—¡Detente ahí, mentiroso, espía! —chilló Na-Yaxhal.
Hunahpu echó atrás la cabeza y soltó una carcajada, mientras introducía el dedo en la cesta de luz y la activaba.
—Na-Yaxhal, ¿se atreve un hombre que se despertó dos veces en la noche dolorido y con la barriga suelta a plantarse ante Un-Hunahpu, que trae una cesta de luz de Xibalba?
Y apuntó directamente a los ojos de Na-Yaxhal.
—¡Perdona a mi estúpido esposo! —exclamó Hija-de-Seis-Kauil, la esposa de Na-Yaxhal.
—¡Silencio, mujer! —respondió Na-Yaxhal.
—¡Se despertó dos veces en la noche con la barriga suelta y gemía de dolor! —gritó ella. Todas las otras mujeres gruñeron confirmando el secreto conocimiento del extranjero, y las lanzas temblaron.
—Na-Yaxhal, haré que enfermes de verdad. Durante dos días tus entrañas correrán como una fuente, pero te sanaré y te convertiré en un hombre que sirva al rey de Xibalba. Gobernarás muchas aldeas y construirás barcos para que naveguen a todas las costas, pero sólo si te arrodillas ahora ante mí. ¡Si no lo haces, haré que te caigas con un agujero en el cuerpo que no dejará de sangrar hasta que hayas muerto!
«No tendré que dispararle —se dijo Hunahpu—. Me obedecerá y nos haremos amigos. Pero si me obliga, puedo hacerlo, puedo matarlo.»
—¿Por qué me elige el hombre de Xibalba para esta grandeza, cuando soy un perro? —exclamó Na-Yaxhal. Era una postura retórica muy prometedora.
—Te elijo porque eres lo más parecido a un ser humano de todos los perros que ladran en zapoteca y porque tu esposa es ya una mujer durante dos horas cada día.
Eso recompensaría a la vieja bruja por hablar en favor de Hunahpu.
Na-Yaxhal se decidió y, tan rápidamente como se lo permitió su anciano cuerpo (tenía casi treinta y cinco años), se postró. Los otros de la aldea lo imitaron.
—¿Dónde están las mujeres de Atetulka? Salid de vuestro escondite, vosotras y todos vuestros hijos. ¡Venid a verme! Entre los hombres yo sería un rey, pero sólo soy el más humilde servidor del rey de Xibalba. ¡Venid a verme!
«Pongamos los cimientos de un tratamiento de las mujeres algo más igualitario, desde el principio.»
—¡Reunios con vuestras familias, todos vosotros!
Vacilaron, pero sólo durante unos instantes. Ya se orientaban por clanes y familias, incluso cuando se enfrentaban a un enemigo, así que hizo falta poco para que obedecieran su orden.
—Ahora, Na-Yaxhal, avanza. ¡Coge la primera espina de mi pene y píntate la frente con su sangre, pues tú eres el hombre que será el primer rey en el reino de Xibalba-en-la-Tierra, siempre que me sirvas, pues yo soy el servidor del rey de Xibalba!
Na-Yaxhal se adelantó y sacó la espina de manta raya. Hunahpu no gimió porque no sintió dolor, pero notó cómo la espina tiraba de su piel e imaginó lo desagradable que sería el dolor de esa noche. «Si vuelvo a ver a Diko alguna vez no quiero oírla quejarse de nada que haya tenido que soportar por el bien de su misión.» Entonces pensó en el precio que Kemal pretendía pagar y se avergonzó.
Na-Yaxhal se pintó la frente y la nariz, los labios y la barbilla con la sangre de la espina de manta raya.
—¡Hija-de-Seis-Kauil!
La mujer surgió de entre el clan principal de la tribu.
—Saca la siguiente espina. ¿De qué está hecha?
—De plata.
—Píntate el cuello con mi sangre.
Ella se pasó la larga espina de plata por el cuello.
—¡Serás madre de reyes y tu fuerza estará en los barcos del pueblo zapoteca, si sirves al rey de Xibalba-en-la-Tierra y a mí, el servidor del rey de Xibalba!
—Lo haré —murmuró ella.
—¡Habla fuerte! —ordenó Hunahpu—. ¡No susurraste cuando hablaste sabiamente de la barriga suelta de tu marido! ¡La voz de una mujer puede oírse con la misma fuerza que la voz de un hombre en el reino de Xibalba-en-la-Tierra!
