—¡Construiremos un templo y te sacrificaremos a cada hombre de los mexica, oh, Un-Hunahpu! —exclamó Yax.
Exactamente la reacción que esperaba. De inmediato le lanzó uno de los ojos de Huitzilopochtli a Yax, quien soltó un alarido y se frotó el hombro allá donde lo había golpeado. Hunahpu había sido un pitcher bastante aceptable de la Pequeña Liga con una decente bola rápida.
—¡Recoged el ojo de Huitzilopochtli y prestad atención a mis palabras, perros de Atetulka!
Yax rebuscó en la tierra hasta que encontró el ojo acrílico.
—¿Por qué piensas que los señores de Xibalba se alegraron y no me castigaron cuando le arranqué los ojos a Huitzilopochtli? Porque está gordo de la sangre de tantos hombres. Era avaricioso y los mexica lo alimentaban con sangre que debería haber estado plantando grano. Ahora todos los señores de Xibalba están hartos de sangre y harán que Huitzilopochtli pase hambre hasta que vuelva ser delgado como un árbol joven.
Ellos gimieron otra vez. El temor a Huitzilopochtli era profundo (el éxito de los mexica en una guerra tras otra se había asegurado de eso), y oír amenazas tan terribles contra un dios poderoso era una pesada carga. «Bueno, son unos hijos de puta bastante duros —pensó Hunahpu—. Y les daré valor de sobra cuando llegue el momento.»
—Los señores de Xibalba han pedido a su rey que venga de un lejano país. Les prohibirá beber nunca más la sangre de hombres o mujeres. Pues el rey de Xibalba derramará su propia sangre, y cuando beban de su sangre y coman de su carne nunca volverán a tener hambre ni sed.
Hunahpu pensó en su hermano el sacerdote y se preguntó qué pensaría de lo que estaba haciendo con el evangelio cristiano. A la larga, sin duda lo aprobaría. Pero habría algunos momentos incómodos por el camino.
—Levantaos y miradme. Fingid ser hombres.
Ellos se incorporaron cuidadosamente del suelo del bosque y se lo quedaron mirando.
—Como me veis derramar aquí mi sangre, así ha derramado el rey de Xibalba la suya por los señores de Xibalba. Ellos la beberán y nunca volverán a sentir sed. Ese día los hombres dejarán de morir para alimentar a su dios. En cambio, morirán en el agua y se levantarán renacidos: luego comerán la carne y beberán la sangre del rey de Xibalba igual que hacen los señores de Xibalba. El rey de Xibalba murió en un reino muy lejano, y sin embargo vive todavía. ¡El rey de Xibalba va a regresar y hará que Huitzilopochtli se incline ante él y no le dejará beber de su sangre o comer de su sangre hasta que vuelva a estar delgado, y eso requerirá mil años, pues el viejo cerdo ha comido y bebido demasiado!
Contempló el asombro de sus rostros. Naturalmente, les resultaba difícil aceptar aquello, pero Hunahpu había elaborado con Diko y Kemal la doctrina que enseñaría a los zapotecas y repetiría estas ideas a menudo hasta que miles, millones de personas en la cuenca del Caribe las repitieran a voluntad. Eso los prepararía para la llegada de Colón, si los otros tenían éxito, pero aunque no lo tuvieran, aunque Hunahpu fuera el único viajero del tiempo que había alcanzado su destino, prepararía a los zapotecas para recibir el cristianismo como algo que esperaban desde hacía tiempo. Podrían aceptarlo sin renunciar a un ápice de su religión nativa. Cristo sería simplemente el rey de Xibalba, y si los zapotecas creían que llevaba algunas heridas pequeñas pero ensangrentadas en un lugar que no se describía a menudo en el arte cristiano, eso sería una herejía que los católicos podrían aprender a soportar… mientras los zapotecas tuvieran la tecnología y el poder militar para alzarse contra Europa. Si los cristianos supieron acomodar a los filósofos griegos y a una plétora de festividades y rituales bárbaros y fingir que siempre habían sido cristianos, podrían tratar con el giro ligeramente perverso que Hunahpu estaba imponiendo a la doctrina del sacrificio de Jesús.
