Su técnica era sencilla: ver qué quieren y necesitan los monarcas para apoyar su esfuerzo de hacer de España un reino cristiano, expulsando a los infieles de todo poder o influencia, y luego interpretar todos los textos pertinentes para mostrar cómo las Escrituras, la tradición de la Iglesia y todos los antiguos escritores coincidían en el apoyo al curso que los monarcas habían decidido seguir. Lo gracioso (o, cuando estaba de otro humor, lo triste) era que nadie había advertido jamás su método. Cuando invariablemente citaba a los eruditos que apoyaban la causa de Cristo y los monarcas de España, todos asumían que por supuesto el curso que los monarcas seguían era el adecuado, no que Talavera hubiera manipulado astutamente los textos. Era como si no advirtieran que los textos podían ser manipulados.
Y sin embargo, todos manipulaban e interpretaban y transformaban las antiguas escrituras. Sin duda Maldonado lo hacía para defender sus propias y elaboradas preconcepciones, y Deza igual para atacarlas. Pero ninguno parecía saber que esto era lo que hacían. Pensaban que estaban descubriendo la verdad.
¡Cuántas veces había deseado Talavera hablarles con total desprecio! «Aquí está la única verdad que importa, quería decirles: España se halla en guerra, purificando Iberia como tierra cristiana. El rey ha dirigido esta guerra con destreza y paciencia, y vencerá, expulsando a los moros de Iberia. La reina pone ahora en movimiento lo que los ingleses hicieron sabiamente hace años: la expulsión de los judíos de su reino.» (No es que los judíos fueran peligrosos en sí mismos. Talavera no sentía ninguna simpatía hacia la fanática creencia de Torquemada en los malvados planes de los judíos. No, tenían que ser expulsados porque mientras los cristianos más débiles pudieran mirar alrededor y ver a los infieles prosperando, verlos casarse y tener hijos y vivir vidas normales y decentes, no serían firmes en su fe de que sólo en Cristo existe la felicidad. Los judíos tenían que irse, igual que los moros.)
¿Y qué quería Colón? Navegar hacia poniente. ¿Y qué? Aunque tuviera razón, ¿qué conseguiría? ¿Convertir a los paganos de una tierra remota cuando la propia España no estaba aún unida en la cristiandad? Eso sería maravilloso y merecería el esfuerzo… siempre que no interfiriera de modo alguno en la guerra contra los moros. Así, mientras los demás discutían sobre el tamaño de la Tierra y la franqueabilidad de la mar océana, Talavera estaba siempre sopesando asuntos mucho más importantes. ¿Qué haría la noticia de esta expedición por el prestigio de la corona? ¿Qué costaría y cómo afectaría a la guerra el desvío de fondos? Apoyar a Colón ¿haría que Castilla y Aragón se unieran más o se separaran? ¿Qué querían en realidad el rey y la reina? Si Colón era rechazado, ¿adonde iría a continuación y qué haría?
Hasta entonces, las respuestas habían sido bastante claras. El rey no pretendía gastar ni un céntimo en nada más que la guerra contra los moros, mientras que la reina quería apoyar la expedición de Colón. Eso significaba que cualquier decisión sería dividida. En el delicado equilibrio entre el rey y la reina, entre Aragón y Castilla, cualquier decisión sobre la expedición de Colón haría que uno de ellos pensara que el poder había pasado peligrosamente al otro, y los recelos y la envidia aumentarían.
Por tanto, a pesar de todos los argumentos, Talavera estaba decidido a que no se alcanzara ningún veredicto hasta que la situación cambiara. Al principio fue bastante sencillo, pero a medida que pasaban los años y quedaba claro que Colón no tenía nada nuevo que ofrecer, se hacía más y más difícil mantener viva la cuestión. Por fortuna, Colón era la otra única persona implicada en el proceso que parecía comprenderlo. O, si no lo comprendía, al menos cooperaba con Talavera hasta este punto: seguía dando a entender que sabía más de lo que decía. Veladas referencias a informaciones aprendidas mientras estuvo en Lisboa o Madeira, menciones a pruebas que aún no habían sido presentadas, esto era lo que permitía a Talavera mantener la investigación abierta.
