De Triana se enfureció ante lo que parecía un claro robo.
—Todas estas horas me he quemado los ojos mirando hacia poniente. Una luz en el cielo no es tierra. ¡Nadie vio tierra antes que yo, nadie!
Sánchez, el inspector real (el representante oficial del rey y el veedor del viaje) habló inmediatamente. Su voz recorrió la cubierta.
—Ya basta. En el viaje del rey, ¿se atreve alguien a cuestionar la palabra de su almirante?
Era una osadía por su parte, pues el título de Almirante de la Mar Océano sólo le pertenecería a Colón si llegaba a Cipango y regresaba a España. Y Cristóforo sabía bien que la noche anterior, cuando Don Pedro afirmó que veía la misma luz, Sánchez había insistido en que no había luz ninguna, que no había nada a poniente. Si alguien dudaba de que Cristóforo había sido el primero en avistar tierra, ése era Sánchez. Sin embargo, había apoyado si no el testimonio de Colón, sí su autoridad.
Eso sería suficiente.
—Rodrigo, vuestros ojos son sin duda agudos —dijo Cristóforo—. Si alguien en la costa no hubiera encendido una luz (una antorcha, o una fogata), yo no habría visto nada. Pero Dios guió mis ojos hacia la costa por esa luz y vos simplemente confirmáis lo que Dios ya me había mostrado.
Los hombres guardaban silencio, pero Cristóforo sabía que no estaban contentos.
Un momento antes se alegraban del súbito enriquecimiento de uno de los suyos; como de costumbre veían que arrancaban la recompensa de las manos del plebeyo. Asumirían, por supuesto, que Cristóforo y Don Pedro mentían, que actuaban por codicia. No comprenderían que iba en misión divina y que sabía que Dios le daría riquezas de sobra sin tener que quitárselas al marino común. Pero Cristóforo no se atrevía a dejar de cumplir las instrucciones del Señor en cada caso concreto. Si Dios le había ordenado que fuera el primero en volver los ojos hacia los lejanos reinos del Oriente, entonces Cristóforo no incumpliría la voluntad de Dios en esto, ni siquiera por simpatía hacia De Triana. Ni podría compartir con él a partes iguales la recompensa, pues correría la voz y la gente asumiría que lo que le hizo dar el dinero no fue la piedad y la compasión sino más bien la culpa. Su reclamación de haber visto tierra debía quedar indiscutida para siempre, no fuera que la voluntad de Dios fuera deshecha. En cuanto a Rodrigo de Triana, Dios sin duda le proporcionaría una compensación por su pérdida.
Habría sido agradable si, ahora que tantos esfuerzos estaban a punto de dar sus frutos, Dios dejara que algo fuera sencillo.
Ninguna medida es exacta. Se suponía que el campo temporal habría de formar una esfera perfecta que envolviera exactamente el interior de la semiesfera, enviando al pasajero y su equipo atrás en el tiempo mientras dejaba en el futuro el cuenco de metal. En cambio, Hunahpu se encontró meciéndose suavemente en una porción del cuenco, un fragmento de metal tan fino que le permitía ver hojas a través de él. Por un momento se preguntó cómo salir, pues un metal tan delgado sin duda tendría un filo capaz de cortarle la piel. Pero entonces el metal se quebró bajo la tensión y cayó en finas virutas al suelo. El equipo se desplomó entre los frágiles fragmentos.
Hunahpu se levantó y caminó torpemente, recogiendo los finos fragmentos con cuidado y apilándolos cerca de la base de un árbol.
Su mayor temor al hacerlo desembarcar era que la esfera de su campo temporal cortara un árbol, haciendo que la parte superior cayera como un ariete sobre Hunahpu y su equipo. Así que lo habían colocado lo más cerca de la playa que pudieron, pero sin correr el riesgo de que cayera en el océano. Pero las medidas no fueron exactas. Un enorme árbol se encontraba a menos de tres metros del borde del campo.
