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—Conozco a la familia —dijo Santángel.

—¿Conocéis a la madre?

—¿Sigue viva?

—Eso creo.

—Entonces comprendo. Estoy seguro de que la vieja dama le hizo ser plenamente consciente de que cualquier petición de nobleza que él tuviera venía a través de su familia. A Colón le resultará enormemente dulce si puede darle la vuelta al caso, de modo que cualquier petición de auténtica nobleza por parte de la familia de ella venga a través de su conexión con él.

—Ya veis —dijo Pérez.

—No, padre Juan Pérez, no veo nada aún. ¿Por qué Colón puso en peligro este viaje, sólo para ganar títulos terrenales y comisiones absurdas?

—Quizá porque este viaje no es el final de su misión, sino el principio.

—¡El principio! ¿Qué puede hacer un hombre, tras haber descubierto vastas nuevas tierras por Cristo y la reina? ¿Tras haber sido nombrado virrey y almirante? ¿Tras haber recibido riquezas que superan la imaginación?

—¿Vos, un cristiano, tenéis que preguntarme eso? —dijo Pérez. Entonces se marchó.

Santángel se consideraba cristiano, pero no estaba seguro de lo que quería decir Pérez. Pensó en todo tipo de posibilidades, pero todas le parecían ridículas porque nadie podía soñar con conseguir tan altos propósitos.

Pero claro, ningún hombre podía soñar con que los monarcas accedieran a un loco viaje por mares desconocidos sin tener altas probabilidades de éxito. Y, sin embargo, Colón lo había conseguido. Así que si tenía sueños de reconquistar el Imperio Romano, de liberar Tierra Santa, de expulsar al pagano turco de Bizancio, o de construir un pájaro mecánico para volar hasta la Luna, Santángel no apostaría contra él.

El hambre había llegado sólo a América del Norte, pero no había comida de sobra en ninguna parte para aliviarla. Enviar ayuda requería racionar en muchos otros lugares. Los relatos de derramamiento de sangre y caos en Norteamérica persuadieron a los pueblos de Europa y Sudamérica para aceptar el racionamiento y enviar así algo de ayuda. Pero no sería suficiente para salvar a todo el mundo.

Esta desesperanzada situación produjo un terrible shock a la humanidad, sobre todo porque llevaban dos generaciones creyendo que por fin el mundo era un buen lugar para vivir. Creían que la suya era una época de renacimiento, de reconstrucción, de restauración. De pronto se enteraban de que era tan sólo una contraofensiva desesperada en una guerra cuya conclusión estaba ya decidida incluso antes de que hubieran nacido. Su trabajo era en vano, porque nada podía durar. La Tierra se había perdido.

Fue en medio de esta agonía cuando se enteraron de la existencia del Proyecto Colón. La discusión fue sombría. Cuando la decisión se produjo, no fue unánime, pero sí abrumadora. ¿Qué más había, en realidad? ¿Ver a sus hijos morir de hambre? ¿Alzarse otra vez en armas y luchar por los últimos restos de tierra capaz de producir alimentos? ¿Podría alguien elegir felizmente un futuro de cuevas, hielo e ignorancia, cuando había otro posible camino, si no para ellos y sus hijos al menos para la raza humana como conjunto?

Manjam se sentó junto a Kemal, que había venido a esperar con él el resultado de la votación. Cuando llegó la decisión, y Kemal supo que en efecto realizaría el viaje hacia atrás en el tiempo, se sintió de inmediato aliviado y asustado. Una cosa era planear tu propia muerte cuando la perspectiva era todavía remota. A partir de entonces, sin embargo, viajar en el tiempo sería ya cuestión de días, y luego sólo pasarían semanas antes de que se plantara despectivo ante Colón y dijera: «¿Creéis que Alá dejaría que un cristiano descubriera estas nuevas tierras? ¡Escupo en vuestro Cristo! ¡No tuvo poder para apoyaros contra el poder de Alá! ¡No hay más Dios que Alá, y Mahoma es su Profeta!»

