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Dos barcos. No tres. Eso era un alivio. ¿O no? Ya que la historia estaba cambiando, habría sido mejor que la flota de Colón permaneciera unida. Pinzón había separado la Niña del resto, igual que en la historia anterior. ¿Pero cómo saber si Pinzón cambiaría de opinión y regresaría a Haití para reunirse con Colón? En esta ocasión, tal vez se limitara a seguir hacia el este, llegar el primero a España y reclamar todo el crédito del descubrimiento.

«Eso está fuera de mi alcance —se dijo Kemal—. La Pinta vendrá o no vendrá. Tengo a la Niña y la Santa María y debo asegurarme de que al menos ellas no regresen a España.»

Kemal observó hasta comprobar que las naves viraban al sur, para rodear el Cabo de San Nicolás. ¿Tomarían la misma ruta que habían seguido en la historia previa, navegando al sur un poco más y luego virando para estudiar la costa norte de la isla de Haití? Nada era ya predecible, aunque la lógica proclamara que fueran cuales fuesen los motivos que Colón tuvo para sus acciones en la otra historia, los mismos se mantendrían también esta vez.

Kemal se abrió paso cuidadosamente hasta los árboles situados cerca del agua donde había ocultado su balsa hinchable. Contrariamente a los salvavidas, no era de color naranja brillante, sino de un azul verdoso, diseñado para ser invisible en el agua. Kemal se puso el traje submarino, también azul verdoso, y empujó el bote hasta el agua. Luego subió a bordo las suficientes cargas subacuáticas para dar buena cuenta de la Santa María y la Niña, si se presentaba la oportunidad. Entonces puso el motor en marcha y se hizo a la mar.

Tardó media hora en hallarse lo bastante lejos de la costa para sentirse razonablemente confiado en ser invisible a los avezados vigías de las carabelas españolas. Sólo entonces navegó hacia poniente lo suficiente para ver las velas. Para su alivio, habían anclado en el Cabo de San Nicolás y desembarcaban en unos pequeños bateles. Puede que fuera el nueve de diciembre en vez del seis, pero Colón estaba tomando las mismas decisiones que antes. El clima era frío, para tratarse de esta parte del mundo, y Colón tendría los mismos problemas para atravesar el canal situado entre Tortuga y Haití hasta el catorce de diciembre. Tal vez Kemal estaría más seguro si regresaba a la orilla y esperaba a que la historia se repitiera.

O tal vez no. Colón estaría ansioso por navegar hacia oriente para vencer a Pinzón en el regreso a España, y esta vez podría rodear Tortuga, aprovechando los vientos favorables y evitando por completo los traicioneros vientos contrarios que lo lanzarían contra los arrecifes. Ésta podría ser la última oportunidad de Kemal.

Pero claro, el Cabo de San Nicolás estaba lejos del lugar donde vivía la tribu de Diko… si en realidad había conseguido convertirse en habitante de la aldea que llamó por primera vez a la gente del futuro para que los salvara. ¿Por qué hacer las cosas más difíciles para ella?

Esperaría y observaría.

Al principio, cuando la Pinta empezó a separarse más y más, Cristóforo supuso que Pinzón estaba evitando algún contratiempo de las aguas. Luego, cuando la carabela casi se perdió en el horizonte, trató de creer lo que los hombres le decían: que la Pinta debía ser incapaz de leer las señales que Cristóforo enviaba. Era una tontería, por supuesto. La Niña también navegaba a babor y no tenía ningún problema para mantener el rumbo. Para cuando la Pinta desapareció tras el horizonte, Cristóforo supo que Pinzón lo había traicionado, que el antiguo pirata estaba decidido a navegar derecho hacia España e informar a sus majestades antes de que Colón pudiera llegar allí. No importaba que Cristóforo fuera el jefe reconocido de la expedición, o que los oficiales reales que los acompañaban informaran de la perfidia de Pinzón… sería él quien recaudaría la primera fama, su nombre el que recordaría la historia como el hombre que primero regresó a Europa tras seguir la ruta a Oriente a través de poniente.

