Instruidla, bautizadla, ponedle una hermosa saya y seguiría siendo oscura de piel y fea. Igual se podría poner un vestido a un mono. Ve-en-la-oscuridad negaba la naturaleza al pensar que podía ser de otra forma. Obviamente, era el último esfuerzo del diablo por detenerle, por distraerlo de su misión. Igual que había hecho que Pinzón se marchara con la Pinta.
Casi había oscurecido cuando regresó a la empalizada donde los españoles estaban acampados. Al oír los sonidos de las risas y la jarana, estuvo a punto de dejarse llevar por la furia ante la falta de disciplina, hasta que advirtió a qué era debido. Allí, de pie ante una gran fogata, obsequiando a los marineros congregados con algún relato inventado, estaba Martín Alonso Pinzón. Había vuelto.
Mientras Cristóforo cruzaba la zona despejada entre la puerta del fuerte y la hoguera, los hombres que rodeaban a Pinzón repararon en su presencia y guardaron silencio, expectantes. También Pinzón observó a Colón aproximarse. Cuando estaba lo bastante cerca para no tener que gritar, Pinzón dio comienzo a sus excusas.
—Capitán general, no podéis imaginar mi desazón cuando os perdí en la niebla cuando veníamos de Colba.
«Vaya mentira —pensó Cristóforo—. La Pinta era aún claramente visible después de que las brumas de la costa desaparecieran.»
—Pero pensé: ¿por qué no explorar por separado? Nos detuvimos en la isla de Babeque, donde los colbanos dijeron que encontraríamos oro, pero no había ni una onza. Pero al este de allí, a lo largo de la costa de esa isla, había enormes cantidades. ¡Por un trocito de lazo me dieron piezas de oro del tamaño de dos dedos y a veces tan grandes como mi mano!
Extendió la manaza, enorme y callosa.
Cristóforo siguió sin contestar, aunque se hallaba a menos de cinco pasos del capitán de la Niña. Fue Segovia quien dijo:
—Naturalmente, haréis una descripción completa de este oro y lo añadiréis al tesoro común.
Pinzón se puso rojo.
—¿De qué me acusáis, Segovia? —demandó.
«Podría acusaros de traición —pensó Cristóforo—. Sin duda, de motín. ¿Por qué habéis vuelto? ¿Por que no podíais avanzar contra el viento de levante como yo? ¿O porque os disteis cuenta de que cuando regreséis a España sin mí habrá preguntas que no podréis responder? Así que no sólo sois desleal e indigno de confianza, sino que también sois demasiado cobarde para completar vuestra traición.»
Sin embargo, no dijo nada de esto. La furia de Cristóforo contra Pinzón, aunque estaba tan justificada como su ira hacia Ve-en-la-Oscuridad, no tenía nada que ver con el motivo por el que Dios le había enviado allí. Aunque los oficiales reales compartieran su desprecio hacia Pinzón, todos los marineros lo miraban como si fuera Carlomagno o el Cid. Si Cristóforo lo convertía en su enemigo, perdería el control sobre la tripulación. Segovia, Gutiérrez y Arana no comprendían esto. Creían que la autoridad dimanaba del rey. Pero Cristóforo sabía que la autoridad surgía de la obediencia. En aquel lugar, entre aquellos hombres, Pinzón tenía mucha más autoridad que el rey. Así que se tragaría su ira para poder utilizar a Pinzón para cumplir la obra de Dios.
—No os acusa de nada —dijo Cristóforo—. ¿Cómo puede nadie pensar en acusaros? El que se perdió ha sido hallado. Si tuviéramos un carnero cebado, lo haría sacrificar ahora mismo en vuestro honor. En nombre de sus majestades, os doy la bienvenida, capitán Pinzón.
Pinzón se mostró visiblemente aliviado, pero en sus ojos asomó también una expresión taimada. «Cree que tiene una mano mejor —pensó Cristóforo—. Piensa que puede salirse con la suya en todo. Pero cuando regresemos a España, Segovia apoyará mi visión de los acontecimientos. Veremos entonces quién tiene mejor mano.»
