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—La popa es pesada y hemos chocado con un arrecife submarino. No avanzaremos más. No tenemos más remedio que enderezar el barco.

Era la cosa más absurda que Juan había oído jamás. Estaba oscuro, el barco se hundía, ¿y Colón quería intentar una maniobra estúpida en vez de salvar vidas? Era lo que cabía esperar de un italiano, ¿qué le importaban las vidas de los españoles? Y ya puestos, ¿qué era la vida de un vizcaíno para los españoles? Colón y los oficiales llegarían primero a los botes, pero no les importaría lo que le sucediera a Juan de la Cosa. Y los hombres nunca le dejarían subir a un bote si tenían oportunidad de elegir. Lo sabía, lo había visto en sus ojos.

—Enderezar la nao —repitió Cristóforo—. Fletad el batel, llevad el ancla a estribor, lanzadla, y luego usar el impulso para sacarnos de la roca.

—Sé lo que pretendéis —respondió Juan. ¿Creía este tonto que podría enseñarle artes marineras?

—¡Entonces manos a la obra, hombre! —ordenó Cristóforo—. ¿O queréis perder vuestra carabela en estas aguas?

Bien, que Colón diera sus órdenes. No sabía nada. Juan de la Cosa era mejor cristiano que ninguno de aquellos hombres. La única manera de salvar a toda la tripulación era traer los botes de la Niña para que ayudasen. Que se olvidara de recoger el ancla, eso sería lento y consumiría mucho tiempo, y los hombres morirían. Juan salvaría todas las vidas de aquel barco y los hombres sabrían quién se preocupaba por ellos. No aquel fanfarrón de Pinzón, que de forma tan egoísta se había marchado por su cuenta. Y desde luego no Colón, que sólo pensaba en el éxito de su expedición, sin importarle si los hombres morían en el empeño. «Soy yo, Juan de la Cosa, el vizcaíno, el norteño, el extraño. Soy yo el que os ayudará a vivir para regresar junto a vuestras familias en España.»

Juan inmediatamente puso a varios hombres a arriar el bote. Mientras tanto, oyó a Colón gritando órdenes para recoger las velas y soltar el ancla. «Oh, qué excelente idea —pensó Juan—. La nave se hundirá con todas las velas plegadas. Eso significará una gran diferencia para los tiburones.»

El bote chocó con estrépito contra las aguas. De inmediato los tres remeros bajaron por las maromas y empezaron a desatar los nudos para liberar el batel de la carabela. Mientras tanto, Juan trataba de bajar por la escala de cuerda, la cual, con la inclinación del barco, colgaba en medio del aire y se bamboleaba peligrosamente. «Dejadme que viva para alcanzar el bote, Santa Madre, rezó, y entonces seré un héroe y salvaré a los demás.»

Sus pies encontraron el batel, pero no consiguió soltar los dedos de la escala.

—¡Vamos! —demandó Peña, uno de los hombres.

«Lo estoy intentando —pensó Juan—. ¿Por qué no me obedecen mis manos?»

—Vaya cobarde —murmuró Bartolomé. «Pretenden hablar en voz baja —pensó Juan—, pero como siempre se aseguran de que pueda oírlos.»

Sus dedos se abrieron. Sólo había sido un instante. No se podía esperar que nadie actuara con perfecto control cuando la muerte estaba tan cerca.

Pasó por encima de Peña para llegar a su lugar en la popa, para controlar el timón.

—Remad —dijo.

Mientras empezaban a hacerlo, Bartolomé, sentado en la proa, marcaba el ritmo. Había sido soldado en el ejército español, pero lo habían arrestado por ladrón: era uno de los que se unieron al viaje con la esperanza de conseguir el perdón. La mayoría de los delincuentes eran tratados mal por los demás, pero la experiencia militar de Bartolomé le había ganado, aunque fuera a regañadientes, el respeto de la tripulación… y la sumisión total de los otros reos.

—Bogad —dijo—. Bogad.

Mientras ellos remaban, Juan viró el timón hacia babor.

—¿Qué hacéis? —demandó Bartolomé al ver que la barca se separaba de la Santa María en vez de dirigirse a la popa, donde empezaba a bajar el ancla.

—¡Haced vuestro trabajo y yo haré el mío! —gritó Juan.

—¡Tenemos que colocarnos bajo el ancla! —respondió Bartolomé.

—¿Confiáis vuestra vida al genovés? ¡Vamos a la Niña a pedir ayuda!

Los ojos de los marineros se abrieron de par en par. Era una contravención directa de las órdenes. Bordeaba el motín contra Colón. Dejaron de bogar.

