Isabel reflexionó unos instantes.
—Ese hombre no tiene posesiones —dijo—. Si lo retenemos aquí, deberemos unirlo a la corte. —Miró a Quintanilla—. Debe permitírsele que viva como un caballero.
Él asintió.
—Ya le di una pequeña suma para que viviera mientras esperaba esta audiencia.
—Quince mil maravedíes de mi propio bolsillo —dijo la reina.
—¿Eso es para un año, majestad?
—Si requiere más de un año, volveremos a hablar del tema.
Hizo un gesto con la mano y desvió la mirada. Quintanilla se marchó. El cardenal Mendoza también se excusó y salió. Santángel se volvió para imitarlo, pero ella lo llamó.
—Luis —dijo.
—Majestad.
Esperó hasta que el cardenal Mendoza terminó de marcharse.
—Qué extraordinario que el cardenal Mendoza decidiera escuchar todo lo que ese Colón tenía que decir.
—Es un hombre notable —dijo Santángel.
—¿Quién? ¿Colón o Mendoza?
Como el propio Santángel no estaba seguro, no tenía ninguna respuesta preparada.
—Lo habéis escuchado, Luis Santángel, y sois un hombre obstinado. ¿Qué pensáis de él?
—Creo que es un hombre honrado. Aparte de eso, ¿quién puede saberlo? Océanos, barcos de vela y reinos al este… no sé nada de eso.
—Pero sabéis cómo juzgar cuándo un hombre es honrado.
—No ha venido a robar los cofres reales —dijo Santángel—. Y sentía cada palabra que os ha dicho hoy. De eso estoy seguro, majestad.
—Yo también —dijo la reina—. Espero que pueda defender su caso ante los eruditos.
Santángel asintió. Y entonces, contra su mejor juicio, añadió un osado comentario.
—Los eruditos no lo saben todo, majestad.
Ella alzó las cejas. Luego sonrió.
—También os ha ganado a vos, ¿verdad?
Santángel se ruborizó.
—Como decía… creo que es un hombre honrado.
—Los hombres honrados tampoco lo saben todo.
—En mi línea de trabajo, majestad, he llegado a considerar que un hombre honrado es una preciosa rareza, mientras que los eruditos abundan.
—¿Y eso es lo que le diréis a mi esposo?
—Vuestro esposo —dijo él con cuidado— no me hará las mismas preguntas que vos.
—Entonces acabará sabiendo menos de lo que debería saber, ¿no creéis?
Era lo máximo que la reina Isabel podía decir para admitir abiertamente la rivalidad entre las dos coronas de España, a pesar de la cuidadosa armonía de su matrimonio. No valdría para nada que Santángel se comprometiera en una pregunta tan peligrosa.
—No soy capaz de imaginar qué deben saber los soberanos.
—Ni yo tampoco —dijo la reina en voz baja. Apartó la mirada, mientras un aire de melancolía cruzaba su rostro—. No será bueno para mí verlo demasiado a menudo —murmuró. Entonces, como si recordara que Santángel estaba allí, lo despidió con un gesto.
Él se marchó de inmediato, pero las palabras de la reina permanecieron fijas en su mente. No será bueno verlo demasiado a menudo. Así que Colón la había impresionado más de lo que imaginaba. Bueno, eso era algo que el rey no tenía necesidad de saber. No había ningún motivo para decirle al soberano algo que acabaría con el pobre genovés muerto en una noche oscura con un cuchillo entre las costillas. Santángel le diría al rey Fernando sólo lo que éste preguntara: ¿merecia la pena invertir en la idea de Colón? Y a eso, Santángel respondería sinceramente que en ese momento era más de lo que la corona podía permitirse, pero que dentro de algún tiempo, cuando la guerra hubiera concluido con éxito, podría ser factible e incluso deseable, si se juzgaba que tenía alguna posibilidad de éxito.
Y mientras tanto, no había necesidad de preocuparse por la última observación de la reina. Era una mujer cristiana y una reina astuta. No pondría en peligro su puesto en la eternidad o en el trono por un breve capricho con este genovés de pelo blanco; ni Colón parecía tan loco para buscar una loca aventura donde convertirse en favorito. Sin embargo, Santángel se preguntaba si en el fondo de la mente de Colón no habría una leve esperanza de ganar más que la mera aprobación de la reina.