No importaba. No había alcanzado el árbol. El leve error de cálculo en el tamaño del campo había servido al menos para incluir más equipo en vez de cortarlo. Y con suerte se habrían acercado lo suficiente al marco temporal adecuado para que llevara a cabo su misión antes de que llegaran los europeos.
Eran las primeras horas de la mañana y el mayor peligro de Hunahpu sería que lo localizaran demasiado pronto. Habían elegido esta parte de la playa porque apenas era visitada; sólo si hubieran fallado el blanco en varias semanas lo vería alguien. Pero tenía que actuar como si fuera a suceder lo peor. Tenía que ser cuidadoso.
Pronto lo escondió todo entre los matorrales. Se roció de nuevo con repelente de insectos, sólo para asegurarse, y empezó a llevar el material desde la playa hasta el escondite que había seleccionado entre las rocas, un kilómetro tierra adentro. Le ocupó casi todo el día. Entonces descansó, y se permitió el lujo de reflexionar sobre su futuro. «Estoy aquí, en la tierra de mis antepasados, o al menos en un lugar cercano a ella. No hay retirada posible. Si no lo consigo, acabaré siendo un sacrificio a Huitzilipochtli o quizás a algún dios zapoteca. Aunque Diko y Kemal lo consiguieran, su objetivo está a años en el futuro de este lugar en el que yo me encuentro ahora. Estoy solo en este mundo y todo depende de mí. Aunque los otros fracasen, en mi mano está deshacer a Colón. Todo lo que tengo que hacer es convertir a los zapotecas en una gran nación, unirlos a los taráscanos, acelerar el desarrollo de los trabajos con hierro y la construcción de barcos, bloquear a los tlaxcalanos, derrocar a los mexica y preparar a esta gente para una nueva ideología que no incluya los sacrificios humanos. ¿Quién no podría hacer eso?»
Le había parecido tan fácil sobre el papel… Tan lógico, una progresión tan sencilla de un paso al siguiente. Pero entonces sin conocer a nadie en aquel lugar, completamente solo con un equipo realmente patético y que no podía ser reemplazado o sustituido si fallaba…
«Ya basta —se dijo—. Aún tengo unas cuantas horas antes del anochecer. Debo averiguar cuándo he llegado. Tengo una cita a la que acudir.»
Antes de la noche, localizó la aldea zapoteca más cercana, Atetulka, y, como la había observado una y otra vez con el TruSite II, reconoció qué día era a partir de lo que veía hacer a la gente. No había habido ningún error de importancia en el campo temporal, por lo menos en lo referido a la fecha. Había llegado cuando debía y tenía la opción de darse a conocer por la mañana.
Dio un respingo ante la idea de lo que tendría que hacer para prepararse y luego regresó a su escondite. Esperó al jaguar que había observado tantísimas veces, lo derribó con un dardo tranquilizante, luego lo mató y lo despellejó para poder llegar a Atetulka vestido con su piel. No pondrían fácilmente la mano encima de un Hombre Jaguar, sobre todo cuando se identificara con un rey maya del inescrutable inframundo de Xibalba. Los días de la grandeza maya se habían perdido ya en el pasado, pero eran bien recordados de todas formas. Los zapotecas vivían perpetuamente a la sombra de la gran civilización maya de siglos atrás. Los Intervencionistas se habían presentado ante Colón vestidos a la imagen del Dios en el que creía; Hunahpu haría lo mismo. La diferencia era que tendría que vivir con la gente a la que iba a engañar y seguir manipulándola con éxito durante el resto de su vida. Todo esto pareció una idea magnífica en su momento.
Cristóforo no dejó que ninguna de las naos se acercara a tierra hasta el amanecer. Era una costa desconocida y, aunque estaban impacientes por poner de nuevo pie en tierra firme, no tenía sentido arriesgarse a perder un barco cuando podría haber arrecifes o rocas.
La llegada del día demostró que tenía razón. Los bajíos eran peligrosos y sólo gracias a su destreza consiguió Colón guiarlos a la costa. «A ver quién dice ahora que no soy marino —pensó Cristóforo—. ¿Podría haberlo hecho Pinzón mejor que yo?»