—¿Eso es lo que era? ¿Acaso las busconas se acuestan gratis con los hombres que les dicen cosas bonitas?
—Nada de busconas, señora. Esa poesía no es para aquellas que pueden ser poseídas con simple dinero.
—¿Poesía?
—Vos sois mi carabela, con velas hinchadas…
—Cuidado con vuestras referencias náuticas, amigo mío.
—Velas hinchadas, y los brillantes estandartes rojos de vuestros labios danzando mientras habláis.
—Sois muy ingenioso. ¿O no vais improvisando sobre la marcha?
Lo improviso. Ah, vuestro aliento es el bendito viento por el que rezan todos los marineros, y la vista de vuestro timón deja a este pobre marinero con el mástil tenso…
Ella le abofeteó en la cara, pero sin intención de hacerle daño.
Comprendo que mi poesía es mala.
—Besadme, Cristóbal. Creo en vuestra misión, pero si nunca regresáis quiero al menos un beso para poder recordaros.
Así que él la besó, dos veces. Pero entonces se despidió de ella, y regresó para ultimar los preparativos de su viaje. Todo estaba en manos de Dios; cuando estuviera terminado, sería el momento de recolectar las recompensas terrenales. ¿Aunque quién podría decir, después de todo, que ella no suponía una recompensa del cielo? Era Dios, al fin y al cabo, quien la había convertido en viuda, y quizá Dios también quien, contra toda probabilidad, la había hecho amar a este hijo de un tejedor genovés.
La vio, o le pareció verla (¿quién más podría haber sido?), agitando un pañuelo escarlata como si fuera un estandarte desde el parapeto del castillo cuando sus carabelas zarparon por fin. Alzó la mano para saludarla y entonces volvió el rostro hacia el oeste. No miraría de nuevo hacia el este, hacia Europa, hacia el hogar, no hasta que hubiera conseguido lo que Dios le había enviado a hacer. El último de los obstáculos, sin duda, ya había quedado atrás. Diez días de navegación y desembarcaría en Catay o en la India, en las Islas de las Especias o en Cipango. Nada lo detendría ahora, pues Dios estaba con él, como lo había estado desde aquel día en la playa cuando se le apareció y le dijo que olvidara sus sueños de una cruzada.
—Tengo un trabajo más importante para ti —dijo Dios entonces, y por fin Colón estaba cerca de la culminación de ese trabajo. Le llenaba como un vino, le llenaba como la luz, le llenaba como el viento hinchaba las velas sobre su cabeza.
2
ESCLAVOS
Aunque Tagiri no retrocedió personalmente en el tiempo, sí es cierto que fue ella quien dejó aislado a Cristóbal Colón en la isla de La Española y cambió para siempre el rostro de la historia. Pese a que nació siete siglos después del viaje de Colón y nunca salió de su continente natal de África, encontró un medio de volver atrás y sabotear la conquista europea de América. No fue un acto de malicia. Algunos dijeron que fue como corregir una dolorosa hernia en un niño con lesión cerebraclass="underline" en el fondo, el niño seguiría estando severamente limitado, pero no sufriría tanto. Pero Tagiri lo veía de otra manera.
—La historia no es preludio —dijo en una ocasión—. El sufrimiento de la gente en el pasado no se justifica porque todo hubiera acabado lo suficientemente bien cuando nosotros aparecimos. Su sufrimiento cuenta tanto como nuestra paz y felicidad. Nos asomamos a nuestras ventanas doradas y sentimos pena por las escenas de sangre y muerte, de plagas y hambrunas que se desarrollan en las inmediaciones. Cuando creíamos que era imposible retroceder en el tiempo y hacer cambios podíamos tener excusas para derramar una lágrima por ellos y continuar con nuestras felices vidas. Pero ahora que sabemos que está en nuestro poder ayudarlos, si nos darnos la vuelta y dejamos que su sufrimiento continúe, nuestra época no será una edad dorada, y nuestra felicidad quedará envenenada. La buena gente no deja que los demás sufran sin necesidad.