«Eso es todo lo que podemos hacer por la igualdad ahora mismo —pensó Hunahpu—, pero será bastante revolucionario cuando la historia se extienda.»
—¿Dónde está Yax? —gritó Hunahpu.
El joven avanzó tímidamente.
—¿Obedecerás a tu padre, y cuando sea llevado a Xibalba dirigirás a este pueblo con piedad y sabiduría?
Yax se arrodilló ante Hunahpu.
—Saca la siguiente espina. ¿De qué está hecha?
—De oro —dijo Yax, cuando la sacó.
—Píntate el pecho con mi sangre. Todo el oro del mundo será tuyo, cuando seas digno de convertirte en rey, siempre que recuerdes que pertenece al rey de Xibalba, y no a ti ni a ningún hombre. Lo compartirás libre y justamente con todo el que beba la sangre y coma la carne del rey de Xibalba.
Eso debería ayudar a la Iglesia católica en lo referido a la conciliación con los extraños herejes protocristianos cuando las dos culturas se encontraran. Si el oro fluía libremente hacia la Iglesia, pero sólo a condición de que confesaran que comían la carne y bebían la sangre del rey de Xibalba, la herejía iría bien encaminada a ser una variante aceptable del dogma católico. «Me pregunto —pensó Hunahpu— si me santificarán. Desde luego, no será por falta de milagros, al menos durante una temporada.»
—¡Bacab, creador de herramientas, trabajador del metal!
Un joven delgado avanzó y Hunahpu le hizo retirar la siguiente espina.
—Es cobre, señor Un-Hunahpu —dijo Bacab.
—¿Conoces el cobre? ¿Puedes trabajarlo mejor que ningún hombre?
—Lo trabajo mejor que ningún hombre de esta aldea, pero hay sin duda otros hombres en otros lugares que lo trabajan mejor que yo.
—Aprenderás a mezclarlo con muchos metales. Crearás herramientas que nadie en el mundo ha visto. ¡Píntate el vientre con mi sangre!
El artesano hizo lo que le decía. Después del rey, de su esposa y de su hijo, los que trabajaban el metal serían quienes a partir de entonces tendrían más prestigio en el nuevo reino.
—¿Dónde está Xocol-Ha-Man? ¿Dónde está el maestro constructor de barcas?
Un joven fuerte con hombros enormes surgió de otro clan, sonriendo con orgullo.
—Saca la siguiente espina, Xocol-Ha-Man. Tú, que llevas el nombre de un gran río en el torrente, debes decirme, ¿has visto antes este metal?
Xocol-Ha-Man acarició el bronce, manchando de sangre todos sus dedos.
—Parece cobre, pero más brillante —dijo—. Nunca lo he visto.
Bacab lo miró a su vez, y también él sacudió la cabeza.
—Orina sobre este metal, Xocol-Ha-Man. ¡Haz que la corriente del océano que hay dentro de ti fluya sobre él! Pues no pintarás tu cuerpo con mi sangre hasta que hayas encontrado este metal en otra tierra. Construirás barcos y navegarás en ellos hasta que encuentres la tierra al norte donde conocen el nombre de este metal. Cuando me traigas el nombre de este metal, entonces pintarás tu entrepierna con mi sangre.
Sólo quedaba la espina de hierro.
—¿Dónde está Xoc? ¡Sí, me refiero a la esclava, la muchacha fea que capturasteis y con la que nadie quiere casarse!
La empujaron hacia adelante, una sucia muchacha de trece años con labio leporino.
—Saca la última espina, Xoc. Pinta tus pies con mi sangre. Pues con el poder de este último metal el rey de Xibalba hará libres a todos los esclavos. Hoy eres una ciudadana libre del reino de Xibalba-en-la-Tierra. No perteneces a ningún hombre o mujer, pues ningún hombre o mujer pertenece a otro. ¡El rey de Xibalba lo ordena! ¡No hay cautivos, no hay esclavos, no hay siervos de por vida en el reino de Xibal-ba-en-la-Tierra! «Por ti, Tagiri.»
Pero lo que él dio por piedad fue utilizado con poder. Xoc le arrancó la espina de hierro del pene y luego, como habría hecho una reina maya, sacó la lengua, asió la punta con la mano izquierda, y con la mano derecha se la atravesó con la espina. La sangre corrió por su barbilla mientras la espina y sus labios formaban una extraña cruz.