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—Lo sé —dijo Diko—. Lo supe antes que tú. No tienes que convencerme.

—Oh.

—Eres un hipócrita —dijo ella, con cierta emoción—. Estabas dispuesto a ir tú, y a dejarme aquí. Tenías la loca idea de que nos casaríamos y tendríamos un bebé, y que yo me quedaría por si había un futuro aquí mientras tú retrocedías en el tiempo y cumplías tu destino.

—No. En realidad, nunca pensé en el matrimonio.

—¿Entonces qué, Hunahpu? ¿Escabullimos para una sórdida cita? No soy tu Beatriz, Hunahpu. Tengo trabajo que hacer. Y al contrario que los europeos y, al parecer, también que los indios, sé que aparearme con alguien sin el matrimonio es una repulsa a la comunidad, una negativa a tomar el papel adecuado dentro de la sociedad. No me aparearé como un animal, Hunahpu. Cuando me case será como un ser humano. Y no será en esta corriente temporal. Si llego a casarme, será en el pasado, porque es el único lugar donde tendré un futuro.

Él la escuchó, dolorido.

—La posibilidad de que los dos vivamos lo suficiente para encontrarnos allí es pequeña, Diko.

—Y por eso, amigo mío, rechazo todas tus invitaciones para extender nuestra amistad más allá de estas paredes. No hay futuro para nosotros.

—¿Es el futuro, es el pasado lo único que te importa? ¿No tienes un poco de espacio para el presente?

Una vez más, las lágrimas corrieron por las mejillas de Diko.

—No —dijo.

Él extendió la mano y le secó las lágrimas con los pulgares, luego lloró también.

—No amaré a nadie más que a ti —dijo.

—Eso dices ahora. Pero te libero de esa promesa y te perdono ya por el hecho de que amarás a alguien, y te casarás, y si nos encontramos allí, seremos amigos y nos alegraremos de vernos y no lamentaremos ni por un instante no haber actuado alocadamente ahora.

—Lo lamentaremos, Diko. Al menos yo lo haré. Lo lamento ahora y lo lamentaré entonces, y siempre. Porque nadie que conozcamos en el pasado comprenderá qué y quiénes somos realmente, no como nosotros nos comprendemos ahora. Nadie en el pasado habrá compartido nuestros objetivos y habrá trabajado tan duro para ayudarnos a conseguirlos como hemos hecho el uno por el otro. Nadie te conocerá y te amará como yo. Y aunque tengas razón y no haya futuro para nosotros, yo preferiría enfrentarme al futuro que tenga con el recuerdo de saber que nos tuvimos uno al otro durante un tiempo.

—¡Entonces eres un loco romántico, como dice mi madre!

—¿Ella ha dicho eso?

—Nunca se equivoca. También dijo que nunca tendría un amigo mejor que tú.

—Tenía razón, entonces.

—Sé mi fiel amigo, Hunahpu —dijo Diko—. Nunca vuelvas a hablarme de esto. Trabaja conmigo, y cuando llegue el momento de ir al pasado, ven conmigo. Deja que nuestro matrimonio sea el trabajo que hacemos juntos, y que nuestros hijos sean el futuro que construiremos. Déjame acudir al marido que encuentre sin los recuerdos de otro marido o de otro amante. Deja que me enfrente a mi futuro con confianza en tu amistad en vez de con culpa, ya sea por rechazarte o por aceptarte. ¿Harás eso por mí?

«No —gritó Hunahpu en silencio—. Porque no es necesario, no tenemos que hacerlo, podemos ser felices ahora y seguir siéndolo en el futuro y estás equivocada, completamente equivocada al respecto.»

Excepto que si ella creía que el matrimonio o un romance la haría infeliz, entonces así sería, y por eso tenía razón (por su parte) y amarle sería una cosa mala… para ella. ¿Él la amaba o simplemente quería poseerla? ¿Se preocupaba por su felicidad o sólo quería satisfacer sus propias necesidades?

—Sí —dijo Hunahpu—. Haré eso por ti.

Fue entonces, y sólo entonces, que ella le besó, se inclinó hacia él y lo besó en los labios, no brevemente, pero tampoco con pasión. Con amor, con simple amor. Un solo beso, y luego se marchó y le dejó desolado.