Cristóforo sonrió y abrazó al mentiroso hijo de puta.
Hunahpu vio a tres forjadores taráscanos que manejaban la barra de hierro que les había enseñado a fundir, usando el carbón que les había enseñado a fabricar. Los vio probarla contra espadas de bronce y puntas de flecha. Los vio probarla otra vez contra piedra. Y cuando acabaron, los tres se postraron en el suelo ante él.
Hunahpu esperó pacientemente hasta que su muestra de obediencia terminó: era el respeto debido a un héroe de Xibalba, les impresionara el hierro o no. Entonces les dijo que se levantaran del suelo y se alzaran como hombres.
—Los señores de Xibalba os han observado durante años. Vieron cómo trabajabais el bronce. Os vieron a los tres trabajando el hierro. Y discutieron entre sí. Algunos querían destruiros. Pero otros dijeron: «No, los taráscanos no están sedientos de sangre como los mexica o los tlaxcalanos. No usarán este metal negro para matar a miles de hombres para que los campos estériles ardan bajo el sol, sin nadie para plantar maíz.»
No, no, reconocieron los taráscanos.
—Así que ahora os ofrezco la misma alianza que ofrecí a los zapotecas. Habéis oído la historia una docena de veces ya.
Sí, así era.
—Si juráis que nunca más tomaréis una vida humana como sacrificio a ningún dios y que sólo iréis a la guerra para defenderos o para proteger a otros pueblos amantes de la paz, os enseñaré aún más secretos. Os enseñaré cómo hacer este metal negro aún más duro, hasta que brille como la plata.
Haríamos cualquier cosa por conocer estos secretos. Sí, hacemos este juramento. Obedeceremos al gran Un-Hunahpu en todas las cosas.
—No estoy aquí para ser vuestro rey. Ya lo tenéis. Os pido solamente que mantengáis esta alianza. Y luego dejad que vuestro propio rey sea como un hermano para Na-Yaxhal, el rey de los zapotecas, y dejad que los taráscanos sean hermanos de los zapotecas. Ellos son amos de las grandes canoas que surcan la mar abierta, y vosotros sois los amos del fuego que convierte la piedra en metal. Les enseñaréis todos los secretos del metal y ellos os enseñarán todos los secretos de la construcción de barcos y la navegación. ¡O regresaré a Xibalba y le diré a los señores que desagradecéis el don del conocimiento!
Ellos escuchaban con los ojos muy abiertos, prometiéndolo todo. Sus palabras serían transmitidas muy pronto al rey, pero cuando le mostraran lo que podía hacer el hierro, y le advirtieran de que Un-Hunahpu sabía cómo hacer un metal aún más duro, estaría de acuerdo con la alianza.
El plan de Hunahpu quedaría entonces completado. Los mexica y los tlaxcalanos estarían rodeados por un enemigo con armas de hierro y navios grandes y rápidos. «Huitzilopochtli, viejo tramposo, tus días como bebedor de sangre humana están contados.»
«Lo he conseguido —pensó Hunahpu—, y antes de lo planeado. Aunque Kemal y Diko fracasaran, yo habré suprimido la práctica del sacrificio humano, unido a los pueblos de Mesoamérica y les habré dado la suficiente tecnología para poder resistir a los europeos cuando vengan.»
Sin embargo, mientras se felicitaba, Hunahpu sintió una oleada de nostalgia. «Que Diko esté viva —rezó en silencio—. Que haga su trabajo con Colón y lo convierta en un puente entre Europa y América, para que nunca se produzca una fatídica guerra.»
Era la hora de la cena en el campamento español. Todos los hombres y oficiales se habían reunido a comer, a excepción de los cuatro marinos que montaban guardia en la empalizada y los dos que vigilaban el barco. Cristóforo y los otros oficiales comían separados del resto, pero la misma comida: la mayor parte había sido proporcionada por los indios.
Sin embargo, no la servían los indios. Los hombres se servían solos y los grumetes de los barcos servían a los oficiales. Habían tenido serias dificultades con eso, empezando con el momento en que Chipa se negó a traducir las órdenes de Pinzón a los indios.