—Os estáis preguntando si yo soy el rey de Xibalba —dijo Hunahpu—, pero no lo soy. Sólo soy el que viene antes que él, para anunciar su llegada. No soy digno de trenzar una pluma en su cabello.
«Chúpate ésa, Juan el Bautista.»
—Aquí está el signo de su venida. Cada uno de vosotros enfermará, y cada persona de vuestra aldea. Esta enfermedad se extenderá por toda la Tierra, pero no moriréis a menos que vuestro corazón pertenezca a Huitzilopochtli. ¡Veréis que incluso entre los mexica habrá pocos que amen de verdad a ese gordo dios glotón!
Que ésa fuera la historia que se difundiera y explicara la violenta plaga terapéutica que aquellos hombres estaban ya contrayendo gracias a él. El virus portador no mataría a más de una persona entre diez mil, se convertiría en una vacuna excepcionalmente segura que dejaría a sus «víctimas» con anticuerpos capaces de combatir la viruela, la peste bubónica, el cólera, el sarampión, la varicela, la fiebre amarilla, la malaria, la enfermedad del sueño y muchas otras enfermedades que los investigadores médicos habían compilado en el futuro perdido. El virus portador sobreviviría como enfermedad infantil, reinfectando a cada nueva generación… infectando también a los europeos cuando vinieran, y con el tiempo a toda África y Asia y todas las islas del mar.
Eso no significaba que la enfermedad fuera a ser algo desconocido: nadie era tan tonto para pensar que las bacterias y los virus no evolucionarían para llenar los huecos dejados por la derrota de sus predecesores. Pero la enfermedad no daría ventaja a un lado sobre otro en las rivalidades culturales por venir. No habría sábanas infectadas de viruela para matar las tribus indias molestamente persistentes.
Hunahpu se agachó y recogió la lámpara de alta intensidad de entre sus pies. Estaba cubierta por una cesta.
—Los señores de Xibalba me dieron esta cesta de luz. Contiene dentro un trocito de sol, pero solamente funciona para mí.
Los apuntó a los ojos con la luz, cegándolos por unos instantes, luego metió un dedo por una abertura de la cesta y pulsó la placa de identificación. La luz se apagó. No había motivos para desperdiciar batería. Esta «cesta de luz» sólo tendría una vida limitada, incluso con los paneles solares situados alrededor del borde, y Hunahpu no quería malgastarla.
—¿Cuál de vosotros llevará los regalos que los señores de Xibalba dieron a Un-Hunahpu cuando vino a este mundo para contaros la llegada del rey?
Pronto estuvieron todos cargando reverentemente los bultos de equipo que Hunahpu necesitaría durante los meses venideros. Suministros médicos para las curas pertinentes. Armas para la defensa propia y para despojar de valor a los ejércitos enemigos. Herramientas. Libros de consulta almacenados en formato digital. Disfraces adecuados. Equipo para respirar bajo el agua. Todo tipo de útiles truquitos de magia.
El viaje no fue fácil. Cada paso hacía que las espinas metálicas tiraran de su piel, ensanchando las heridas y causando más hemorragias. Hunahpu pensó en celebrar entonces la ceremonia de liberación, pero al final se decidió en contra. Era el padre de Yax, Na-Yaxhal, quien era el jefe de la tribu, y para consolidar su autoridad y situarlo en una relación apropiada con Hunahpu, tenía que ser él quien retirara las espinas. Así que Hunahpu continuó caminando, lentamente, paso a paso, esperando que la pérdida de sangre fuera menor, deseando haber elegido un emplazamiento más cercano a la aldea.
Cuando ya estaban cerca, Hunahpu envió a Yax con el ojo de Huitzilopochtli. Fuera lo que fuese lo que hubiera entendido sobre lo que Hunahpu le había dicho, el significado estaría bastante claro y la aldea estaría agitada y esperando.
Y esperando estaban. Todos los hombres de la tribu, armados con lanzas, dispuestos a arrojarlas, las mujeres y los niños ocultos en el bosque. Hunahpu maldijo. Había elegido esta aldea específicamente porque Na-Yaxhal era listo y con inventiva. ¿Por qué imaginó que iba a creerse a pies juntillas la historia de su hijo sobre la llegada de un rey maya procedente de Xibalba?