8

NEGROS FUTUROS

El padre Talavera había escuchado todos aquellos argumentos elocuentes, metódicos, a veces desapasionados, pero sabía desde el principio que tendría que tomar la decisión final sobre Colón en persona. ¿Cuántas veces habían escuchado a Colón, y le habían acosado también, hasta cansarse todos de las mismas conversaciones interminablemente repetidas? Durante muchos años, desde que la reina le pidió que dirigiera los exámenes a las propuestas de Colón, nada había cambiado. Maldonado seguía pareciendo considerar como una afrenta la misma existencia de Colón, mientras que Deza parecía casi embelesado con el genovés. Los demás se alineaban tras uno u otro o, como el propio Talavera, permanecían neutrales.

O más bien, parecían neutrales. Simplemente se agitaban como la hierba, danzando según el viento que soplara. Cuántas veces habían acudido a él en privado y pasado largos minutos (a veces horas) explicando sus puntos de vista, que siempre se resumían en lo mismo: estaban de acuerdo con todo el mundo.

«Sólo yo soy verdaderamente neutral —pensó Talavera—. Sólo yo no me dejo manipular por ningún argumento. Sólo yo puedo escuchar a Maldonado recuperar frases de antiguas y olvidadas escrituras de lenguajes tan oscuros que posiblemente nadie los habló jamás excepto el propio escritor original… sólo yo puedo escucharlo y oír únicamente la voz de un hombre que está decidido a no permitir que la más leve idea nueva rompa su perfecta comprensión del mundo. Sólo yo puedo escuchar a Deza pontificando sobre la inteligencia de Colón para encontrar verdades pasadas por alto por los eruditos y oír únicamente la voz de un hombre que ansiaba ser un caballero errante de los romances, campeón de una causa que es noble sólo porque él la abandera.

»Sólo yo soy neutral, porque sólo yo comprendo la absoluta estupidez de toda la conversación. ¿Cuál de todos los antiguos que citan con tanta certeza fue elevado por la mano de Dios para ver la Tierra desde un adecuado puesto de observación? ¿Cuál de ellos recibió una regla de la mano de Dios para tomar una medida exacta del diámetro de la Tierra?

»Ninguno sabía nada. El único intento serio de medición, hecho más de mil años antes, podría haber quedado desastrosamente lastrado por la más diminuta inconsistencia en las observaciones originales. Todos los argumentos del mundo no podrían cambiar el hecho de que toda lógica construida sobre suposiciones llevaría a conclusiones también supuestas.»

Naturalmente, Talavera nunca podría decirle esto a nadie. No había ascendido a su posición de confianza expresando libremente su escepticismo sobre la sabiduría de los antiguos. Al contrario: todos los que lo conocían estaban seguros de que era completamente ortodoxo. Había trabajado duro para asegurarse de que tuvieran esa opinión de él. Y en cierto modo tenían razón. Simplemente, definía la ortodoxia de forma muy distinta a los otros.

Talavera no depositaba su fe en Aristóteles o Ptolomeo. Ya sabía lo que el examen de Colón estaba demostrando con tan agónicos detalles: por cada antigua autoridad había otra autoridad contradictoria igual de antigua y (según sospechaba) igual de ignorante. Que los otros eruditos sostengan que Dios le susurró a Platón mientras escribía el Simposium; Talavera sabía que no. Aristóteles era sabio, pero sus ingeniosas frases no tenían por qué ser más ciertas que las opiniones de otros hombres sabios.

Talavera ponía su fe sólo en una persona: Jesucristo. Sus palabras eran las únicas que le importaban, Su causa la única causa que sacudía su alma. Todas las otras causas, todas las otras ideas, todos los otros planes o partidos o facciones o individuos, habían de ser juzgadas a la luz de cómo ayudarían o retrasarían la causa de Cristo. Talavera había comprendido al principio de su carrera en la Iglesia que los monarcas de Castilla y Aragón eran buenos para la causa de Cristo, y por eso se alineaba en su campo. Descubrieron que era un valioso servidor porque era diestro manejando los recursos de la Iglesia en su apoyo.