Cuando Maldonado (y Deza, por motivos opuestos) quería que obligara a Colón a colocar esos grandes secretos sobre la mesa, a zanjar el asunto de una vez por todas, Talavera siempre reconocía que sería de gran ayuda que Colón así lo hiciera, pero había que comprender que todo lo que hubiera aprendido en Portugal debía de haber sido bajo sagrado juramento. Si era sólo cuestión de miedo a las represalias portuguesas, entonces sin duda hablaría, pues era un hombre valiente y no temería nada de lo que el rey Juan pudiera hacer. Pero si era un asunto de honor, ¿cómo podían insistir en que rompiera su juramento y hablara? Eso sería lo mismo que pedir a Colón que se condenara por toda la eternidad, sólo por satisfacer su curiosidad. Por tanto, debían escuchar con atención cuanto Colón decía, con la esperanza de que, sabios eruditos como eran, acertaran a decidir qué era lo que no podía decirles abiertamente.
Y, por la gracia de Dios, Colón siguió el juego. Sin duda los otros lo habían llevado aparte, en algún momento u otro, tratando de sacarle los secretos que no quería contar. Y en todos estos largos años, Colón nunca había dado un indicio de cuál era su información secreta. Igual de importante, tampoco había dado ningún indicio de que no hubiera ninguna información secreta.
Durante mucho tiempo Talavera no había estudiado los argumentos: los había atendido al principio y no se había añadido nada importante durante años. No, lo que Talavera estudiaba era al mismísimo Colón. Al principio había asumido que era otro cortesano buscavidas, pero esa impresión desapareció rápidamente. Colón estaba decidido absoluta, fanáticamente a navegar hacia poniente, y no se le podía distraer con ninguna otra idea. Gradualmente, Talavera había comprendido que este viaje al oeste no era un fin en sí mismo. Colón tenía sueños. Colón quería conseguir algo, y este viaje al oeste era el cimiento. Pero ¿qué era lo que pretendía hacer?
Talavera se había devanado los sesos durante meses, durante años.
Por fin, la respuesta había llegado. Apartándose de su habitual cháchara erudita, Maldonado había recalcado, con cierta saña, que era egoísta por parte de Colón tratar de distraer a los monarcas de su guerra con los moros, y Colón súbitamente se dejó llevar por la furia.
—¿Una guerra con los moros? ¿Para qué, para expulsarlos de Granada, de un pequeño rincón de esta seca península? ¡Con las riquezas de Oriente podríamos expulsar al turco de Constantinopla, y de ahí sólo habría un corto paso para el Armageddon y la liberación de Tierra Santa! ¿Y vos me decís que no debo hacer esto, porque podría interferir en la guerra contra Granada? ¡Bien podríais decirle a un matador que no estoquee al toro porque podría interferir en su esfuerzo por aplastar a un ratón!
De inmediato Colón lamentó su observación, y fue rápido en afirmar a todos que no sentía sino el mayor entusiasmo por la gran guerra contra Granada.
—Perdonadme por dejar que mi pasión gobierne mi boca —dijo—. Ni por un momento he deseado más que la victoria de los ejércitos cristianos sobre el infiel granadino.
Talavera le había perdonado inmediatamente y prohibió que se repitieran las observaciones de Colón.
—Sabemos que lo que dijisteis fue debido al celo por la causa de Cristo, deseando que pudiéramos conseguir incluso más que la victoria contra Granada, no menos.
Colón pareció realmente aliviado de oír sus palabras. Si sus observaciones hubieran sido interpretadas como deslealtad, podrían haber significado la muerte en el acto de su petición… y las consecuencias personales habrían sido igual de severas. Los demás habían asentido sabiamente. No tenían ningún deseo de denunciarlo. ¡Para empezar, no redundaría en beneficio de nadie que hubieran tardado tantos años en descubrir que Colón era un traidor!