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—No son criados —dijo Chipa—. Son amigos.

En respuesta, Pinzón empezó a golpear a la niña. Cuando Pedro trató de intervenir, Pinzón lo derribó y le propinó también una buena paliza. Cuando el capitán general exigió que pidiera disculpas, Pinzón accedió alegremente a hacerlo ante Pedro.

—No tendría que haber tratado de detenerme, pero es vuestro paje y pido disculpas por golpearlo cuando eso debía de haber corrido por cuenta vuestra.

—A la niña también —dijo Colón.

A lo cual Pinzón respondió escupiendo y diciendo:

—La pequeña puta se negó a hacer lo que se le decía. Fue insolente. Los criados no pueden hablar así a los caballeros.

«¿Desde cuándo es Pinzón un caballero?», pensó Pedro. Pero se mordió la lengua. Era un asunto para el capitán general, no para un paje.

—Ella no es vuestra criada —dijo Colón.

Pinzón se echó a reír, insolente.

—Todos los cobrizos son criados por naturaleza.

—Si fueran criados por naturaleza —respondió Colón—, no tendríais que golpearlos para que os obedecieran. Hay que ser muy valiente para golpear a una niña pequeña. Sin duda escribirán canciones sobre vuestro valor.

Eso fue suficiente para hacer callar a Pinzón… al menos en público. Desde entonces, no había habido ningún otro intento de obligar a los indios a servirles. No obstante, Pedro sabía que Pinzón no había olvidado ni perdonado el desprecio en la voz del capitán general, ni la humillación de haber sido obligado a retractarse. Pedro incluso había instado a Chipa a marcharse.

—¿Marcharme? —dijo ella—. No hablas taino lo bastante bien para que yo me marche.

—Si algo sale mal, Pinzón te matará. Sé que lo hará.

—Ve-en-la-Oscuridad me protegerá.

—Ve-en-la-Oscuridad no está aquí —dijo Pedro.

—Entonces tú me protegerás.

—Oh, sí, ha salido muy bien esta vez.

Pedro no podía protegerla y ella no quería marcharse. Eso significaba que vivía en constante ansiedad, viendo cómo los hombres miraban a Chipa, cómo susurraban a espaldas del capitán general, cómo daban muchos signos de solidaridad a Pinzón. Pedro se daba cuenta de que se estaba cociendo un sangriento motín. Sólo aguardaban la ocasión. Cuando trataba de hablar al respecto con el capitán general, Colón se negaba a escucharlo, le decía que sabía que los hombres favorecían a Pinzón, pero que no se rebelarían contra la autoridad de la corona. Si Pedro fuera capaz de creerlo…

Así que esta noche dirigía a los grumetes para que sirvieran a los oficiales. Las frutas desconocidas se habían vuelto familiares, y toda comida era un festín. Los hombres parecían más sanos que nunca antes del viaje. Por las apariencias externas todo era perfectamente agradable entre el capitán general y Pinzón. Pero según consideraba Pedro, los únicos hombres con los que Colón podría contar en una crisis eran él mismo, Segovia, Arana, Gutiérrez, Escobedo y Torres. En otras palabras, los oficiales reales y el paje del propio capitán general. Los grumetes y algunos de los artesanos también estarían de parte de Colón en sus corazones, pero no se atreverían a alzarse contra los demás. En ese aspecto, los oficiales reales no sentían tampoco ninguna lealtad personal hacia Colón. Ésta iba dirigida solamente a la idea de orden y disciplina. No, cuando llegaran los problemas, Colón se encontraría casi sin amigos.

En cuanto a Chipa, acabarían con ella. «La mataré yo mismo —pensó Pedro— antes de permitir que Pinzón le ponga las manos encima. La mataré, y luego me mataré yo. Aún mejor, ¿por qué no matar a Pinzón? Ya que estoy pensando en asesinar, ¿por qué no golpear al que odio en vez de a los que amo?»

Ésos eran los sombríos pensamientos de Pedro mientras le tendía otro cuenco con rebanadas de melón a Martín Pinzón. El capitán le hizo un guiño y sonrió. «Sabe qué estoy pensando y se ríe de mí —advirtió Pedro—. Sabe que sé lo que está planeando. Sabe también que estoy indefenso.»

