—Es difícil imaginar que éstos sean los grandes reinos de Oriente de los que leímos en el relato de Marco Polo —dijo Sánchez.
Cristóforo tenía que darle la razón. Colba parecía lo bastante grande para ser el continente asiático, pero los indios insistían en que era una isla y que otra isla al suroeste, llamada Haití, era mucho más rica y tenía más oro. ¿Podría ser Cipango? Posiblemente. Pero era desesperanzador tener que continuar asegurando a los marineros y, sobre todo, a los funcionarios reales que riquezas sin cuento los esperaban a sólo unos cuantos días más de navegación.
¿Cuándo le permitiría Dios el momento de triunfo? ¿Cuándo se cumplirían claramente todas las promesas de oro y grandes reinos para que pudiera regresar a España como Virrey y Almirante de la Mar Océano?
—¿Qué importa? —dijo Don Pedro—. La mayor riqueza de este lugar salta a la vista.
—¿A qué os referís? —preguntó Sánchez—. Lo único en lo que esta tierra es rica es en árboles e insectos.
—Y en gente —contestó Don Pedro—. La gente más amable y pacífica que he visto jamás. No será ningún problema ponerlos a todos a trabajar: obedecerán a sus amos a la perfección. No hay sentido de lucha en ellos, ¿no lo veis? ¿No podéis imaginar qué precio alcanzarán como los más dóciles sirvientes?
Cristóforo frunció el ceño. Ya se le había ocurrido esa misma idea, pero le preocupó igualmente. ¿Era eso lo que el Señor tenía en mente, convertirlos y esclavizarlos al mismo tiempo? Sin embargo, aquí, en la tierra a la que Dios le había conducido, no había ninguna otra fuente de riquezas a la vista. Y estaba claro que estos salvajes eran completamente inadecuados para convertirse en soldados de una cruzada.
Si Dios hubiera pretendido que estos salvajes fueran cristianos libres, les habría enseñado a llevar ropas en vez de ir desnudos.
—Naturalmente —le dijo Cristóforo—. Llevaremos una muestra de esta gente a sus majestades cuando regresemos. Pero imagino que será más beneficioso mantenerlos aquí en la tierra a la que están acostumbrados, y usarlos para excavar oro y otros metales preciosos mientras les enseñamos la doctrina de Cristo y nos encargamos de su salvación.
Los otros lo escucharon sin discutir. ¿Cómo iban a estar en contra de algo tan obviamente cierto? Además, aún estaban débiles y cansados por la enfermedad que se había cebado en las tripulaciones de las tres naos, obligándoles a echar el ancla y descansar durante varios días. Nadie murió: no se trataba de una enfermedad tan virulenta como las terribles plagas con que los portugueses se habían encontrado en África y que les habían obligado a construir sus fuertes en las islas alejadas de la costa. Pero había dejado a Colón con un terrible dolor de cabeza, y estaba seguro de que los otros lo sufrían también. Si no le hubiera dolido tanto, incluso habría deseado que continuara eternamente, pues impedía a los funcionarios reales alzar la voz. Los funcionaros reales eran mucho más tolerables cuando el dolor evitaba que fueran estridentes.
Todos se quedaron de piedra cuando alcanzaron la ciudad llamada Cunabacán. Cristóforo había pensado que la última sílaba del nombre se refería al Gran Khan de las escrituras de Marco Polo, pero cuando llegaron a la «ciudad» de la que farfullaban los nativos, resultó ser un miserable conjunto de chozas, quizás un poco más pobladas que las otras escuálidas aldeas que habían visto en esta isla. La ciudad del Khan, desde luego. Sánchez se había atrevido a alzar la voz entonces, delante de los hombres. Tal vez esta plaga menor era una protesta de Dios contra sus insubordinadas quejas. Tal vez Dios quería darles algo de qué quejarse.
