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—Eso no es imposible, capitán general.

—Veo que el espíritu de la insubordinación es contagioso —dijo Cristóforo—. Pero descansad. Como dijo la mujer negra de la montaña, será una calamidad tras otra. Quizá después de la siguiente, os encontraréis al mando de esta expedición como inspector del rey.

—No podría hacerlo peor que vos.

—Sí, estoy seguro. Ese turco no habría volado la Pinta y vos habríais orinado sobre la Niña para apagar el fuego.

—Veo que olvidáis en nombre de quién hablo.

—Sólo porque vos habéis olvidado qué rango tengo. Si tenéis autoridad del rey, os recuerdo amablemente que yo tengo una autoridad mayor de la misma fuente. Si Pinzón decide alzarse sobre los últimos restos de esa autoridad, no seré el único que caiga abatido por ese viento.

Sin embargo, en cuanto Segovia se marchó Cristóforo se puso de nuevo a intentar resolver qué esperaba Dios de él. ¿Había algo que pudiera hacer para volver a unir a los hombres bajo su mando? Pinzón los había puesto a construir un navio, pero no eran los constructores de Palos, sino marineros corrientes. Domingo era buen tonelero, pero hacer un barril no era lo mismo que trazar una quilla. López era calafatero, no carpintero. Y la mayoría de los otros hombres eran bastante diestros con las manos, pero lo que ninguno de ellos tenía en la cabeza era el conocimiento, la práctica de construir un barco.

Pero tenían que intentarlo. Tenían que intentarlo y si fracasaban a la primera, intentarlo otra vez. Así que no había pugna entre Cristóforo y Pinzón en lo referido a la construcción de un barco. La pugna se producía por la forma en que los hombres trataban a los indios que necesitaban para que los ayudasen. El generoso espíritu de cooperación que la gente de Guacanagarí había mostrado para ayudarlos a descargar la Santa María había desaparecido hacía tiempo.

Cuantas más órdenes daban los españoles, menos obedecían los indios. Cada vez se presentaban menos, lo que significaba que aquellos que sí acudían eran tratados peor. Parecían pensar que los españoles, no importaba lo bajo que fuera su rango o estado, tenían derecho a dar órdenes (y a castigar) a cualquier indio, no importaba lo joven o viejo que fuese, no importaba…

«Estos pensamientos son por causa de ella —advirtió de nuevo Colón—. Hasta que hablé con ella, no me cuestioné el derecho de los hombres blancos a dar órdenes a los cobrizos. Sólo desde que envenenó mi mente con su extraña interpretación del cristianismo empecé a ver la forma en que los indios se resisten silenciosamente a ser tratados como esclavos. Habría pensado en ellos como lo hace Pinzón, como salvajes indignos y perezosos. Pero ahora veo que son tranquilos, amables, incapaces de provocar una disputa. Soportan una paliza en silencio… pero no vuelven para ser golpeados otra vez. Excepto algunos que sí han sido golpeados y vuelven a ayudar, por propia voluntad, evitando a los españoles más crueles pero auxiliando a los demás en todo lo que pueden. ¿No es esto lo que Cristo pretendía cuando dijo que mostráramos la otra mejilla? Si un hombre te obliga a caminar una legua con él, entonces camina la segunda por elección propia… ¿no es eso el cristianismo? ¿Entonces quiénes son aquí los cristianos? ¿Los españoles bautizados o los indios sin bautizar?»

Ella le había puesto el mundo patas arriba. Los indios no sabían nada de Jesús, y no obstante vivían según la palabra del Salvador, mientras que los españoles, que habían combatido durante siglos en nombre de Cristo, se habían convertido en un pueblo brutal y sediento de sangre. Y sin embargo no eran peores que cualquier otro pueblo de Europa. No eran peores que los genoveses, con sus pugnas de sangre y sus asesinatos. ¿Era posible que Dios lo hubiera llevado allí, no para iluminar a los paganos, sino para aprender de ellos?

—Las costumbres de los tainos no son siempre mejores —dijo Chipa.

—Nosotros tenemos mejores herramientas —dijo Cristóforo—. Y mejores armas.

