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Diko se agachó y se quitó la percha de los hombros. Los demás cogieron las cestas de agua y empezaron a vaciarlas en sus recipientes.

—¿Guacanagarí escucha a una mujer de Ankuash? —dijo Baiku, escéptico. Recogía el agua en tres vasijas. El pequeño Inoxtla se había hecho un corte que tenía mal aspecto en una caída, y Baiku preparaba una pócima, té y vapor para él.

Una de las mujeres más jóvenes corrió inmediatamente en defensa de Diko.

—¡Debe creer a Ve-en-la-Oscuridad! Todas sus palabras se vuelven verdad.

Como siempre, Diko negaba sus supuestos dones proféticos, aunque había sido su íntimo conocimiento del futuro lo que impidió que se convirtiera en esclava o en quinta esposa del cacique.

—Es Putukam quien ve visiones verdaderas, y Baiku quien sana. Yo traigo agua.

Los otros guardaron silencio, pues ninguno de ellos había comprendido jamás por qué Diko decía algo que era tan claramente falso. ¿Quién había oído hablar de alguien que se negara a admitir que hacía algo bien? Sin embargo, era la persona más fuerte, más alta, más sabia y más santa que habían visto o conocido, y si ella decía esto, debía ser cierto, aunque sus palabras no debían ser consideradas en su totalidad, por supuesto.

«Pensad lo que queráis —dijo Diko en silencio—. Pero yo sé que llegará el día en que no tendré más conocimiento del futuro que vosotros, porque no será el futuro que yo recordaba.»

—¿Y qué hay del Hombre Silencioso? —preguntó.

—Oh, dicen que aún está en su barca hecha de agua y aire, observando.

—Y dicen que los blancos no pueden verlo —añadió otro—. ¿Son ciegos?

—No saben cómo ver las cosas —dijo Diko—. No saben ver nada más que lo que esperan ver. Los tainos de la costa saben ver esta barca hecha de agua y aire, porque lo vieron hacerla y echarla al agua. Ellos esperan verla. Pero los hombres blancos no la han visto nunca antes, así que sus ojos no saben cómo encontrarla.

—Siguen siendo estúpidos al no verla —dijo Goala, un adolescente recién salido de la pubertad.

—Eres muy valiente —dijo Diko—. Yo tendría miedo de ser tu enemigo.

Goala se pavoneó.

—Pero tendría aún más miedo de ser tu amigo en la batalla. Estás muy seguro de que tu enemigo es estúpido porque no ve las cosas como tú las verías. Eso te volverá descuidado, y tu enemigo te sorprenderá y tu amigo morirá.

Goala guardó silencio mientras los demás se reían.

—No has visto la barca hecha de agua y aire —dijo Diko—. Así que no sabes si es fácil o difícil verla.

—Quiero verla —dijo Goala en voz baja.

—No te servirá de nada, porque nadie en el mundo tiene poder para hacer una igual y nadie tendrá ese poder hasta dentro de más de cuatrocientos años.

A menos que la tecnología evolucionara aún más rápido en esta nueva historia. Con suerte, la tecnología de este tiempo no anularía la habilidad de los seres humanos para comprenderla, para controlarla, para no ensuciar con ella.

—Lo que dices no tiene sentido ninguno —repuso Goala.

Los demás se quedaron boquiabiertos: sólo un hombre tan joven sería capaz de hablar con tanta falta de respeto a Ve-en-la- Oscuridad.

—Goala está pensando —dijo Diko— que un hombre debe ir a ver esa cosa que sólo se verá dentro de quinientos años. Pero yo os diré que lo que merece la pena verse es aquello de lo que un hombre puede aprender para ayudar a la tribu y la familia. El hombre que ve la barca hecha de agua y aire tiene una historia que sus hijos no creerán. Pero el hombre que aprende cómo hacer una gran canoa de madera como las que usan los españoles, puede cruzar los océanos con grandes cargamentos y muchos pasajeros. Son las canoas de los españoles lo que queréis ver, no la barca hecha de agua y aire.

—No quiero ver para nada a los hombres blancos —dijo Putukam con un escalofrío.

—Sólo son hombres —respondió Diko—. Algunos son muy malos, y algunos son muy buenos. Todos saben hacer cosas que nadie en Haití sabe hacer, y sin embargo hay muchas cosas que todos los niños de Haití saben y los hombres blancos no comprenden.

—¡Cuéntanos! —gritaron varios de ellos.

—Ya os he contado todas esas historias sobre la llegada de los hombres blancos —dijo Diko—. Y hoy hay trabajo que hacer.

Expresaron como niños su decepción. ¿Y por qué no iban a hacerlo? La confianza dentro de la aldea, dentro de la tribu, era tal que nadie tenía miedo de decir lo que deseaba. Los únicos sentimientos que tenían que ocultar de sus compañeros eran los verdaderamente vergonzosos, como el miedo y la malicia.

Diko llevó su percha y sus cestas de agua vacías a su casa. Una choza, en realidad. Por suerte no había nadie esperándola allí. Putukam y ella eran las únicas mujeres que tenían casas propias y, desde la primera vez que Diko alojó a una mujer cuyo marido estaba furioso y amenazó con golpearla, Putukam se había unido a ella para convertir su morada en un refugio para las mujeres. Había habido mucha tensión al principio, ya que Nugkui, el cacique, veía, no sin razón, a Diko como una rival por el poder en la aldea. La tensión sólo se tradujo en violencia una vez, cuando tres hombres surgieron de las sombras de la noche, armados con lanzas. Diko tardó unos treinta segundos en desarmarlos a todos, romper los palos de las lanzas y dejarlos marchar tambaleándose con muchos cortes y hematomas y músculos doloridos. Simplemente, no podían medirse con su fuerza y su tamaño… y su dominio de las artes marciales.

Eso no habría impedido que intentaran algo más tarde (una flecha, un dardo, un incendio), pero Diko llevó el caso a la luz. Reunió sus pertenencias y empezó a regalárselas a las otras mujeres. Esto inquietó de inmediato a toda la aldea.

—¿Adonde vas? —demandaron—. ¿Por qué te marchas?

Ella respondió con toda sinceridad:

—Vine a esta aldea porque me pareció oír una voz que me llamaba. Pero anoche tuve una visión de tres hombres que me atacaban en la oscuridad y supe que esa voz debía de estar equivocada, no era esta aldea, porque esta aldea no me quiere. Ahora debo marcharme y encontrar la aldea adecuada, la que tiene necesidad de una alta mujer negra para que les lleve el agua.

Tras muchos tira y afloja, accedió a quedarse durante tres días.

—Al final de ese periodo me marcharé, a menos que todo el mundo en Ankuash me haya pedido, uno a uno, que me quede, y hayan prometido nombrarme su tía o su hermana o su sobrina. Si una sola persona no me quiere, me marcharé.

Nugkui no era ningún tonto. Por mucho que lamentara su autoridad, sabía que tenerla en la aldea daba a Ankuash un enorme prestigio entre los tainos que vivían montaña abajo. ¿No les enviaban sus enfermos para que los curase? ¿No enviaban mensajeros para preguntar el significado de acontecimientos o para conocer qué predecía para el futuro Ve-en-la-Oscuridad? Hasta que llegó Diko, los habitantes de Ankuash eran despreciados como gente que vivía en la zona fría de la montaña. Fue Diko quien les explicó que su tribu fue la primera en vivir en Haití, que sus antepasados fueron los primeros en ser lo bastante valientes para navegar de isla en isla.