Sin embargo, ninguno de los marineros parecía dispuesto a darle crédito por su navegación. Todavía estaban molestos por el asunto de la recompensa de Rodrigo de Triana. Bueno, que rabiaran. Ya habría suficientes recompensas para todos cuando terminara este viaje. ¿No había prometido el Señor todo el oro que pudiera transportar una gran flota? ¿O es que acaso la memoria de Colón había inventando lo que el Señor había dicho?
«¿Por qué no se me permitió escribirlo cuando aún lo tenía fresco en la mente?» Pero se lo habían prohibido, y por eso Cristóforo tenía que confiar en su memoria. Había oro allí, y lo llevaría a casa.
—En esta latitud, sin duda debemos hallarnos en la costa de Cipango —le dijo a Sánchez.
—¿Eso creéis? No imagino una parte de la costa española donde no hubiera signos de habitantes humanos.
—Olvidáis la luz que vimos anoche —dijo Don Pedro.
Sánchez no dijo nada.
—¿Habéis visto alguna vez una tierra tan tupida y verde? —preguntó Don Pedro.
—Dios sonríe sobre este lugar —dijo Cristóforo—, y lo ha entregado a las manos de nuestros reyes cristianos.
Las carabelas se movían lentamente, por miedo a encallar en bajíos desconocidos. Mientras se acercaban a la luminosa playa blanca, unas figuras surgieron de las sombras del bosque.
—¡Hombres! —gritó uno de los marineros.
Y obviamente lo eran, puesto que no tenían otras ropas sino un cordón alrededor de la cintura. Eran oscuros, pero no tanto como los africanos que había visto Cristóforo. Y su pelo era liso, no rizado.
—Nunca había visto antes hombres como ésos —le dijo Sánchez.
—Eso es porque nunca antes habéis estado en las Indias —dijo Colón.
—Ni en la luna tampoco —murmuró Sánchez.
—¿No habéis leído a Marco Polo? No son chinos porque sus ojos no son oblicuos y rasgados. No hay amarillo en su tez, ni negrura, sino más bien un tono oscuro que nos indica que son de la India.
—¿Así que no es Cipango después de todo? —dijo Don Pedro.
—Una isla exterior. Quizás hemos llegado demasiado al norte. Cipango está al sur de aquí, o al suroeste. No podemos estar seguros de la precisión de las observaciones de Polo. No era navegante.
—¿Y vos lo sois? —preguntó Sánchez secamente.
Cristóforo ni siquiera se molestó en mirarlo con el desdén que le merecía.
—Dije que llegaríamos al Oriente navegando hacia poniente, señor, y aquí estamos.
—Estamos en alguna parte —dijo Sánchez—. Pero dónde se halla este lugar perdido de la mano de Dios, nadie puede decirlo.
—Por las sagradas heridas del Señor, os digo que estamos en el Oriente.
—Admiro la seguridad del almirante.
Aquí estaba otra vez, ese título: almirante.
Las palabras de Sánchez parecían expresar duda, y sin embargo le daba el título que sólo podía dársele si su expedición tenía éxito. ¿O lo usaba irónicamente? ¿Se estaba burlando de Cristóforo?
El timonel se le acercó.
—¿Nos dirigimos a tierra, señor?
—El mar se halla aún demasiado encrespado —dijo Cristóforo—. Ya veis las olas rompiendo en las rocas. Tenemos que rodear la isla y encontrar una abertura. Navegad dos puntos a poniente por el sur hasta que rodeemos el extremo meridional del arrecife, y luego a poniente.
Se señaló la misma orden a las otras dos carabelas. Los indios de la costa los saludaron, gritando algo incomprensible. Ignorantes y desnudos… no era adecuado que el emisario de unos reyes cristianos diera sus primeros pasos con la gente más pobre de esta nueva tierra. Los misioneros jesuitas habían viajado hasta los rincones más lejanos del Oriente. Alguien que supiera latín sin duda sería enviado para saludarlos, una vez que habían sido avistados.
Hacia mediodía, cuando navegaban hacia el norte por la costa occidental de la isla, encontraron una bahía que permitía una buena entrada. Ya estaba claro que se trataba de una isla tan pequeña como para ser considerada insignificante. Ni siquiera los jesuitas se molestarían con un lugar tan pequeño, así que Cristóforo decidió no esperar otro día o dos antes de encontrar a alguien digno de recibir a los emisarios del rey y la reina.
