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Terminados los preliminares, Cristóforo preguntó por Ve-en-la-Oscuridad. Nugkui naturalmente le advirtió que era una pérdida de tiempo hablar con la gigante negra, pero esto sólo intrigó aún más a Colón, como Diko esperaba. Pronto se plantó ante su puerta, y Chipa entró en la casa.

—¿Puede pasar? —preguntó en taino.

—Lo estás haciendo bien, sobrina mía —dijo Diko. Chipa y ella habían hablado solamente español durante tanto tiempo que se le hacía raro pasar al lenguaje local. Pero era necesario, al menos por el momento, si querían que Cristóforo no entendiera lo que se decían.

Chipa le sonrió y agachó la cabeza.

—Ha traído a su paje con él. Es muy alto y agradable y le gusto.

—Será mejor que no le gustes demasiado —dijo Diko—. Todavía no eres una mujer.

—Pero él es un hombre —rió Chipa—. ¿Lo dejo entrar?

—¿Quién está con Cristóforo?

—Toda la gente de la casa grande. Segovia, Arana, Gutiérrez, Escobedo. Incluso Torres —volvió a reírse—. ¿Sabías que trajeron consigo un intérprete? No habla ni una palabra de taino.

Tampoco hablaba mandarín, ni japonés, cantones, hindi, malayo o ninguna de las otras lenguas que habría necesitado si Colón hubiera llegado de verdad al Lejano Oriente como pretendía. Los pobres europeos habían enviado a Torres porque sabía leer hebreo y arameo, que consideraban las raíces de todos los demás idiomas.

—Que entre el capitán general —dijo Diko—. Y tú puedes traer también a tu paje. ¿Pedro de Salcedo?

Chipa no pareció sorprenderse de que Diko conociera su nombre.

—Gracias —dijo, y salió para traer a los invitados.

Diko no pudo evitar sentirse nerviosa. No, ¿por qué engañarse? Estaba aterrada. Conocer por fin al hombre que había consumido su vida. Y la escena que representarían nunca había existido antes en ninguna historia. Estaba acostumbrada a saber lo que él diría antes de que lo dijera. ¿Cómo sería ahora que tenía la capacidad de sorprenderla?

No importaba. Ella tenía muchísima más capacidad para sorprenderlo a él, y la utilizó inmediatamente, hablándole en genovés.

—He esperado mucho tiempo para conocerte, Cristóforo.

Incluso en la oscuridad de la casa, Diko advirtió que el rostro de él se ruborizaba por la falta de respeto. Sin embargo, tuvo el detalle de no insistir en que se dirigiera a él por sus títulos. En cambio, se concentró en la pregunta.

—¿Cómo es que hablas el lenguaje de mi familia?

Ella respondió en portugués.

—¿Sería éste el lenguaje de tu familia? Así es como hablaba tu esposa, antes de morir, y tu hijo mayor aún piensa en portugués. ¿Lo sabías? ¿O no has hablado con él lo suficiente para saber qué piensa en general?

Cristóforo estaba furioso y asustado. Justo lo que ella esperaba.

—Sabes cosas que nadie sabe.

No se refería a los detalles familiares, por supuesto.

—Reinos caerán a tus pies —dijo ella, imitando en lo posible incluso la entonación de la voz de los Intervencionistas de la visión de Colón—. Y millones cuyas vidas se hayan salvado te llamarán bendito.

—No necesitamos un intérprete, ¿verdad? —dijo Cristóforo.

—¿Dejamos marchar a los muchachos?

Cristóforo murmuró algo a Chipa y Pedro. El paje se levantó de inmediato y se dirigió a la puerta, pero la niña no se movió.

—Chipa no es tu criada —señaló Diko—. Pero le pediré que se marche.

En taino, añadió:

—Quiero que el capitán general hable de cosas que no querrá que oiga nadie más. ¿Te importa salir?

Chipa se levantó de inmediato y se dirigió a la puerta. Diko advirtió con placer que Pedro mantenía la lona abierta para ella. El muchacho pensaba en la niña no sólo como en un ser humano, sino como en una dama. Era un logro, aunque nadie fuera consciente de ello.

