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—Cuando me enteré de vuestra expedición juré que si teníais éxito, nunca regresaríais a España.

—¿Por qué? —demandó el capitán general.

—Mi nombre es Kemal —dijo el hombre—. Soy turco. No hay más Dios que Alá, y Mahoma es su Profeta.

Los hombres murmuraron airados. Infiel. Pagano. Diablo.

—Pero regresaré a España —dijo Colón—. No me habéis detenido.

—Loco —contestó Kemal—. ¿Cómo regresaréis a España cuando estáis rodeado de enemigos?

Pinzón rugió de inmediato.

—¡Tú eres el único enemigo, infiel!

—¿Cómo creéis que llegué aquí, sin la ayuda de alguno de ésos?

Con la cabeza, indicó a los hombres que lo rodeaban. Entonces miró a Pinzón a los ojos y le hizo un guiño.

—¡Mentiroso! —chilló Pinzón—. ¡Matadlo! ¡Matadlo!

Los hombres que retenían al turco obedecieron al instante, aunque Colón alzó la voz y gritó para que se detuvieran. Era posible que en el clamor de furia no le oyeran. Y el turco no tardó mucho en morir. En vez de estrangularlo, tensaron tanto el garrote y lo retorcieron con tanta fuerza que éste le rompió el cuello y con sólo una o dos sacudidas murió.

Por fin el tumulto cesó. En medio del silencio, el capitán general tomó la palabra.

—Locos. Lo habéis matado demasiado rápido. No nos ha dicho nada.

—¿Qué podría habernos dicho, excepto mentiras? —dijo Pinzón.

Colón le dirigió una mirada larga y medida.

—Nunca lo sabremos, ¿verdad? Por lo que puedo decir, los únicos que se alegrarían de eso serían aquellos a quienes podría haber nombrado como conspiradores.

—¿De qué me estáis acusando? —demandó Pinzón.

—No os he acusado de nada.

Sólo entonces pareció advertir Pinzón que sus propias acciones habían apuntado hacia él el dedo de la sospecha. Empezó a asentir, y luego sonrió.

—Ya veo, capitán general. Finalmente habéis encontrado un modo de desacreditarme, aunque haya hecho falta volar mi carabela para ello.

—Cuidado con lo que le decís al capitán general —se alzó la voz de Segovia entre la multitud.

—Que tenga cuidado con lo que me dice él a mí. No tenía por qué traer la Pinta hasta aquí. He demostrado mi lealtad. Todos me conocen. No soy el extranjero. ¿Cómo sabemos que este Colón es cristiano siquiera, mucho menos genovés? Después de todo, esa bruja negra y la pequeña puta intérprete conocían su lengua materna, cuando ningún español honrado podría hacerlo.

Pinzón no estaba presente en esa ocasión, advirtió Pedro. Obviamente, se había hablado mucho sobre quién hablaba qué lenguaje con quién.

Colón lo miró con firmeza.

—No habría habido ninguna expedición si yo no me hubiera pasado media vida luchando por ella. ¿La destruiría ahora, cuando el éxito estaba tan cerca?

—¡Nunca nos habríais llevado de regreso a casa de todas formas, loco engreído! —gritó Pinzón—. Por eso regresé, porque vi lo difícil que era navegar hacia el este contra el viento. Sabía que no sois lo bastante marinero para devolver a casa a mi hermano y mis amigos.

Colón se permitió un atisbo de sonrisa.

—Si fuerais tan buen marinero, sabríais que al norte el viento que prevalece sopla de poniente.

—¿Y cómo lo sabéis? —El desprecio de la voz de Pinzón era clamoroso.

—Estáis hablando al comandante de la flota de sus majestades —advirtió Segovia.

Pinzón guardó silencio; quizás había hablado más abiertamente de lo que pretendía, al menos por el momento.

—Cuando vos erais pirata —dijo Colón tranquilamente—, recorrí las costas de África con los portugueses.

