Выбрать главу

—Sería más barato que me despidiera —contestó él—, pero me resultará más difícil ayudarlos en Juba si pierdo mi acceso al sistema informático de Vigilancia del Pasado.

Ella le miró con consternación apenas velada.

—¿Me estás diciendo que después de todo no eres un loco testarudo y engreído que pierde el tiempo?

—No garantizo nada. Puede que ésa acabe siendo la lista de epítetos en la que todos estén de acuerdo.

—Sin duda. Pero tienes tu permiso y podrás quedarte con nosotros hasta que esto se acabe.

—Espero que merezca la pena.

—Seguro —dijo ella—. Tu salario durante el permiso saldrá del presupuesto de ellos. —Le sonrió—. Me gustas, ¿sabes? Pero creo que no tienes clara la visión de lo que es Vigilancia del Pasado.

—No la tengo —dijo Hunahpu—. Quiero cambiarla.

—Buena suerte. Si resulta que eres un genio después de todo, recuerda que ni por un momento creí en ti.

—No se preocupe —dijo él con una sonrisa—. No lo olvidaré.

7

LO QUE PODRÍA HABER SIDO

Diko se encontró con Hunahpu en la estación de Juba. Fue fácil de reconocer, ya que era pequeño, de piel marrón clara y rasgos mayas. Se le veía plácido, allí de pie en el andén, tranquilo, mientras contemplaba lentamente la multitud. A Diko le sorprendió lo joven que parecía, aunque era consciente de que los indios de piel suave a menudo parecían jóvenes a ojos acostumbrados al físico de otras razas. Y, sobre todo en alguien de aspecto tan juvenil, resultaba sorprendente que no hubiera ningún atisbo de tensión en su rostro. Como si hubiera venido a este lugar un millar de veces antes. Como si estuviese observando un viejo panorama familiar, para ver cómo había cambiado, o no lo había hecho, en los años transcurridos desde su marcha. ¿Quién podría imaginar, al mirarlo, que su carrera estaba en juego, que nunca había viajado en toda su vida más allá de Ciudad de México, que estaba a punto de hacer una presentación que podría cambiar el curso de la historia? Diko le envidió aquella paz interior que le permitía tratar con la vida tan… tan firmemente.

Se acercó a él. Hunahpu la miró, sin que ni una sombra de expectación o de alivio en su rostro le delatara, aunque debió de reconocerla, debía de haber buscado su foto en los archivos de Vigilancia antes de ir hasta allí.

—Soy Diko —dijo ella, extendiendo ambas manos.

Él las sostuvo brevemente.

—Soy Hunahpu. Ha sido muy amable al venir a recibirme.

—No hay señales en las calles y soy mejor conductora que los taxistas. Bueno, tal vez no, pero cobro menos.

Él no sonrió. «Un tipo frío», pensó Diko.

—¿Tiene alguna maleta? —preguntó.

Él sacudió la cabeza.

—Sólo esto. —Hizo un gesto para indicar la pequeña bolsa que llevaba al hombro. ¿Era posible que sólo trajera una muda de ropa? Pero claro, viajaba de un clima tropical a otro, y no necesitaría útiles de afeitar (ser barbilampiño era parte de lo que hacía que los indios parecieran más jóvenes), y en cuanto a los papeles, habrían sido transmitidos electrónicamente. No obstante, la mayoría de la gente llevaba muchas más cosas cuando viajaba. Quizá se sabían inseguros y necesitaban rodearse de objetos familiares, o sentir que tenían muchas opciones cada día cuando se vestían, para no tener que verse tan asustados o sentirse tan faltos de poder. Obviamente, ése no era el caso de Hunahpu. Al parecer nunca sentía miedo alguno, o tal vez nunca se consideraba a sí mismo un extraño. «Qué notable sería —pensó Diko— sentirse en casa en cualquier lugar. Ojalá tuviera yo ese don.» Para su sorpresa, descubrió que lo admiraba aunque se sentía repelida por su frialdad.

Viajaron en silencio hasta el hotel. Él no hizo ningún comentario sobre su alojamiento.

