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—¿De verdad pretendes enviar a alguien al pasado? —preguntó Kemal.

—A una persona, o a varias —respondió Tagiri—. Una persona podría enfermar o tener un accidente, podrían matarla. Enviar a varias personas redundaría en beneficio de nuestros esfuerzos.

—Entonces debo ser una de esas personas —dijo Kemal.

—¿Qué? —exclamó Hassan—. ¡Tú! ¡El que cree que no deberíamos intervenir!

—Nunca he dicho eso. Sólo dije que era estúpido intervenir cuando no teníamos forma de controlar las consecuencias. Si vais a enviar un equipo al pasado, quiero ser uno de sus miembros. Para poder asegurarme de que vaya bien. Para que pueda asegurarme de que merece la pena hacerlo.

—Creo que tienes una idea desproporcionada de tu propia capacidad de juicio —dijo Hassan, enfadado.

—Absolutamente —respondió Kemal—. Pero lo haré de todas formas.

—Si es que alguien va —intervino Tagiri—. Tenemos que examinar el escenario de Hunahpu y recopilar más pruebas. Entonces, sea cual fuere la imagen que obtengamos, debemos planear cuáles serán nuestros cambios. Mientras tanto, tenemos científicos trabajando con nuestra máquina… pero haciéndolo con confianza, porque hemos visto que un objeto físico puede ser enviado a través del tiempo. Cuando todos esos proyectos estén completos… cuando tengamos el poder de viajar en el tiempo, cuando sepamos exactamente qué es lo que intentamos conseguir, y cuando sepamos exactamente cómo pretendemos conseguirlo… entonces haremos público nuestro informe y la decisión de hacerlo será de todos. De todo el mundo.

Colón llegó a casa después de oscurecer, helado y extenuado… no por el trayecto, pues no vivía lejos, sino por las interminables preguntas y cuestiones y argumentos. Había ocasiones en que simplemente anhelaba decir: «Padre Talavera, os he dicho todo lo que se me ocurre. No tengo más respuestas. Haced vuestro informe.» Pero como le habían advertido los franciscanos de La Rábida, eso significaría el final de sus posibilidades. El informe de Talavera sería devastador y concienzudo, y no quedaría ninguna rendija por la que pudiera escapar con navios y tripulación y suministros para un viaje.

Incluso había ocasiones en que Colón quería agarrar al paciente, metódico e inteligente sacerdote y decirle: «¿No sabéis que veo exactamente lo imposible que os parece? ¡Pero el propio Dios me dijo que debo navegar hacia poniente para alcanzar los grandes reinos de Oriente! ¡Así que mi razonamiento debe ser cierto, no porque tenga pruebas, sino porque tengo la palabra de Dios!»

Naturalmente, nunca sucumbió a esa tentación. Aunque esperaba que si le acusaban de herejía Dios intervendría y detendría a los sacerdotes antes de que lo quemaran, no quería poner a Dios a prueba en esto. Después de todo, le había dicho que no se lo contara a nadie, y por eso apenas podía esperar una intervención milagrosa si su propia impaciencia lo ponía en peligro de ir a la hoguera.

Así, los días y las semanas y los meses iban quedando atrás, y parecía que el camino que tenía por delante tendría muchos días y semanas y meses (¿por qué no años?) antes de que por fin Talavera dijera: «Parece que Colón sabe más de lo que dice, pero debemos hacer nuestro informe y acabar.» ¿Cuántos años? Colón se cansaba sólo de pensarlo. ¿Seré como Moisés? ¿Conseguiré la aprobación para dirigir la flota cuando sea tan viejo que sólo podré quedarme en la costa y verla zarpar? ¿No veré nunca la tierra prometida?

En cuanto colocó la mano sobre la puerta, ésta se abrió de golpe y Beatriz lo recibió con un abrazo sólo levemente entorpecido por su grueso vientre.

—¿Estás loca? —preguntó Colón—. Podría haber sido cualquiera, y abres la puerta sin preguntar siquiera quién es.

—Pero eras tú, ¿no? —dijo ella, besándolo.

Él extendió la mano, cerró la puerta, y luego consiguió zafarse del abrazo lo suficiente para correr el cerrojo.