Y entonces, quizás algún día, un investigador futuro de Vigilancia del Pasado al verlo allí de pie movería la cabeza y diría: «Ése fue el hombre que detuvo a Colón. Ése fue el hombre que dio su vida por crear este mundo bueno y pacífico en el que vivimos. Ése fue el hombre que dio a la raza humana un futuro. Igual que Yewesweder antes que él, este hombre decidió el curso de la humanidad.»

«Eso sería una vida que merecía la pena vivir —pensó Kemal—. Ganar un nombre en la historia que pudiera ser pronunciado al mismo nivel que el del propio Yewesweder.»

—Pareces melancólico, amigo mío —dijo Manjam.

—¿De veras? Sí. Triste y feliz, ambas cosas a la vez.

—¿Cómo crees que se tomará esto Tagiri?

Kemal se encogió de hombros con cierta impaciencia.

—¿Quién puede comprender a esa mujer? ¡Trabaja toda su vida para esto, y luego tenemos que atarla prácticamente para impedirle que vaya por ahí instando a la gente a votar en contra de aquello por lo que ha trabajado!

—No creo que sea difícil comprenderla, Kemal —sugirió Manjam—. Es como has dicho… fue la fuerza de su voluntad lo que hizo que el Proyecto Colón alcanzara este punto. Tagiri fue responsable, y resultó una carga demasiado grande para ella sola. Ahora, al menos, puede sentirse satisfecha de haberse opuesto a la destrucción de nuestro tiempo, de que le hayan quitado la decisión final, de que se le impusiera por la voluntad de la enorme mayoría de la humanidad. Ahora la responsabilidad por el final de nuestro tiempo no es sólo suya. Será compartida por muchos, sostenida por muchos hombros. Ahora puede vivir con eso.

Kemal se rió sombríamente.

—Puede vivir con eso… ¿durante cuántos días? Y luego desaparecerá de la existencia con todo el resto de la humanidad en este mundo. ¿Qué importa eso ahora?

—Importa —dijo Manjam—, porque ella tiene esos pocos días, y porque esos pocos días son todo el futuro que le queda. Los pasará con las manos limpias y el corazón tranquilo.

—¿Y no es eso hipocresía? Porque ella lo causó, igual que siempre.

—¿Hipocresía? No. El hipócrita sabe lo que es en realidad, y trabaja para ocultarlo a los demás para aprovecharse de la confianza que los otros ponen en él. Tagiri teme la ambigüedad moral de algo que sabe debe hacerse. No puede vivir sin hacerlo, y sin embargo teme no poder vivir tampoco haciéndolo. Así que se oculta a sí misma para continuar con lo que se debe hacer.

—Si hay alguna diferencia, resulta terriblemente difícil de ver —dijo Kemal.

—Eso es —confirmó Manjam—. Hay una diferencia. Y es enormemente difícil verla.

De vez en cuando, mientras cabalgaba hacia Palos, Colón se llevaba la mano al pecho, para palpar el pergamino guardado bajo su saya. «Por vos, mi Señor, mi Salvador. Me disteis esto, y ahora lo usaré por vos. Gracias, gracias, por hacer que se cumplieran mis plegarias, por permitir que esto sea también un regalo para mi hijo, para mi esposa muerta.»

Mientras cabalgaba, con el padre Pérez silencioso a su lado, un recuerdo acudió a su mente. Su padre, avanzando hacia una mesa donde unos hombres ricos estaban sentados. Su padre, sirviendo vino. ¿Cuándo pudo suceder eso? «Mi padre es tejedor. ¿Cuándo sirvió vino? ¿Qué estoy recordando? ¿Y por qué acude este recuerdo a mí precisamente ahora?»

Ninguna respuesta vino a su mente, y el caballo siguió avanzando, levantando polvo con cada paso. Cristóforo pensó en lo que le esperaba. Mucho trabajo, preparando el viaje. ¿Recordaría cómo, después de todos los años transcurridos desde el último que había realizado? No importaba. Recordaría lo que fuera necesario, cumpliría lo que tuviera que cumplir. El peor obstáculo había quedado atrás. Había sido alzado por los brazos de Cristo, y Cristo lo llevaría sobre las aguas y lo traería de regreso a casa. Ya nada podría detenerlo.