Al día siguiente o al otro navegarían hacia Haití. Tal vez allí encontrarían algún signo de las grandes civilizaciones de Cipango o Cathay. Y entre tanto, estas miserables islas serían al menos fuente de esclavos, y mientras los funcionarios reales estuvieran dispuestos a apoyarlo, eso podría ser suficiente para justificar el coste de un segundo viaje, si no conseguían encontrar al Khan en esta primera aventura.
Kemal estaba sentado en la cima del promontorio, sombrío, buscando una vela al noroeste. Colón llegaba tarde.
Y si llegaba tarde, todas las apuestas quedaban canceladas. Eso significaba que ya había sido introducido algún cambio, algo que le retrasaría en Colba. Kemal podría haberlo considerado una prueba de que alguno de los otros había realizado con éxito el viaje al pasado, pero era bien consciente de que el cambio podría haber sido provocado por él. La única influencia que podía extenderse de la isla de Haití a la de Colba era el virus portador… y aunque sólo llevaba allí dos meses, era tiempo de sobra para que el virus hubiera sido transportado a Colba por una de las partidas de caza que recorrían las islas en canoa. Los españoles debían de haber contraído el virus.
O peor. La leve plaga podría haber causado un cambio en la conducta de los indios. Podría haber habido derramamiento de sangre, lo suficiente para hacer que los europeos regresaran a casa. O podrían haber dicho a Colón algo que le hiciera tomar una ruta distinta… rodeando Haití en sentido inverso a las agujas del reloj, por ejemplo, en vez de cartografiar la orilla norte.
Sabían que el virus podría trastocar sus planes, porque se movería más rápido y más lejos de lo que podrían hacerlo los viajeros del tiempo. Sin embargo, era también el aspecto más seguro y más básico de su plan. ¿Y si sólo conseguía llegar un viajero y lo mataban en el acto? Incluso así, el virus sería transmitido a aquellos que tocaran el cuerpo durante las primeras horas. Si no se introducía ningún otro cambio, éste podría ser suficiente para impedir que los indios fuera barridos en una oleada de enfermedades europeas.
«Así que es buena señal —se dijo Kemal—. Buena señal que Colón llegue tarde, porque eso significa que el virus está haciendo su trabajo. Ya hemos cambiado el mundo. Ya hemos tenido éxito.»
Sólo que no se lo parecía. Viviendo de raciones enlatadas, escondido en un promontorio aislado, atento a la presencia de las velas, Kemal quería conseguir algo más que ser el portador de un virus curador. Alá desea todo lo que pase, lo sabía, pero no era tan piadoso para no desear susurrarle un par de palabritas al oído. Unas cuantas sugerencias.
No vio una vela hasta el tercer día. Demasiado temprano. En la antigua versión de la historia, Colón había llegado más tarde, y por eso la Santa María se había hundido, al chocar en la oscuridad contra un arrecife sumergido. Esta vez no estaría oscuro. Y aunque así fuera, las corrientes y vientos no serían iguales. Kemal tendría que destruir las tres naves. Peor, sin el accidente de la Santa María no habría ningún motivo para que la Niña levara anclas. Kemal tendría que bordear la costa y esperar su oportunidad. Si la había.
«Si fracaso —pensó—, los otros todavía pueden tener éxito. Si Hunahpu consigue engañar a los tlaxcalanos y crear un imperio zapoteca que abandone o reduzca los sacrificios humanos, entonces los españoles no lo tendrán tan fácil. Si Diko está en algún lugar de las montañas, tal vez consiga crear una nueva religión protocristiana y un imperio caribe unificado que los españoles no romperán fácilmente. Después de todo, su éxito se basó casi por completo en la incapacidad de los indios para organizar una resistencia seria. Así que aunque Colón regrese a Europa, la historia seguirá siendo diferente.»
Pretendía tranquilizarse susurrando aquellas cosas, pero le sabían como cenizas en la boca. «Si fracaso, América perderá sus cincuenta años de preparación antes de que lleguen los europeos.»