Se quedaron solos.

—¿Cómo es que sabes esas cosas? —preguntó Cristóforo—. Esas promesas, que los reinos caerían a mis pies, que…

—Las conozco, porque vine aquí gracias al mismo poder que primero te dirigió esas palabras.

Que lo interpretara como quisiera. Más tarde, cuando entendiera más, ella le recordaría que no le había mentido.

Sacó una pequeña linterna de batería solar de una de sus bolsas y la colocó entre ambos. Cuando la conectó, Colón se protegió los ojos. Sus dedos también formaron una cruz.

—No es brujería —dijo ella—. Es una herramienta hecha por mi gente, de otro lugar, adonde nunca podrías ir en todos tus viajes. Pero como cualquier herramienta, algún día se agotará, y yo no sabré cómo hacer otra.

Él estaba escuchando, pero a medida que sus ojos se ajustaban, también la observaba.

—Eres oscura como una mora.

—Soy africana. No mora, sino de más al sur.

—¿Cómo viniste, pues?

—¿Crees que eres el único viajero? ¿Crees que eres el único que puede ser enviado a tierras lejanas para salvar las almas de los paganos?

Él se puso en pie.

—Veo que después de todos mis esfuerzos, sólo he empezado a encontrar oposición. ¿Me envió Dios a las Indias sólo para mostrarme a una negra con una lámpara mágica?

—Esto no es la India —dijo Diko—. Ni Cathay, ni Cipango. Ésas se extienden muy, muy lejos, al oeste. Esto es otra tierra.

—Citas las palabras que me dijo el propio Dios ¿y luego me dices que Dios estaba equivocado?

—Si lo piensas bien, recordarás que nunca dijo Cathay, Cipango, la India ni ningún otro nombre.

—¿Cómo sabes eso?

—Te vi arrodillado en la playa, y te oí hacer tu juramento en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.

—¿Entonces por qué no te vi yo? Si vi a la Santísima Trinidad, ¿por qué fuiste tú invisible?

—Sueñas con una gran victoria para la cristiandad —dijo Diko, ignorando su pregunta porque no se le ocurría ninguna respuesta que él pudiera comprender—. La liberación de Constantinopla.

—Sólo como un paso en el camino para liberar Jerusalén —dijo Cristóforo.

—Pero te digo que aquí, en este lugar, hay millones de almas que aceptarían el cristianismo si tan sólo se lo ofrecieras pacíficamente, con amor.

—¿Cómo si no podría ofrecérselo?

—¿Cómo? Ya has escrito en tus diarios que podría hacerse trabajar a esta gente. Ya hablas de esclavizarlos.

Él le dirigió una mirada penetrante.

—¿Quién te enseñó mis diarios?

—Todavía no eres adecuado para enseñar a esta gente el cristianismo, Cristóforo, porque todavía no eres cristiano.

Él alzó la mano para golpearla. Eso la sorprendió, porque no era un hombre violento.

—Oh, ¿golpearme demostrará que lo eres? Sí, recuerdo todas esas historias de cómo Jesús azotó a María Magdalena. Y las palizas que les daba a Marta y María.

—No te he golpeado —dijo él.

—Pero fue tu primer deseo, ¿no? ¿Por qué? Eres el más paciente de los hombres. Dejaste que esos sacerdotes te acosaran y te atormentaran durante años, y nunca perdiste los nervios con ellos. Sin embargo, conmigo te sientes libre para golpearme. ¿Por qué es eso, Cristóforo?

Él la miró, sin contestar.

—Te diré por qué. Porque para ti no soy un ser humano. Soy un perro, menos que un perro, porque no golpearías a un perro, ¿verdad? Igual que los portugueses, cuando miras a una mujer negra ves a una esclava. Y esa gente cobriza… puedes enseñarles el evangelio de Cristo y bautizarlos, pero eso no te impide querer convertirlos en esclavos y robarles el oro.