Bueno, ¿qué importancia tenía? No llegaría a nada. Si Santángel era un juez de hombres, estaba seguro de que el cardenal Mendoza había dejado la corte esa noche decidido a que el examen de Colón fuera un infierno. Los argumentos del pobre hombre acabarían hechos pedazos; después de que los eruditos terminaran con él, sin duda marcharía de Córdoba avergonzado.
«Lástima —pensó Santángel—. Había empezado bien.»
Y entonces pensó: «Quiero que tenga éxito. Quiero que consiga sus navios y realice su viaje. ¿Qué me ha hecho? ¿Por qué debería importarme? Colón me ha seducido igual que ha seducido a la reina.»
Se estremeció ante su propia fragilidad. Creía que era más fuerte.
Para Hunahpu quedó claro desde el principio que a Kemal le molestaba tener que perder el tiempo escuchando a aquel joven mexicano desconocido. Se mostró distante e impaciente. Pero Tagiri y Hassan fueron bastante agradables, y cuando Hunahpu miró a Diko advirtió que estaba completamente tranquila; su sonrisa fue cálida y alentadora. Quizá Kemal era siempre así. «Bueno, no importa —pensó Hunahpu—. Lo que importa es la verdad.» Y Hunahpu la tenía, o al menos más verdad de lo que nadie había logrado recopilar todavía respecto a esos asuntos.
Tardó una hora en exponer todo lo que le había mostrado a Diko en la mitad de tiempo, sobre todo porque al principio Reinal no paraba de interrumpirlo, desafiando sus declaraciones. Pero a medida que fue pasando el tiempo, cuando quedó claro que todo lo que cuestionaba Kemal era resuelto mediante pruebas que Hunahpu pretendía incluir un poco más tarde en su presentación, la hostilidad empezó a menguar y se le permitió continuar con menos preguntas.
Había alcanzado el punto al que había llegado con Diko, y como para recalcar ese hecho ella acercó su silla a la zona de visión del TruSite II. Los otros que habían observado el día anterior también mostraron más atención.
—Les he mostrado que los taráscanos tenían la tecnología para establecer un imperio más dominante que el mexica, y los tlaxcalanos buscaban esa tecnología. Su pugna por la supervivencia los había vuelto más abiertos a la novedad… lo vimos un poco después, por supuesto, cuando se aliaron con Cortés. Pero esto no fue todo. Los zapotecas de la costa norte del istmo de Tehuantepec también estaban desarrollando una nueva tecnología.
De repente el TruSite II empezó a mostrar la construcción de unos barcos. Hunahpu les enseñó la canoa habitual de los tainos y caribes de las islas del este y luego las diferencias con los nuevos barcos que estaban construyendo los zapotecas.
—Timones —dijo, y todos observaron que la caña del timón estaba siendo transformada en un aparato más eficaz—. Y ahora, miren cómo hacen los barcos más grandes.
En efecto, los zapotecas estaban consiguiendo una capacidad de transporte mayor de lo que sería posible con una canoa tallada a partir de un solo árbol. Al principio consistía en amplias planchas montadas sobre los costados de la canoa que se extendían hacia afuera, pero esto hacía que el bote fuera inseguro, fácil de volcar. Una solución mejor fue dar forma a un segundo árbol en extensión vertical a los lados de la canoa, sujeto al casco por el uso de agujeros abiertos en los lados. Para que fuera estanco al agua cubrían las superficies de savia antes de unirlas, creando una especie de engrudo que las sujetaba.
—Ingenioso —dijo Kemal.
—Duplica la capacidad de los barcos. Pero los frena también… tienden a encallarse. Pero lo que importa es que han aprendido a unir la madera y hacerla resistente al agua. La construcción con un solo árbol se ha acabado. Sólo es cuestión de tiempo antes de que las canoas originales de un árbol se conviertan en la quilla, y se usen tablas para crear un casco más ancho.