—Bien —dijo ella—, supongo que querrá descansar para recuperarse del jet lag. El mejor consejo es dormir unas tres horas o así, y luego levantarse y comer inmediatamente.

—No tendré jet lag —contestó él—. Dormí en el avión. Y en el tren.

¿Durmió? ¿Camino de la entrevista más importante de su vida?

—Bueno, entonces querrá comer.

—Lo hice en el tren.

—Bueno, pues… ¿Cuánto tiempo necesitará antes de que empecemos?

—Puedo empezar ahora mismo —dijo. Se quitó la bolsa del hombro y la dejó sobre la cama. Había economía de movimientos en la forma en que lo hizo. No la arrojó con descuido ni la colocó con atención. En cambio, se movió de forma tan natural que pareció que la bolsa hubiera acudido hasta la cama por propia voluntad.

Diko se estremeció. No sabía por qué. Entonces advirtió que era por Hunahpu, por la forma en que estaba allí de pie sin nada en las manos, sin nada en el hombro, sin nada a lo que sujetarse o aferrarse. Había soltado el único accesorio que llevaba, y sin embargo parecía tan relajado y tranquilo como siempre. Eso la hizo sentir lo que experimentaba cada vez que alguien se acercaba demasiado al borde de un precipicio, una especie de horror empático. Nunca podría haber hecho eso. En un lugar extraño, sola, habría tenido que agarrarse a algo familiar. Un cuaderno. Una bolsa. Incluso un brazalete o un anillo o un reloj con los que pudiera juguetear. Pero ese hombre… parecía completamente tranquilo sin nada. Estaba segura de que podría quitarse las ropas y deambular desnudo por la vida sin mostrar signos de vulnerabilidad. Su perfecto autocontrol era irritante.

—¿Cómo lo hace? —preguntó, incapaz de detenerse.

—¿Hacer qué?

—Estar tan… tan tranquilo.

Él se lo pensó un instante.

—Porque no sé qué otra cosa hacer.

—Yo estaría aterrorizada. Llegar así a un lugar desconocido… Poner el trabajo de mi vida en manos extrañas.

—Sí —dijo él—. Yo también.

Ella le miró, sin entender lo que quería decir.

—¿Está asustado?

Él asintió. Pero su cara parecía tan plácida como antes, su cuerpo igual de relajado. De hecho, aunque reconocía estar aterrorizado, sus modales, su expresión irradiaban el mensaje opuesto: que estaba tranquilo, quizás un poco aburrido, pero no impaciente. Como si fuera un espectador que no estuviera interesado en los acontecimientos que iban a acontecer.

Y de repente los comentarios de la supervisora de Hunahpu empezaron a tener sentido. Había dicho que nunca parecía preocuparse por nada, ni siquiera por las cosas que más quería. Es imposible trabajar con él, pero buena suerte, había dicho. Sin embargo, no era como si Hunahpu fuera autista, incapaz de responder. Miraba lo que había a su alrededor y claramente registraba lo que veía. Era amable y prestaba atención cuando ella hablaba.

Bueno, no importaba. Era extraño, eso estaba claro. Pero había venido a exponer su tesis, y aquel momento era tan bueno como cualquier otro.

—¿Qué necesita? —preguntó—. ¿Para defender su caso? ¿Un TruSite?

—Y un terminal de red —respondió él.

—Entonces vamos a mi estación de trabajo.

—Pude convencer a Don Enrique de Guzmán —dijo Colón—. ¿Por qué únicamente los reyes son inmunes a mis argumentos?

El padre Antonio tan sólo sonrió y sacudió la cabeza.

—Cristóbal, todos los hombres educados son inmunes a vuestros argumentos. Son débiles, carecen de sentido. Tenéis en contra a todos los matemáticos y todos los antiguos que cuentan. Los reyes son inmunes a vuestros argumentos porque tienen acceso a hombres doctos que los hacen pedazos.

Colón se quedó estupefacto.

—Si creéis esto, padre Antonio, ¿entonces por qué me apoyáis? ¿Por qué soy bienvenido aquí? ¿Por qué me ayudasteis a persuadir a don Enrique?