Выбрать главу

—Durante mucho tiempo, los tainos dominaron este lugar, y ahora los caribes quieren hacer lo mismo —explicó—. Pero pronto llegará el momento en que Ankuash dirija una vez más a todo el pueblo de Haití. Pues ésta es la aldea que domará a los hombres blancos.

Nugkui no estaba dispuesto a dejar escapar tan exaltado futuro.

—Quiero que te quedes —dijo, a regañadientes.

—Me alegro de oír eso. ¿Has visto a Baiku para que trate esa fea magulladura de tu frente? Debes de haber chocado con un árbol cuando saliste a orinar en la oscuridad.

Él se la quedó mirando.

—Algunos dicen que haces cosas que no debería hacer una mujer.

—Pero si yo las hago, entonces deben ser cosas que creo que una mujer debería hacer.

—Algunos dicen que enseñas a las esposas a ser rebeldes y perezosas.

—Nunca enseño a nadie a ser perezoso. Trabajo más duro que ninguno y las mejores mujeres de Ankuash siguen mi ejemplo.

—Ellas trabajan duro, pero no siempre hacen lo que les dicen sus maridos.

—Pero hacen casi todo lo que sus maridos les piden que hagan —dijo Diko—. Sobre todo cuando sus maridos hacen todo lo que las esposas les piden.

Nugkui se quedó sentado durante un largo rato, masticando su ira.

—Ese corte en tu brazo tiene mal aspecto —dijo Diko—. ¿Fue alguien descuidado con la punta de su lanza en la caza de ayer?

—Lo cambias todo —dijo Nugkui.

Ése era el punto crucial de la negociación.

—Nugkui, eres un jefe valiente y sabio. Te observé durante mucho tiempo antes de venir aquí. Dondequiera que fuese, sabía que tendría que hacer cambios, porque la aldea que enseñe a los blancos a ser humanos tiene que ser diferente de todas las demás aldeas. Habrá momentos peligrosos cuando los hombres blancos no estén domados aún, cuando puede que necesites guiar a nuestros hombres a la guerra. E incluso en la paz, tú eres el cacique. Cuando viene la gente en busca de juicio, ¿no te los envío siempre? ¿No te muestro siempre respeto?

A regañadientes, él admitió que así era.

—He visto un futuro terrible, donde los hombres blancos vienen, miles y miles de ellos, y convierten a nuestro pueblo en esclavo… a aquellos que no matan en el acto. He visto un futuro donde en toda la isla de Haití no hay ni un solo taino, ni un solo caribe, ni un hombre o una mujer o un niño de Ankuash. Vine aquí para impedir ese terrible futuro. Pero no puedo hacerlo sola. Depende de ti tanto como de mí. No quiero que me obedezcas. No quiero gobernar por encima de ti. ¿Qué aldea respetaría a Ankuash, si el cacique aceptara órdenes de una mujer? Pero ¿qué cacique merece respeto, si no es capaz de aprender sabiduría sólo porque una mujer se la enseña?

Él la observó, impasible, y luego dijo:

—Ve-en-la-Oscuridad es una mujer que doma a los hombres.

—Los hombres de Ankuash no son animales. Ve-en-la-Oscuridad vino aquí porque los hombres de Ankuash ya se han domado a sí mismos. Cuando las mujeres se refugiaron en mi tienda, o en la de Putukam, los hombres de esta aldea podrían haber derribado las paredes y golpeado a sus esposas, o las podrían haber matado… y a Putukam también, e incluso a mí, porque puede que yo sea lista y fuerte, pero no soy inmortal y se me puede matar.

Nugkui parpadeó ante la declaración.

—Pero los hombres de Ankuash son verdaderamente humanos. Estaban furiosos con sus esposas, pero respetaron la puerta de mi casa y la de Putukam. Se quedaron fuera, y esperaron hasta que su ira se enfrió. Entonces sus esposas salieron, y ninguna fue golpeada, y las cosas mejoraron. Dicen que Putukam y yo ayudamos a crear la paz. Pero sólo funcionó porque los hombres y mujeres de esta aldea la querían. Sólo funcionó porque tú, como cacique, permitiste que funcionara. Si vieras a otro cacique actuar como tú has actuado, ¿no lo llamarías sabio?