Pinzón nunca había navegado tan al sur para saber que el firme viento del este daba paso, en latitudes inferiores, al firme viento poniente que Cristóforo había sentido cuando navegaba con los portugueses. Así que había buenas posibilidades de que si Cristóforo llegaba lo bastante al sur, consiguiera alcanzar España mucho antes que Pinzón, quien sin duda tendría problemas al cruzar el Atlántico, y lo haría a ritmo lento en el mejor de los casos. Había una firme posibilidad de que el progreso de Pinzón fuera tan lento que tuviera que renunciar y regresar a las islas para cargar de nuevas provisiones su carabela.

Una firme posibilidad, pero ninguna certeza, y Cristóforo no podía desprenderse de la sensación de urgencia (y furia apenas reprimida) que había provocado la deslealtad de Pinzón. Lo peor de todo, no había nadie en quien pudiera confiar, pues sin duda los hombres deseaban que Pinzón ganara, aunque delante de los oficiales y los agentes del rey Cristóforo no podía demostrar ninguna debilidad ni preocupación.

Así que Cristóforo sintió poco placer en cartografiar la costa desconocida de la gran isla que los nativos llamaban Haití, y que él había bautizado con el nombre de La Española. Quizás habría disfrutado más del trabajo si hubiera avanzado firmemente, pero tuvieron el viento del este en contra por toda la costa.

Tuvieron que fondear durante días en el lugar que los hombres llamaron Costa de los Mosquitos y luego otra vez en Valle del Paraíso. Los hombres apreciaron mucho estas paradas, porque allí los habitantes eran más altos y más sanos, y dos de las mujeres eran tan claras de piel que recibieron el mote de «las españolas». Como comandante cristiano, Cristóforo tenía que fingir no saber qué más sucedía entre los marineros y las mujeres que subían a las carabelas. Parte de la tensión del viaje remitió en Valle del Paraíso. Pero no para Cristóforo, que contaba el retraso de cada día como ventaja añadida para que Pinzón llegara primero a España.

Cuando por fin se pusieron en marcha, fue navegando de noche y pegados a la costa, donde la brisa de la orilla contrarrestaba los vientos de levante y los llevaba con rapidez hacia el este. Aunque las noches eran claras, resultaba peligroso navegar a oscuras por una costa desconocida, pues nadie sabía qué peligros podría haber bajo el agua. Pero Cristóforo no veía ninguna otra opción. Era navegar oeste-sur rodeando la isla, que podría ser tan grande como para requerir meses para ser explorada, o navegar de noche siguiendo las brisas de la costa. Dios protegería los barcos, porque si no lo hacía, el viaje fracasaría, o al menos la parte de Cristóforo en él. Lo que importaba entonces era regresar a España con gloriosos informes que ocultaran la decepcionante cantidad de oro y el bajo nivel de civilización, para que sus majestades aprestaran una flota real y él pudiera explorar seriamente hasta encontrar las tierras de las que había escrito Marco Polo.

Sin embargo, lo que más molestaba a Cristóforo era algo que no conseguía explicarse ni siquiera a sí mismo. Durante el día, mientras fondeaban y Cristóforo cartografiaba la costa, a veces se daba la vuelta y contemplaba el mar abierto. Era entonces cuando a veces le parecía ver algo en el agua. Sólo era visible unos instantes, y nadie más informó de haberlo visto. Pero Cristóforo sabía que lo había visto, fuera lo que fuese… un parche en el agua de un color ligeramente distinto, y varias veces una forma parecida a un hombre medio dentro y medio fuera del agua. La primera vez que vio la forma humana, inmediatamente recordó los relatos de los marinos genoveses referidos a tritones y otros monstruos de las profundidades. Pero fuera lo que fuese, siempre estaba mar adentro: nunca se acercaba. ¿Se trataba de alguna aparición espiritual, algún signo del Señor? ¿O era un signo de la enemistad de Satán, observando, esperando una oportunidad de interrumpir esta expedición cristiana?