Una vez, sólo una vez, Cristóforo atisbo un destello de luz como si aquello tuviera un catalejo propio y lo observara igual que lo estaba observando él.
No escribió nada de esto en su cuaderno de bitácora. De hecho, trató de descartarlo como signo de alguna leve enajenación provocada por las latitudes tropicales y las preocupaciones producidas por Pinzón. Hasta que el desastre los golpeó a primeras horas de la mañana de Navidad.
Cristóforo estaba despierto en su camarote. Le resultaba difícil dormir cuando el barco navegaba tan peligrosamente cerca de la costa, y por eso permanecía despierto la mayoría de las noches, estudiando sus cartas o escribiendo en su cuaderno o en su diario privado. Esa noche, sin embargo, no había hecho nada más que tumbarse en la cama, pensando en todo lo que había acontecido en su vida hasta entonces, maravillándose de cómo habían salido las cosas a pesar de la adversidad, y finalmente rezó, dando gracias a Dios por lo que en su momento había parecido olvido divino, pero que entonces parecía una milagrosa atención. «Perdonadme por no comprenderos, por esperar que midierais el tiempo según los cortos momentos de la vida de un hombre. Perdonadme por mis temores y dudas por el camino, pues ahora veo que siempre estuvisteis a mi lado, vigilándome y protegiéndome y ayudándome a cumplir Vuestra voluntad.»
Una sacudida recorrió el barco, y desde cubierta llegó un grito.
Kemal observaba a través de su visor nocturno, sin atreverse a creer en su buena suerte. ¿Por qué se había preocupado? El clima había sido la causa del retraso de Colón en la historia anterior, y el mismo clima determinaba en esta ocasión su avance. Esperar vientos favorables le había traído a aquel lugar el día de Nochebuena, quince minutos después de lo que lo había hecho en el antiguo pasado de Kemal. Las mismas corrientes y vientos similares habían hecho que la Santa María encallara en un arrecife, como antes. Todavía era posible que todo saliera bien.
Naturalmente, siempre era el factor humano, no el clima, lo que podía cambiar. Pese a tanta cháchara sobre cómo el ala de una mariposa en Beijing podía causar un huracán en el Caribe, Manjam le había explicado a Kemal que los sistemas pseudocaóticos como el clima eran en realidad bastante estables en sus pautas subyacentes y engullían diminutas fluctuaciones aleatorias.
El verdadero problema radicaba en las decisiones tomadas por los hombres del viaje. ¿Harían lo que habían hecho antes? Kemal había visto el hundimiento de la Santa María un centenar de veces o más, ya que tantas cosas dependían de ello. La nao se hundía a causa de varios factores y cualquiera de ellos podía cambiar por capricho. Primero, Colón tenía que estar navegando de noche y, para alivio de Kemal, seguía haciéndolo para combatir los vientos contrarios. Luego, tanto Colón como Juan de la Cosa, dueño y maestre del barco, tenían que estar bajo cubierta, dejando el pilotaje de la nao en manos de Peralonso Niño… cosa bastante adecuada, puesto que era el piloto. Pero Niño se fue a dar una cabezada, dejando el timón en manos de uno de los grumetes, indicándole una estrella para que se guiase, lo que habría estado bien para un viaje por el océano pero que apenas servía de ayuda cuando se navegaba por una costa traicionera y desconocida.
En todo caso, la única diferencia era que no se trataba del mismo grumete: por su altura y sus modales, Kemal advirtió incluso desde la distancia que esta vez era Andrés Yévenes, un poco mayor. Pero la experiencia que Andrés tuviera apenas le ayudaría: nadie había trazado mapas de esa costa, así que ni siquiera el piloto más experimentado habría sabido que los arrecifes de coral estarían tan cerca de tierra sin crear ningún cambio visible en el mar.
Incluso esto podría haberse recuperado en la historia anterior, pues Colón inmediatamente dio órdenes que, de haber sido obedecidas, habrían salvado el barco. Lo que realmente hundió a la Santa María fue su dueño, Juan de la Cosa, que se dejó llevar por el pánico y no sólo desobedeció las órdenes de Colón, sino que hizo imposible que los demás las cumplieran. A partir de ese punto, la carabela quedó condenada.
Kemal, tras estudiar a De la Cosa desde el principio de su vida hasta el final, fue incapaz de descubrir por qué hizo aquella acción inexplicable. La única conclusión que sacó fue que De la Cosa se había aterrado ante la perspectiva del hundimiento del barco y simplemente se quitó de enmedio de la forma más rápida y efectiva posible. Para cuando quedó claro que había tiempo de sobra para sacar de allí a todos los hombres sin serio peligro, era demasiado tarde para salvar la nao. En ese punto, De la Cosa difícilmente admitiría su cobardía… o el motivo que fuese.
El barco se estremeció por el impacto, luego se escoró a un lado. Kemal observaba, expectante. Iba vestido de hombre-rana, dispuesto a acercarse y poner una carga explosiva bajo la carabela si Colón conseguía salvarla. Pero sería mejor que el navio se hundiera sin inexplicables incendios ni explosiones.
Juan de la Cosa salió tambaleándose de su camarote y subió al castillete, aún no despierto del todo, sintiéndose dentro de una pesadilla. ¡Su carabela había encallado! ¿Cómo podía haber sucedido algo así? Allí estaba Colón, en cubierta ya furioso. Como siempre, Juan se enrabietó ante la sola visión del cortesano genovés. Si Pinzón hubiera estado al mando, no habría habido tonterías como navegar de noche. Era todo lo que Juan podía hacer para conciliar el sueño, sabiendo que su carabela recorría una costa extraña en medio de la oscuridad. Y, como había temido, acabaron por encallar. Todos se ahogarían, si no lograban salir de la nao antes de que se hundiera.
Uno de los grumetes de la nao (Andrés, el favorecido por Niño esa semana) ofrecía patéticas excusas.
—Tenía los ojos fijos en la estrella que me señaló y mantuve el mástil en línea.
Parecía aterrorizado.
El barco se escoró enormemente.
«Nos hundiremos —pensó Juan—. Lo perderé todo.»
—¡Mi carabela! —chilló—. ¡Mi pequeña nao, qué le habéis hecho!
Colón se volvió hacia él con frialdad.
—¿Dormíais bien? —preguntó gélidamente—. Niño sin duda lo hacía.
¿Y por qué no debería dormir el dueño del barco? Juan no era piloto, ni navegante. Era sólo el propietario. ¿No le habían dejado claro que no tenía casi ninguna autoridad, excepto la que le concedía Colón? Como vizcaíno*, Juan era tan extranjero entre esos españoles como el propio Colón, así que recibía la condescendencia del italiano, el desprecio de los oficiales reales y las burlas de los marineros españoles. Pero en ese momento, después de haber sido despojado de todo control y todo respeto, ¿era de pronto culpa suya que el barco se hundiera?
* La impecable documentación de que hace gala Orson Scott Card en la redacción de este libro parece fallar en lo referido a Juan de la Cosa y su intento de aplicar los nacionalismos del siglo veinte al momento del Descubrimiento. Parece demostrado que Juan de la Cosa nació en Santoña, Santander, quedando totalmente descartados otros supuestos orígenes como El Puerto de Santa María u Orduño en Vizcaya. De la Cosa fue, además, maestre en la primera expedición de Colón y primer piloto en la tercera. De todas formas, donde el autor usa el término «vasco» en el original, se ha traducido «vizcaíno», término aplicado en la época a todos los marinos del Cantábrico. (N. del T.)
La nao se escoró aún más a babor.
Colón hablaba, pero Juan tenía problemas para concentrarse en lo que decía.