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—El gran cacique blanco, Colón, está muy contento conmigo. Te da las gracias por hacerle un regalo tan útil.

El rostro de Guacanagarí no mostró nada, pero ella sabía que estaba furioso. A Chipa no le importó: no le caía bien.

—Dile que le regalo mi sombrero —dijo Colón—, que nunca daría a ningún hombre más que a un gran rey.

Ella tradujo sus palabras al taino. Los ojos de Guacanagarí se abrieron desmesuradamente. Extendió una mano.

Colón se quitó el sombrero de la cabeza y, en vez de ponerlo en la mano del cacique, lo colocó sobre su cabeza. Guacanagarí sonrió. Chipa pensó que parecía aún más estúpido que los hombres blancos, llevando un techo así en la cabeza. Pero observó que los otros tainos que rodeaban a Guacanagarí estaban impresionados. Era un buen intercambio. Un poderoso sombrero talismán a cambio de una problemática y desobediente muchacha de las montañas.

—Ponte en pie, niña —dijo Colón. Le tendió la mano para ayudarla a incorporarse. Sus dedos eran largos y suaves. Ella nunca había tocado una piel tan suave, excepto en los bebés. ¿Acaso Colón no trabajaba nunca?—. ¿Cómo te llamas?

—Chipa. Pero Ve-en-la-oscuridad dijo que me darías un nuevo nombre cuando me bautizaras.

—Un nuevo nombre —dijo Colón—. Una nueva vida.

Y entonces, en voz baja, de forma que sólo ella pudo oírla, añadió:

—Esa mujer que llamas Ve-en-la-Oscuridad… ¿puedes conducirme hasta ella?

—Sí —dijo Chipa. Entonces añadió algo que Ve-en-la-Oscuridad no había pretendido que dijera—: Ella me dijo una vez que había renunciado a su familia y al hombre que amaba para poder conoceros.

—Mucha gente ha renunciado a muchas cosas —dijo Colón—. Pero ¿estarás ahora dispuesta a servirnos de intérprete? Necesito la ayuda de Guacanagarí para construir refugios para mis hombres, ahora que nuestras naves se han quemado. Y necesito que envíe un mensajero con una carta para el capitán de mi tercera nao, pidiéndole que venga aquí a recogernos y llevarnos a casa. ¿Vendrás a España con nosotros?

Ve-en-la-Oscuridad no había dicho nada de ir a España. De hecho, había dicho que los hombres blancos nunca abandonarían Haití. Pero decidió que éste no era un buen momento para mencionar esta profecía concreta.

—Si vos vais allí, yo os acompañaré.

Pedro de Salcedo tenía diecisiete años. Podía ser paje del capitán general de la flota, pero esto nunca le hizo sentirse superior a los marineros ni a los grumetes. No, lo que le hacía sentirse superior era la forma en que estos hombres y grumetes deseaban a las feas mujeres indias. Podía oírlos hablar a veces, aunque habían aprendido a no tratar de enzarzarlo en aquellas conversaciones. Al parecer, no podían superar el hecho de que las mujeres indias iban desnudas.

Pero la nueva no. Chipa. Ella llevaba ropas y hablaba español. Todos los demás se sorprendían por esto, pero no Pedro de Salcedo. Era lo que cabía esperar de la gente civilizada. Y ella lo era, en efecto, aunque no fuera todavía cristiana.

De hecho, a juicio de Pedro no era cristiana en absoluto. Había oído todo lo que ella le había dicho al capitán general, naturalmente, pero cuando le encargaron de que le buscara alojamiento seguro, aprovechó la oportunidad para hablar con ella. Rápidamente descubrió que no tenía la menor idea de quién era Cristo, y sus conocimientos de la doctrina cristiana eran patéticos en el mejor de los casos. Pero claro, había dicho que aquella mística Ve-en-la-Oscuridad había prometido que Colón le enseñaría quién era Cristo.

Ve-en-la-Oscuridad. ¿Qué clase de nombre era ése? ¿Y cómo era posible que una mujer india hubiera recibido una profecía que hablaba de Colón y Cristo? Una visión semejante debía proceder de Dios… ¿pero a una mujer? Y ni siquiera una mujer cristiana.

Pero, si bien lo pensaba, Dios le habló también a Moisés, y éste era judío. Fue cuando los judíos eran aún el pueblo elegido en vez de la sucia escoria asesina de la Tierra, pero con todo, era algo que le hacía pensar.