—¿Cómo lo sabéis? Los tainos matan a la gente para los dioses. Ve-en-la-Oscuridad dijo que cuando nos hablarais de Cristo, comprenderíamos que un hombre ya murió como único sacrificio necesario. Entonces los tainos dejarían de matar personas. Y los caribes dejarían de comérselas.

—Santa Madre de Dios —dijo Pedro—. ¿Hacen eso?

—Eso dice la gente de las tierras bajas. Los caribes son monstruos terribles. Los tainos son mejores que ellos. Y los de Ankuash somos mejores que los tainos. Pero Ve-en-la-Oscuridad dice que cuando estéis preparado para enseñarnos, veremos que sois mejor que nadie.

—¿Los españoles?—preguntó Pedro.

—No, él. Vos, Colón.

«No son nada más que adulaciones —se dijo Cristóforo—. Por eso Ve-en-la-Oscuridad ha estado enseñando a Chipa y la otra gente de Ankuash a decir cosas así. El único motivo por el que me alegra tanto oír esas cosas es porque hacen un gran contraste con los maliciosos rumores que corren entre mi tripulación. Ve-en-la-Oscuridad quiere que piense en la gente de Ankuash como si fuera mi verdadero pueblo, en vez de la tripulación española.»

¿Y si era cierto? ¿Y si todo el propósito del viaje era traerlo aquí, donde podría conocer al pueblo que Dios había preparado para recibir la palabra de Cristo?

No, no podría ser eso. El Señor habló de oro, de grandes naciones, de cruzadas. No de una oscura aldea de montaña.

Ella le había dicho que cuando estuviera preparado le mostraría el oro.

«Tenemos que construir una nao. Tengo que mantener a los hombres unidos el tiempo suficiente para construir un barco, regresar a España y volver con más fuerzas. Un grupo con más disciplina. Sin Martín Pinzón. Pero también traeré sacerdotes, muchos de ellos, para que enseñen a los indios. Eso satisfará a Ve-en-la-Oscuridad. Todavía puedo hacerlo todo, si consigo mantener la unidad lo suficiente para construir el barco.»

Putukam chasqueó la lengua.

—Chipa dice que las cosas están muy mal.

—¿Cómo de mal?—preguntó Diko.

—Chipa dice que su joven, Pedro, está suplicando siempre a Colón que se marche. Dice que algunos de los muchachos han intentado advertir a Pedro, para que él pueda advertir al cacique. Planean matarlo.

—¿Quiénes?

—No recuerdo los nombres, Ve-en-la-Oscuridad. Putukam rió—. ¿Crees que soy tan lista como tú?

Diko suspiró.

—¿Por qué no es capaz de ver que tiene que marcharse, que tiene que venir aquí?

—Puede que sea blanco, pero sigue siendo un hombre. Los hombres siempre piensan que saben lo que es correcto, por eso no escuchan.

—Si dejo la aldea para bajar de la montaña y vigilar a Colón, ¿quién traerá el agua? —preguntó Diko.

—Nosotros traíamos el agua antes de que tú vinieras. Las muchachas ahora se han vuelto gordas y perezosas.

—Si dejo la aldea para vigilar a Colón y traerlo aquí a salvo, ¿quién cuidará de mi casa para que Nugkui no la haga ocupar por otro y regale todas mis herramientas?

—Baiku y yo vigilaremos por turnos.

—Entonces iré —dijo Diko—. Pero no lo obligaré a venir. Él tiene que hacerlo por su propia voluntad.

Putukam la miró, impasible.

—No obligo a la gente a hacer nada en contra de su voluntad —dijo Diko.

Putukam sonrió.

—No, Ve-en-la-Oscuridad. Sólo te niegas a dejarlos en paz hasta que cambian de opinión. Por propia voluntad.

El motín finalmente estalló a causa de Rodrigo de Triana, quizá porque tenía más motivos que ninguno para odiar a Colón, pues le había quitado su premio por haber sido el primero en avistar tierra. Sin embargo, a Pedro le pareció que no sucedió de acuerdo con ningún plan. La primera noticia la trajo el taino llamado Pez Muerto que llegó corriendo. Hablaba tan rápido que Pedro no logró comprenderlo, aunque había estado haciendo progresos con el lenguaje. Pero Chipa sí lo entendió, y parecía furiosa.