Lo que pedía era difícil, pero algunos estaban de acuerdo con ella. No muchos, pero los suficientes.
Nada en su familia, sus raíces o su educación indicaba que, un día, al deshacer un mundo, crearía otro. Como la mayor parte de los jóvenes que se unían a Vigilancia del Pasado, el primer uso que Tagiri dio al tempovisor fue seguir a su propia familia hacia atrás, generación a generación. Era vagamente consciente de que, como novicia, sería observada durante su primer año. ¿Pero no le habían dicho que mientras aprendía a controlar y sintonizar la máquina («es un arte, no una ciencia») podría explorar todo lo que quisiera? No le habría molestado saber que sus superiores menearon afirmativamente la cabeza cuando quedó claro que estaba siguiendo su línea materna hacia atrás, hacia la aldea Dongotona a orillas del río Koss. Aunque era de razas mezcladas, como cualquier otra persona en el mundo de su época, había escogido el linaje que más le importaba, del que derivaba su identidad. Dongotona era el nombre de su tribu y el del país montañoso donde vivía, y la aldea de Ikoto era el antiguo hogar de sus antepasados.
Era difícil aprender a usar el tempovisor. Aunque la ayuda por ordenador era extraordinaria, de forma que llegar al lugar y tiempo exacto deseados era preciso y se producía en cuestión de minutos, no había aún ninguna máquina capaz de superar lo que los vigilantes del pasado llamaban «problema significante». Tagiri escogía un punto de observación en la aldea, cerca del camino principal que serpenteaba entre las casas, y establecía un marco temporal, por ejemplo una semana. El ordenador escrutaba el paso humano y grababa todo lo que sucedía dentro de la cobertura del punto de observación.
Todo esto requería solamente minutos… y enormes cantidades de electricidad, pero se hallaban en los albores del siglo veintitrés y la energía solar era barata. Lo que consumió las primeras semanas de Tagiri fue sortear las conversaciones vacías, los acontecimientos sin significado. No es que parecieran vacíos o carentes de importancia al principio. Cuando empezó, Tagiri escuchaba cualquier conversación y se quedaba embelesada. ¡Eran personas reales, de su propio pasado!
Algunos de ellos sin duda eran antepasados suyos, y tarde o temprano averiguaría cuáles eran. Mientras tanto, le encantaba todo… las muchachas flirteando, los ancianos quejándose, las mujeres cansadas pegando a niños malcriados. ¡Oh, aquellos niños! Aquellos niños hambrientos llenos de vida y cubiertos de hongos, demasiado jóvenes para saber que eran pobres y demasiado pobres para saber que no todos en el mundo se levantaban con hambre por la mañana y se acostaban igual por la noche. ¡Eran tan vitales, tan despiertos!
En unas pocas semanas, Tagiri se topó con el problema significante. Después de observar a unas docenas de muchachas tonteando, sabía que todas las chicas de Ikoto tonteaban más o menos de la misma forma. Después de observar unas pocas docenas de castigos, amenazas, peleas y caricias entre los niños, se dio cuenta de que había visto todas las variantes de castigos, amenazas, peleas y caricias que podría ver. Aún no se había encontrado ningún medio para que los ordenadores de Tempovisión reconocieran la conducta humana inusitada e impredecible. Ya había sido bastante difícil programarlos para que reconocieran el movimiento humano; en los primeros días, los vigilantes del pasado habían tenido que observar interminables paisajes y bandadas de aves y grupos de lagartos y ratones antes de poder ver unas cuantas interacciones humanas.
Tagiri encontró su propia solución: una solución minoritaria, pero los que la observaban no se sorprendieron de que fuera una de las que emprendían esta ruta. Donde la mayoría de los vigilantes del pasado recurrían a aproximaciones estadísticas en su investigación, llevando la cuenta de distintas conductas y escribiendo luego trabajos sobre pautas culturales, Tagiri tomó el camino contrario, y empezó por seguir a un individuo desde el principio hasta el final de su vida. No buscaba pautas, sino historias.