Por el gruñido de los hombres, Pedro supo que el capitán general acababa de cometer un grave error. La rivalidad entre los hombres de Palos y los marineros de la costa portuguesa era intensa, tanto más cuando los portugueses eran tan claramente mejores marinos, pues llegaban a lugares más remotos. Y lanzarle a Pinzón a la cara sus días de piratería… bueno, eso era un delito del que todo Palos era culpable, durante los durísimos días de la guerra contra los moros, cuando el comercio normal era imposible. Colón podría haber reforzado sus credenciales como marino, pero lo hizo al coste inmediato de perder los pocos vestigios de lealtad que pudiera tener entre los hombres.

—Retirad el cadáver —dijo el capitán general. Entonces les dio la espalda y regresó al campamento.

El mensajero de Guacanagarí no podía dejar de reír mientras contaba la historia de la muerte del Hombre Silencioso.

—¡Los hombres blancos son tan estúpidos que lo mataron primero y lo torturaron después!

Diko sintió alivio al oír la noticia. Kemal había muerto rápidamente. Y la Pinta había sido destruida.

—Debemos vigilar la aldea de los hombres blancos —dijo—. Los hombres blancos se volverán pronto contra su cacique. Debemos asegurarnos de que venga a Ankuash y no a cualquier otro poblado.

12

REFUGIO

La mujer de la montaña lo había maldecido, pero Cristóforo sabía que no era ningún tipo de brujería. La maldición era que no podía pensar más que en ella, más que en lo que ella había dicho. Cada tema lo devolvía a los desafíos que había planteado.

¿Podría haberla enviado Dios? ¿Era ella, por fin, la primera confirmación que recibía desde aquella visión en la playa? Sabía demasiado: las palabras que le había dicho el Salvador. El lenguaje de su juventud en Genova. Su sensación de culpabilidad respecto a su hijo, dejado al cuidado de los monjes de La Rábida.

Sin embargo, ella no era lo que buscaba. Los ángeles eran resplandecientemente blancos, ¿no? Así era como los representaban todos los artistas. De modo que quizás ella no era un ángel. ¿Pero por qué iba a enviar Dios a una mujer… una mujer africana? ¿No eran diablos los negros? Todo el mundo lo decía, y en España era bien sabido que los moros negros luchaban como demonios. Entre los portugueses era voz común que los salvajes negros de la costa de Guinea gustaban de la magia y la adoración al diablo y maldecían con enfermedades que mataban rápidamente a cualquier hombre blanco que se atreviera a poner un pie en costas africanas.

Por otro lado, su propósito era bautizar a las gentes que encontrara al final de su viaje, ¿no? Si podían ser bautizadas, significaba que podían ser salvadas. Si podían ser salvadas, entonces tal vez ella tuviera razón, y una vez convertidas estas gentes serían cristianas y tendrían los mismos derechos que los europeos.

Pero eran salvajes. Iban desnudos. No sabían leer ni escribir.

Podían aprender.

Si tan sólo pudiera ver el mundo a través de los ojos de su paje… El joven Pedro estaba obviamente fascinado con Chipa. Por oscura que fuera, achaparrada y fea, tenía una bonita sonrisa, y nadie podía negar que era tan lista como cualquier niña española. Estaba aprendiendo la doctrina de Cristo. Insistía en ser bautizada de inmediato. Cuando eso sucediera, ¿no debería tener la misma protección que cualquier otro cristiano?

—Capitán general —dijo Segovia—, debéis prestar atención. Las cosas se están volviendo incontrolables con los hombres. Pinzón es imposible… sólo obedece las órdenes con las que está de acuerdo, y los hombres sólo acatan las que él permite.

—¿Y qué queréis que haga? ¿Cargarlo de cadenas?

—Eso es lo que habría hecho el rey.

—El rey tiene cadenas. Las nuestras están en el fondo del mar. Y el rey tiene también miles de soldados para encargarse de que se cumplan sus órdenes. ¿Dónde están mis soldados, Segovia?

—No habéis actuado con suficiente autoridad.

—Estoy seguro de que en mi lugar lo habríais hecho mejor.