—De la Cosa —dijo Peña—, ¿no vais a tratar de salvar la carabela?

—¡Es mi nao! —chilló Juan—. ¡Y son vuestras vidas! ¡Seguid remando y podremos salvarlos a todos! ¡Remad! ¡Remad!

Bartolomé entonó la saloma, y todos remaron.

Sólo entonces se molestó Colón en advertir lo que estaban haciendo. Juan lo oyó gritar desde la cubierta.

—¡Volved! ¿Qué estáis haciendo! ¡Venid y colocaos bajo el ancla!

Pero Juan miró ferozmente a los marineros.

—Si queréis vivir para volver a ver España, entonces lo único que debéis oír es el batir de los remos.

Remaron sin decir palabra, con fuerza. La Niña se hizo más grande en la distancia, mientras la Santa María se volvía cada vez más pequeña tras ellos.

«Es sorprendente qué acontecimientos demuestran haber sido inevitables —pensó Kemal—, y cuáles pueden cambiarse. Los marineros dormían todos con mujeres distintas en Valle del Paraíso esta vez, así que aparentemente la elección de parejas de cama fue producto del capricho del azar. Pero cuando llegó el momento de desobedecer la única orden que podría haber salvado a la Santa María, Juan de la Cosa tomó la misma decisión, no importaba a qué precio. El amor es aleatorio; el miedo es inevitable. Lástima que nunca tenga la oportunidad de publicar este hallazgo.

»Se acabó contar historias. Sólo puedo representar el final de mi vida. ¿Quién decidirá entonces el significado de mi muerte? Yo lo haré, lo mejor que pueda. Pero entonces ya no estará en mis manos. Harán de mí lo que quieran, si es que me recuerdan. El mundo en el que descubrí un gran secreto del pasado y me hice famoso ya no existe. Ahora estoy en un mundo donde nunca nací y no tengo pasado.» ¿Un solitario saboteador musulmán, que de algún modo consiguió llegar al Nuevo Mundo? Kemal imaginó cómo serían los artículos eruditos, explicando el origen psicosocial de las leyendas del Solitario Terrorista Musulmán del viaje de Colón. Una sonrisa asomó a su rostro mientras la tripulación de la Santa María remaba hacia la Niña.

Diko regresó a Ankuash con dos cestas llenas de agua colgando de la percha que llevaba al hombro. Ella misma la había fabricado, cuando quedó claro que no había nadie en la tribu que fuera tan fuerte. Los otros se avergonzaban de verla acarrear agua tan fácilmente cuando a ellos les resultaba tan duro. Así que fabricó la percha para que pudiera transportar el doble, y entonces insistió en recoger el agua sola, para que nadie pudiera compararse a ella. Hacía tres viajes al día hasta el arroyo bajo la cascada. Eso la mantenía fuerte, y apreciaba la soledad.

Los demás la estaban esperando, por supuesto: el agua de las grandes cestas sería vertida en muchos recipientes más pequeños, la mayoría en vasijas de barro. Pero advirtió desde lejos que había ansiedad en ellos. Noticias, pues.

—¡La canoa de los hombres blancos fue llevada por los espíritus del agua! —exclamó Putukam en cuanto Diko estuvo lo bastante cerca para poder oírla—. ¡El mismo día que tú dijiste!

—Tal vez ahora Guacanagarí crea la advertencia y proteja a sus muchachas jóvenes.

Guacanagarí era el cacique de la mayor parte del noroeste de Haití. A veces alardeaba de que su autoridad se extendía desde las montañas de Cibao hasta Ankuash, aunque nunca había tratado de demostrar esta teoría en batalla: no había nada allá arriba en Cibao que quisiera. Los sueños de Guacanagarí de ser dueño de todo Haití le habían llevado en la historia anterior a establecer una fatal alianza con los españoles. Si no lo hubieran tenido a él y a su pueblo para servirles de espía e incluso para pelear por ellos, los españoles tal vez no habrían vencido; otros líderes tainos quizás hubieran logrado unir a Haití en alguna especie de resistencia efectiva. Pero eso no sucedería esta vez. La ambición de Guacanagarí seguiría siendo el principio por el que se guiaba, pero no tendría el mismo efecto devastador. Pues Guacanagarí sólo era amigo de los españoles cuando parecían fuertes. En cuanto parecieron débiles, sería su más mortal enemigo. Diko sabía que no debía confiar en su palabra ni un solo instante. Pero todavía resultaba útil, porque era fácil anticipar sus actos si se comprendía su ansia de gloria.