De repente un terrible estallido sacudió la noche. Casi de inmediato la tierra se agitó y una ráfaga de viento surgido del mar derribó a Pedro. Tropezó contra Pinzón, y al instante el hombre empezó a golpearlo y a maldecirlo. Pedro se zafó de él lo más rápidamente posible, y pronto quedó claro incluso para Pinzón que no era la torpeza de Pedro lo que había causado la colisión. La mayoría de los hombres se había tambaleado ante la explosión y el aire se había llenado de humo y cenizas. Más denso cerca del agua.

—¡La Pintal —exclamó Pinzón. De inmediato todos comprendieron el grito y corrieron a través del denso humo hacia la orilla.

La Pinta no estaba ardiendo. Simplemente, no estaba ya allí.

La brisa de la noche despejaba gradualmente el humo cuando finalmente encontraron a los dos hombres que se suponía estaban de guardia. Pinzón ya los estaba golpeando con el plano de la espada antes de que Colón pudiera encontrar un par de hombres para que lo sujetaran.

—¡Mi nao! —chilló Pinzón—. ¿Qué le habéis hecho a mi nao?

—Si dejáis de gritarles y golpearlos, quizá podamos enterarnos de qué ha sucedido —dijo Colón.

—¡Mi barco ha desaparecido y ellos tenían que vigilarlo! —chilló Pinzón, luchando por librarse de los hombres que lo sujetaban.

—Era mi nao, concedida por el rey y la reina —dijo Colón—. ¿Os comportaréis como un caballero, señor?

Pinzón asintió furioso, y los hombres lo soltaron.

Uno de los hombres encargados de la guadia era Rascón, copropietario de la Pinta.

—Martín, lo siento, ¿qué podíamos hacer? Nos hizo subir al bote y remar hasta la orilla. Y luego nos obligó a agazaparnos tras esa roca. Y entonces la nao… voló.

—¿Quién? —le preguntó Colón, ignorando el hecho de que Rascón había informado a Pinzón en vez de al capitán general.

—El hombre que lo hizo.

—¿Dónde está ahora?

—No puede hallarse lejos.

—Se fue por allí—dijo Gil Pérez, el otro guardián.

—Señor Pinzón, ¿seríais tan amable de organizar una partida?

Pinzón, ya con su furia enfocada adecuadamente, dividió de inmediato a los hombres en partidas de búsqueda, sin olvidarse de dejar un buen contingente detrás para proteger la empalizada contra robos o sabotajes. Pedro no pudo dejar de reconocer que Pinzón era un buen líder, de mente rápida y capaz de hacerse comprender y obedecer al punto. En lo referido a Pedro, eso sólo lo hacía más peligroso aún.

Cuando los hombres se dispersaron, Colón se acercó a la orilla y contempló los muchos trozos de madera que flotaban sobre las olas.

—Ni siquiera si toda la pólvora de la Pinta explotara a la vez se habría destruido la nao tan completamente.

—¿Qué puede haberlo hecho, señor? —preguntó Pedro.

—Dios —dijo el capitán general—. O quizás el diablo. Los indios no conocen la pólvora. Si encuentran a ese hombre que supuestamente lo hizo, ¿piensas que podría ser un moro?

Así que el capitán general recordaba la maldición de la bruja de la montaña. Una calamidad tras otra. ¿Qué podía ser peor que esto, perder el último navio?

Pero cuando lo encontraron, resultó que el hombre no era moro. Ni tampoco indio. Era blanco y barbudo, un hombre grande, fuerte. Sus ropas habían sido obviamente extrañas antes de que los marineros se la arrancaran. Lo sostenían, con un garrote alrededor del cuello, y lo obligaron a arrodillarse delante del capitán general.

—Fue todo lo que pude hacer para mantenerle vivo lo suficiente para que hablarais con él, señor —dijo Pinzón.

—¿Por qué habéis hecho esto? —preguntó Colón.

El hombre respondió en español. Cargado de acento, pero comprensible.