—¿Estás pronta?—le preguntó Diko.
—Pronta, mas estoy con miedo.
El español de Chipa era correcto. Diko llevaba dos años enseñándoselo: las dos no hablaban entre sí ningún otro idioma. Y por supuesto Chipa dominaba fluidamente el taino que era la lengua franca de Haití, aunque los habitantes de Ankuash hablaran a menudo un lenguaje distinto y mucho más antiguo, sobre todo en ocasiones solemnes o sagradas. Chipa era buena con los idiomas. Sería una magnífica intérprete.
Intérpretes fue lo único que Cristóforo no tuvo en su primer viaje. Lo que se podía comunicar con gestos, señales y expresiones faciales no era mucho. La falta de un lenguaje común había obligado tanto a los europeos como a los indios a depender de suposiciones sobre lo que el otro lado quería decir realmente. Eso llevó a ridículos malentendidos. Toda sílaba que sonaba a «khan» hacía que Cristóforo pensara que estaba en Cathay. Y en este momento, en la aldea principal de Guacanagarí, Cristóforo estaba sin duda preguntando dónde podía hallarse más oro; cuando Guacanagarí señalara la montaña y dijera «Cibao», Colón lo entendería como una versión de «Cipango». Si realmente hubiera sido Cipango, los samurais habrían acabado con él y con sus hombres. Pero lo más preocupante era que en la historia anterior a Cristóforo no se le hubiera pasado ni una sola vez por la mente que no tuviera derecho a ir a la mina de oro que pudiera encontrar en Haití y tomar posesión de ella.
Diko recordaba lo que Cristóforo escribió en su cuaderno de navegación cuando la gente de Guacanagarí trabajó para ayudarle a rescatar todo su equipo y provisiones del naufragio de la Santa María: «Aman a su prójimo como a sí mismos.» Era capaz de considerar que tenían ejemplares virtudes cristianas… y luego dar la vuelta al razonamiento y asumir que él tenía derecho a quitarles todo lo que poseían. Minas de oro, comida, incluso su libertad y sus vidas: era incapaz de pensar que tenían derechos. Después de todo, eran extraños. Oscuros de piel. Incapaces de hablar ningún idioma reconocible. Y por tanto no eran personas.
Para los novicios de Vigilancia, una de las cosas más duras a la hora de estudiar el pasado era la forma en que la mayoría de la gente de la mayoría de las épocas podía hablar a gente de otras naciones, tratar con ellos, hacerles promesas y luego dar marcha atrás y actuar como si esas mismas gentes fueran bestias. ¿Qué significaban unas promesas hechas a bestias? ¿Qué respeto se debía a la propiedad reclamada por unos animales? Pero Diko había aprendido, como hacía la mayoría en Vigilancia del Pasado, que para la mayor parte de la historia humana, la virtud de la empatia estaba limitada al propio grupo o tribu. Las personas que no eran miembros de la tribu no eran personas. Eran animales, peligrosos depredadores, presas útiles o bestias de carga. Sólo de vez en cuando unos pocos grandes profetas declaraban que la gente de otras tribus, incluso de otras lenguas o razas, eran también humanos. Gradualmente los derechos de soberanía y pernada evolucionaron. Incluso en tiempos modernos, cuando ideas tan atractivas como la igualdad y fraternidad fundamentales de la humanidad se predicaban en todos los rincones del mundo, la idea de que el extranjero no era una persona permanecía latente bajo la superficie.
«¿Qué espero en realidad de Cristóforo? —se preguntaba Diko—. Le estoy pidiendo que aprenda un grado de empatia hacia otras razas, algo que no se convirtió en una fuerza de peso en la vida humana hasta casi quinientos años después de su gran viaje y no prevaleció en todo el mundo hasta superar muchas guerras sangrientas y hambres y plagas. Le estoy pidiendo que se alce sobre su propia época y se convierta en algo nuevo.»
Y esta niña, Chipa, sería su primera lección y su primera prueba. ¿Cómo la trataría? ¿La escucharía siquiera?
—Tienes razón al tener miedo —le dijo Diko en español—. Los hombres blancos son peligrosos y traicioneros. Sus promesas no significan nada. Si no quieres ir, no te obligaré.
—¿Pero para qué si no aprendí español?