Pedro pensaba en muchas cosas, para no tener que pensar en Chipa. Porque esos pensamientos eran los que le preocupaban. A veces se preguntaba si no era tan bajo y vulgar como los marineros y los grumetes, tan ansioso de carne que incluso las mujeres indias podían parecerle atractivas. Pero no era eso, no en realidad. No sentía lujuria hacia Chipa. Todavía no se le escapaba que era fea, y por el amor de Dios, ni siquiera tenía aún forma de mujer, era una niña, ¿qué clase de pervertido tenía que ser para sentir lujuria por ella? Sin embargo, también veía algo en su voz, su rostro, que la volvía hermosa.

¿Qué era? ¿Su timidez? ¿El claro orgullo que sentía cuando decía frases difíciles en español? ¿Sus ansiosas preguntas sobre las ropas, las armas, los otros miembros de la expedición? ¿Aquellos dulces gestos que hacía cuando se avergonzaba por haber cometido un error? ¿La pura transparencia de su cara, como si la luz brillara a través de su piel? No, eso era imposible, no brillaba de verdad. Era una ilusión. Había pasado demasiado tiempo solo.

Sin embargo, descubrió que la única parte de sus deberes que anhelaba hacer cada día era atender a Chipa, vigilarla, conversar con ella. Estaba con ella el mayor tiempo posible, y a veces abandonaba sus otras tareas. No es que pretendiera hacerlo; simplemente, se olvidaba de todo cuando estaba con ella. Y le resultaba útil estar con ella, ¿no? Le estaba enseñando el lenguaje taino. Si lo aprendía bien, habría dos intérpretes, no sólo uno. Eso sería bueno, ¿verdad?

Él le estaba enseñando también el alfabeto. A ella parecía gustarle más que nada, y era muy lista. Pedro no era capaz de imaginar por qué, ya que no había nada en la vida de las mujeres que lo hiciera necesario. Pero si la divertía y la ayudaba a aprender español mejor, ¿por qué no?

Así, Pedro estaba trazando letras en la arena, y Chipa las nombraba, cuando Diego Bermúdez fue a buscarlo.

—El jefe quiere verte —dijo. A los doce años, el grumete no tenía sentido de la educación—. Y a la niña. Va a salir de expedición.

—¿Adónde? —preguntó Pedro.

—A la luna —dijo Diego—. Hemos estado en todos los demás sitios.

—Va a ir a la montaña —dijo Chipa—. A conocer a Ve-en-la-Oscuridad.

Pedro la miró, consternado.

—¿Cómo sabes eso?

—Porque Ve-en-la-Oscuridad dijo que él iría a verla.

Más cháchara mística. ¿Qué era Ve-en-la-oscuridad, una bruja? Pedro se moría de ganas de conocerla. Pero llevaría su rosario enroscado con tres vueltas alrededor del cuello y sujetaría la cruz todo el tiempo. No tenía sentido correr riesgos.

Chipa debía de haberlo hecho bien, decidió Diko, pues habían venido mensajeros durante toda la mañana, avisando de la llegada de los hombres blancos. La mayoría de los mensajes molestos procedían de Guacanagarí, llenos de amenazas semiveladas sobre cualquier intento por parte de una oscura aldea montañosa como Ankuash por interferir en los planes del gran cacique. Pobre Guacanagarí… en la versión anterior de la historia, también tenía la ilusión de que controlaba las relaciones con los españoles. El resultado fue que acabó siendo un chaquetero, traicionando a los otros líderes indios hasta que también él fue destruido. No es que fuera más estúpido que los otros que se habían engañado pensando que tenían el tigre bajo control sólo porque se aferraban a su cola.

Era media tarde cuando Cristóforo en persona llegó al claro. Pero Diko no estaba fuera para recibirlo. Escuchaba desde dentro de su casa, esperando.

Nugkui hizo un gran despliegue de saludos al gran cacique blanco, y Cristóforo por su parte fue amable. Diko escuchaba con placer la confianza en la voz de Chipa. Había aceptado su papel y lo desempeñaba bien. Diko tenía claros recuerdos de la muerte de Chipa en la otra historia. Entonces tenía algo más de veinte años y sus hijos fueron asesinados delante de ella antes de que la violaran y la mataran. Ahora nunca conocería ese horror. Eso le dio a Diko confianza.