El cielo se había despejado y el sol brillaba caluroso y resplandeciente cuando Colón descendió al batel. Tras él bajaron la escala Sánchez, Don Pedro y, tembloroso como siempre, el pobre Rodrigo de Escobedo, el notario encargado de llevar el registro oficial de todo lo que se hiciera en nombre de sus majestades. Tenía buena reputación en la corte, donde era considerado un joven funcionario prometedor, pero a bordo pronto se había visto reducido a una sombra vomitante que corría de su camarote a la borda y regresaba tambaleándose… cuando tenía fuerzas para levantarse de la cama. Con el paso del tiempo, claro, se había acostumbrado un poco al mar, e incluso comía y no acababa manchando el suelo de la carabela. Pero la tormenta del día anterior lo había debilitado de nuevo, y por eso era un acto de puro coraje que lograra bajar a la costa y ejecutar el deber para el que había sido enviado. Cristóforo lo admiraba tanto por su silenciosa fuerza que había decidido que ningún cuaderno de a bordo suyo registraría el mareo de Escobedo. Que conservara su dignidad en la historia.
Cristóforo advirtió que el batel se despegaba de la carabela de Pinzón antes de que todos los oficiales reales hubieran llegado a la suya. «Que tenga cuidado, si piensa que va a ser el primero en poner el pie en esta tierra. Piense lo que piense de mí como marino, soy todavía el emisario del rey de Aragón y la reina de Castilla, y sería traición por su parte engañarme en una misión como ésta.»
Pinzón debió de darse cuenta a medio camino de la playa, porque su batel flotaba inmóvil en el agua cuando el de Cristóforo lo adelantó y llegó a la orilla. Antes de que su barca se detuviera, Colón saltó por la borda y avanzó entre las olas, empapado hasta la cintura y arrastrando la espada que llevaba colgada al cinto. Mantenía el estandarte real bien alto sobre su cabeza cuando salió del agua y caminó por la arena húmeda de la playa. Caminó hasta rebasar la línea de la marea, y en la arena seca se arrodilló y besó el suelo. Entonces se puso en pie y se volvió hacia quienes le seguían, que también se arrodillaron y besaron el suelo como él había hecho.
—Esta pequeña isla llevará ahora el nombre del santo Salvador que nos guió hasta aquí.
Escobedo escribió en el papel que guardaba en la cajita que había traído de la carabela: «San Salvador.»
—Esta tierra es ahora propiedad de sus majestades los reyes Fernando e Isabel, nuestros soberanos y servidores de Cristo.
Esperaron a que Escobedo terminara de escribir lo que había dicho Colón. Entonces Cristóforo firmó y también lo hicieron todos los presentes. Ninguno tuvo la temeridad de atreverse a firmar encima de él, ni a rebasar la mitad del tamaño de su osada rúbrica.
Sólo entonces empezaron los nativos a surgir del bosque. Había gran número de ellos, todos desnudos, ninguno armado, oscuros como la corteza de un árbol. Contra el vivido verde de los árboles y matorrales, su piel parecía casi roja. Caminaban tímidamente, deferentes, con el asombro claramente marcado en el rostro.
—¿Son todos niños? —preguntó Escobedo.
—¿Niños? —dijo Don Pedro.
—No tienen barba.
—Nuestro capitán también se afeita —dijo Don Pedro.
—No tienen pelo ninguno —repuso Escobedo.
Sánchez, al oírlos, se rió en voz alta.
—¿Están completamente desnudos y les miráis la cara para ver si son hombres?
Pinzón escuchó el chiste y se rió todavía con más fuerza, transmitiendo la anécdota. Los nativos, al oír la risa, la imitaron. Pero no pudieron dejar de extender las manos y tocar las barbas de los españoles que tenían más cerca. Estaba tan claro que no tenían mala intención que los españoles permitieron su contacto, riendo y bromeando. Sin embargo, aunque Colón no tenía barba que les atrajera, no dudaron reconocerlo como el jefe, y fue a él a quien se dirigió el más viejo de los nativos. Cristóforo probó varios idiomas con él, incluyendo el latín, el portugués y el genovés, sin conseguir nada. Escobedo probó con el griego y el hermano de Pinzón, Vicente Yáñez, con las nociones de moro que había adquirido durante sus años de contrabando en la costa.