—Para que tú y yo pudiéramos compartir secretos —le sonrió Diko.
—Iré —dijo Chipa—. Quiero verlos.
Diko asintió, aceptando su decisión. Chipa era demasiado joven e ignorante del verdadero peligro que suponía que los españoles la maltrataran; pero claro, la mayoría de los adultos tomaba casi todas sus decisiones sin una clara comprensión de las posibles consecuencias. Chipa era lista y tenía buen corazón. La combinación probablemente le serviría bien.
Una hora más tarde, Chipa estaba en el centro de la aldea, tirándose del vestido de hierba tejida que Diko había hecho para ella.
—Es horrible —dijo Chipa en taino—. ¿Por qué debo llevar una cosa así?
—Porque en el país de los hombres blancos es vergonzoso que la gente vaya desnuda.
Todos se rieron.
—¿Por qué? ¿Tan feos son?
—Allí hace frío a veces, pero incluso en verano mantienen sus cuerpos cubiertos. Su Dios les ordenó que llevaran cosas como ésta.
—Es mejor sacrificar sangre a los dioses unas cuantas veces al año, como hacen los tainos —dijo Baiku—, que tener que llevar esas feas casitas en el cuerpo todo el tiempo.
—Dicen que los hombres blancos llevan concha, como las tortugas —dijo el muchacho, Goala.
—Esas conchas son fuertes y las lanzas no las atraviesan fácilmente —informó Diko.
Los aldeanos guardaron entonces silencio, pensando en lo que podría significar esto si entraban alguna vez en combate.
—¿Por qué envías a Chipa a esos hombres-tortuga? —preguntó Nugkui.
—Esos hombres-tortuga son peligrosos, pero también poderosos, y algunos de ellos tendrán buen corazón si podemos enseñarles a ser humanos. Chipa traerá aquí a los hombres blancos, y cuando estén preparados para aprender de mí, les enseñaré. Y el resto de vosotros les enseñará también.
—¿Qué podemos enseñarles nosotros a unos hombres que construyen canoas tan grandes como un centenar de las nuestras? —preguntó Nugkui.
—Ellos también nos enseñarán a nosotros. Pero no hasta que estén preparados.
Nugkui dejó de parecer escéptico.
—Nugkui —dijo Diko—. Sé lo que estás pensando.
Él esperó a ver qué tenía que decir.
—No quieres que envíe a Chipa como regalo a Guacanagarí, porque entonces él pensará que eso significa que gobierna sobre Ankuash.
Nugkui se encogió de hombros.
—Ya lo piensa. ¿Por qué debo hacer que esté seguro?
—Porque tendrá que darle a Chipa a los hombres blancos. Y cuando esté con ellos, Chipa servirá a Ankuash.
—Servirá a Ve-en-la-Oscuridad, quieres decir.
Era una voz de hombre, a su espalda.
—Tu nombre puede que sea Yacha —dijo Diko, sin volverse—, pero no eres siempre sabio, primo mío. Pero si no soy parte de Ankuash decídmelo ahora, y me iré a otra aldea y les dejaré ser los maestros de los hombres blancos.
El clamor entre los aldeanos fue inmediato. Unos instantes después, Baiku y Putukam conducían a Chipa montaña abajo, fuera de Ankuash, fuera de Ciboa, para que comenzara su momento de peligro y grandeza.
Kemal nadó bajo la quilla de la Niña. Le quedaban más de dos horas de aire en los tanques, es decir, cinco veces más de lo que necesitaría si todo salía según lo previsto. Hizo falta un poco más de lo calculado para desprender las lapas de un trozo de quilla cerca de la línea de flotación: no había que apresurarse cuando se manejaba un cincel bajo el agua. Pero el trabajo terminó lo bastante pronto. Entonces sacó de la bolsita que llevaba al cinto el grupo de bombas incendiarias. Colocó la superficie caliente de cada una de ellas contra el casco de la carabela, y luego puso en marcha las grapas que las mantendrían pegadas a la madera. Cuando todo estuvo en su sitio, tiró del cordón. De inmediato sintió el agua calentándose. A pesar de que habían sido fabricadas para que dirigieran la mayor parte de su energía contra la madera, todavía desprendían tanto calor en el agua que pronto ésta empezaría a hervir. Kemal se marchó nadando velozmente, de regreso a su bote.