—No haces ningún bien a tu propia reputación dejando que toda la calle vea que me esperas en mis aposentos y recibiéndome a besos.

—¿Crees que toda la calle no lo sabe ya? ¿Sabes que incluso los niños de dos años saben ya que Beatriz lleva en su vientre al hijo de Cristóbal?

—Entonces deja que me case contigo.

—Lo dices, Cristóbal, sólo porque sabes que diré que no.

Él protestó, pero en su corazón sabía que ella tenía razón.

Había prometido a Felipa que Diego sería su único heredero, y por eso difícilmente podría casarse con Beatriz y legitimar a su hijo. Aparte de eso, estaba el razonamiento que ella usaba, y era correcto.

Lo recitó también entonces.

—No puedes echarte encima la carga de una esposa y un hijo cuando la corte se traslade a Salamanca en primavera. Además, ahora te presentas en la corte como un caballero emparentado con la nobleza y la realeza de Portugal. Eres viudo de una mujer de alta cuna. Pero cásate conmigo, ¿y qué serás? El marido de una prima de mercaderes genoveses. Eso no te convertirá en caballero. Creo que la marquesa de Moya tampoco querrá nada contigo.

Ah, sí, su otro «asunto del corazón», la buena amiga de la reina Isabel, la marquesa. En vano le había explicado a Beatriz que Isabel era tan pía que no toleraría ninguna insinuación de que Colón tenía relaciones con su amiga. Beatriz estaba convencida de que Colón se acostaba regularmente con ella; fingía con mucho esfuerzo que no le importaba.

—La marquesa de Moya es para mí una amiga y una ayuda, porque está cerca de la reina y cree en mi causa —dijo Colón—. Pero lo único que encuentro hermoso en ella es su nombre.

—¿De Moya? —se burló Beatriz.

—Su nombre de pila —dijo Colón—. Beatriz, igual que tú. Cuando oigo pronunciar ese nombre, me llena de amor, pero sólo hacia ti. —Colocó la mano sobre su vientre—. Lamento haberte cargado con esto.

—Tu hijo no es ninguna carga para mí, Cristóbal.

—Nunca podré legitimarlo. Si gano títulos y fortuna, pertenecerán al hijo de Felipa, Diego.

—Tendrá como herencia la sangre de Colón, y mi amor y el amor que tú me diste.

—¿Y si fracaso, Beatriz? ¿Y si no hay viaje, y por tanto no hay fortuna ni títulos? ¿Qué será tu hijo entonces? El bastardo de un aventurero genovés que trató de implicar a las cabezas coronadas de Europa en un loco plan para navegar a los extremos desconocidos del mar.

—Pero no fracasarás —dijo ella, acurrucándose junto a él—. Dios está contigo.

«¿Lo está? —pensó Colón—. ¿O cuando sucumbí a tu pasión y me uní a ti en la cama me privó del favor de Dios ese pecado que ni siquiera ahora tengo la fuerza de evitar? ¿Debería repudiarte y arrepentirme de haberte amado, para recuperar su favor? ¿O debo olvidar mi juramento a Felipa y seguir el peligroso camino de casarme contigo?»

—Dios está contigo —repitió ella—. Dios te entregó a mí. Debes olvidar el matrimonio por el bien de tu gran misión, pero sin duda Dios no pretendía que fueras sacerdote, célibe y sin amor.

Ella siempre había hablado de esta forma, incluso al principio, así que entonces Colón se preguntó si Dios le había dado por fin a alguien con quien poder hablar sobre su visión en la playa cercana a Lagos. Pero no, ella no sabía nada de eso. Sin embargo, su fe en el origen divino de su misión era fuerte, y le apoyaba cuando se sentía más desanimado.

—Debes comer —pidió—. Tienes que recuperar fuerzas para tu justa con los sacerdotes.

Tenía razón, él estaba hambriento. Pero primero la besó, porque sabía que ella necesitaba creer que le importaba más que nada, más que la comida, más que su causa. Y mientras la besaba pensó: «Si tan sólo hubiera tenido este cuidado con Felipa. Si hubiera pasado el poco tiempo necesario para tranquilizarla, no habría desesperado y habría muerto tan joven, o si hubiera muerto de todas formas, su vida habría sido más feliz hasta ese día. Habría sido tan fácil, pero yo no lo sabía.