactos que había hecho y consiguió una oportunidad para presentar sus ideas en la corte. Se presentó atrevidamente ante el rey Juan, sabiendo que Dios ablandaría su corazón y le haría comprender que era Su santa voluntad que organizara esa expedición con Colón a la cabeza. Extendió sus mapas, con todos sus cálculos, mostrando a Cipango fácilmente al alcance, y Cathay a un breve viaje más allá. Los eruditos escucharon; el rey escuchó. Hicieron preguntas. Mencionaron las antiguas autoridades que contradecían la visión del tamaño de la Tierra y la proporción de tierra y agua que tenía Colón, y el genovés les respondió con paciencia y confianza.
—Ésta es la verdad —dijo. Hasta que uno de ellos replicó:
—¿Cómo sabéis que Marino tiene razón y Ptolomeo está equivocado?
Colón respondió:
—Porque si Ptolomeo tuviera razón este viaje sería imposible. Pero no es imposible, tendrá éxito, y por eso sé que Ptolomeo está equivocado.
Mientras lo decía, comprendió que la respuesta no lograría persuadirlos. Supo, al ver sus corteses movimientos de cabeza, sus miradas de soslayo al rey, que su consejo sería contrario. «Bueno —pensó—, he hecho cuanto he podido. Ahora está en manos de Dios.» Agradeció al rey su amabilidad, reafirmó su certeza de que la expedición cubriría a Portugal de gloria y la convertiría en el mayor reino de Europa, y acercaría a la cristiandad a infinitas almas, y se marchó.
Interpretó como signo alentador el que, mientras esperaba la respuesta del rey, le dieran permiso para unirse a una expedición comercial a la costa africana. No era un viaje de exploración, así que no se colocó ante sus ojos ningún gran secreto de la corona portuguesa. Con todo, era un signo de confianza y favor que le permitieran navegar hasta la fortaleza de Sao Jorge en La Mina. «El rey me está preparando para dirigir una expedición dejando que me familiarice con los grandes logros de la navegación portuguesa», pensó.
A su regreso aguardó ansiosamente la respuesta del rey, con la esperanza de que cualquier día le entregaran las naos, la tripulación y los suministros que necesitaba.
El rey dijo que no.
Colón quedó desolado. Durante días apenas comió o durmió. No sabía qué pensar. ¿No era éste el plan de Dios? ¿No le decía Dios a los reyes y príncipes lo que tenían que hacer? ¿Cómo podía entonces el rey Juan haberle rechazado?
«Fue por algo que hice mal. No tendría que haber pasado tanto tiempo tratando de demostrar que el viaje era posible; tendría que haber tratado de ayudar al rey a captar la visión de por qué el viaje era deseable, necesario. Por qué Dios quería que tuviera éxito. Actué a lo loco. Me preparé de modo insuficiente. Fui indigno.» Todas las explicaciones que se le ocurrían le hundían en una espiral dé desesperación.