—Sí —dijo Nugkui.

—Yo también te llamo sabio —dijo Diko—. Pero no me quedaré a menos que pueda llamarte también tío mío.

Él sacudió la cabeza.

—Eso no estaría bien. No soy tío tuyo, Ve-en-la-Oscuridad. Nadie lo creería. Sabrían que sólo finges ser mi sobrina.

—Entonces no puedo quedarme —dijo ella, poniéndose en pie.

—Siéntate. No puedo ser tu tío y no seré tu sobrino, pero puedo ser tu hermano.

Diko cayó entonces de rodillas ante él, y lo abrazó, todavía sentado en el suelo como estaba.

—Oh, Nugkui, eres el hombre que esperaba.

—Eres mi hermana —repitió él—, pero agradezco a todos los pasuk que viven en el bosque que no seas mi esposa.

Con esto se levantó y salió de la casa. A partir de entonces fueron aliados: una vez que Nugkui dio su palabra, no la rompió y ninguno de los hombres airados la rompió tampoco. Él resultado fue inevitable. Los hombres aprendieron que era mejor controlar su furia que sufrir la humillación pública de ver cómo sus esposas se refugiaban en casa de Diko o de Putukam y ninguna mujer de Ankuash había sido golpeada desde hacía más de un año. Ahora era más normal que las mujeres acudieran a la casa de Diko para quejarse de un marido que había dejado de desearlas, o para pedirle magia o profecías. Ella no daba nada de eso, pero ofrecía consuelo y sentido común.

Sola en su casa, Diko cogió el calendario que llevaba y revisó en su mente los acontecimientos que se producirían en los próximos días. Allá en la costa, los españoles acudirían a Guacanagarí en busca de ayuda. Mientras tanto, Kemal (al que los indios llamaban el Hombre Silencioso) destruiría los otros barcos españoles. Si fracasaba, o si los españoles conseguían construir nuevos barcos y regresaban a casa, entonces su tarea sería unificar a los indios para prepararlos para expulsar a los españoles. Pero si los españoles quedaban atrapados allí, entonces su tarea sería difundir historias que hicieran que Colón se acercara a ella. Cuando el orden social se rompiera en la expedición (lo que sin duda ocurriría una vez que estuvieran aislados) Colón necesitaría refugio. Y lo encontraría en Ankuash. La misión de ella sería aceptarlo junto con todos los que tuviera bajo su control. Si había montado un número para que los indios llegaran a aceptarla, que esperaran a ver lo que hacía con los hombres blancos.

Ah, Kemal. Ella le había preparado el terreno diciendo que vendría una persona de poder, un hombre silencioso, que haría cosas maravillosas pero las guardaría para sí. Dejadlo en paz, decía en todos sus relatos. Mientras tanto, no sabía si Kemal vendría o no: por lo que podía decir, era la única que había llegado con éxito a su destino. Fue un alivio enorme cuando se enteró de que el Hombre Silencioso estaba viviendo en el bosque cerca de la costa. Durante varios días jugueteó con la idea de ir a verlo. Él tenía que sentirse aún más solo que ella, desconectada de su propio tiempo, de toda la gente que había amado. Pero no. Cuando culminara satisfactoriamente su trabajo, los españoles lo percibirían como enemigo; no podían relacionarla con él, ni siquiera en las leyendas indias, pues muy pronto esas historias llegarían a oídos de los españoles. Así que hizo correr la voz de que quería saberlo todo sobre los movimientos de él, y que pensaba que sería sabio dejarlo en paz. Su autoridad no era absoluta, pero Ve-en-la-Oscuridad era considerada con el suficiente respeto, incluso por la gente de fuera de la aldea que jamás había hablado con ella, para que su consejo referido a aquel extraño hombre barbudo fuera tomado en serio.

Alguien batió las palmas ante la casa.

—Sé bienvenido —dijo ella.

La puerta de juncos tejidos se alzó y Chipa entró en la choza. Era una niña, quizá de unos diez años, pero muy lista, y Diko la había elegido para que fuera su mensajera ante Cristóforo.