Colón simplemente lo ignoró, y se dirigó a Arana.
—Estoy esperando.
Arana se volvió hacia los tres hombres a quienes había llamado antes.
—Haced lo que se os ha ordenado —dijo. Pero ellos no se movieron. Miraron a Pinzón, esperando. Pedro se dio cuenta de que Pinzón dudaba. Probablemente no sabía lo que quería. Enseguida quedó claro, si no lo estaba de antes, que por lo que se refería a los hombres, Pinzón era el comandante de la expedición. Sin embargo, era un buen comandante, y sabía que la disciplina era vital para la supervivencia. También sabía que si pretendía regresar alguna vez a España, no podría hacerlo con un motín en su historial. Al mismo tiempo, si obedecía a Colón, entonces perdería el apoyo de los hombres. Se sentirían traicionados. A sus ojos, se vería disminuido.
Así pues… ¿qué era lo más importante para él? ¿La devoción de los hombres de Palos o la ley del mar?
No hubo forma de saber qué habría elegido Pinzón. Pues Colón no esperó a que se decidiera. En cambio, se volvió hacia Arana.
—Al parecer, Pinzón piensa que es cosa suya decidir si se obedecen o no las órdenes del capitán general. Arana, arrestad a Pinzón por insubordinación y amotinamiento.
Mientras Pinzón vacilaba en cruzar la línea, Colón había reconocido el simple hecho de que ya la había franqueado. Tenía la ley y la justicia de su lado. Pinzón, sin embargo, tenía la simpatía de casi todos los hombres. En cuanto el capitán general dio la orden los hombres rugieron expresando su rechazo, y casi de inmediato se convirtieron en una turba que agarró a Colón y los otros oficiales y los arrastraron hasta el centro de la empalizada.
Por un instante, Pedro y Chipa fueron olvidados. Al parecer, los hombres llevaban tiempo suficiente pensando en amotinarse para saber a quién tenían que reducir. Al propio Colón, por supuesto, y a los oficiales reales. También a Jácome el Rico, el agente financiero; a Juan de la Cosa, porque era vizcaíno, no un hombre de Palos, y por tanto no era de fiar; a Alonso el físico, Lequeitio el artillero y Domingo el tonelero. Pedro se movió sin llamar la atención hacia la puerta de la empalizada. Estaba a unos treinta metros del lugar donde retenían a los oficiales y los hombres leales, pero alguien se daría cuenta cuando abriera la puerta. Cogió a Chipa de la mano y le dijo, en vacilante taino:
—Correremos. Cuando puerta abierta.
Ella le apretó la mano para indicar que comprendía.
Pinzón advirtió de que no le resultaba ventajoso no haber sido retenido con los otros oficiales. A menos que mataran a todos los agentes del rey, alguien testificaría contra él en España.
—Me opongo a esto —dijo en voz alta—. Debéis soltarlos de inmediato.
—Vamos, Martín —gritó Rodrigo—. Os estaba acusando de amotinamiento.
—Pero Rodrigo, no soy culpable de ello —dijo Pinzón, hablando muy claramente, para que todos pudieran oírle—. Me opongo a esta acción. No os permitiré continuar. Tendréis que detenerme también.
Tras un instante, Rodrigo finalmente comprendió.
—Vosotros —dijo, dando órdenes con tanta naturalidad que parecía haber nacido para hacerlo—. Será mejor que apreséis al capitán Pinzón y sus hermanos.
Desde donde estaba, Pedro no pudo ver si Rodrigo hacía un guiño mientras hablaba. Pero no necesitaba hacerlo. Todo el mundo sabía que los Pinzones habían sido apresados porque Martín lo había pedido. Para protegerlo de la acusación de amotinamiento.
—No dañéis a nadie —dijo Pinzón—. Si tenéis alguna esperanza de volver a ver España, no dañéis a nadie.
—¡Iba a azotarme, el mentiroso hijo de puta! —chilló Rodrigo—. ¡Veamos si le gusta el látigo!
Pedro advirtió que si se atrevían a flagelar a Colón, no habría ninguna esperanza para Chipa. Acabaría como Pluma de Loro, a menos que consiguiera sacarla del fuerte y llevarla a la seguridad del bosque.
—Ve-en-la-Oscuridad sabrá qué hacer —susurró Chipa en taino.
—Silencio —dijo Pedro. Entonces renunció a continuar en taino y lo hizo en español—. En cuanto abra la puerta, corre y dirígete a los árboles más cercanos.
Se encaminó hacia la puerta, alzó la pesada barra y la arrojó a un lado.
De inmediato se alzó un grito entre los amotinados.
—¡La puerta! ¡Pedro! ¡Detenedlo! ¡Coged a la niña! ¡No la dejéis llegar a la aldea!
La puerta era pesada y difícil de mover. A Pedro le pareció que transcurría mucho tiempo antes de conseguirlo, aunque sólo fueron segundos. Oyó la descarga de un mosquete, pero ninguna bala impactó cerca: a esa distancia, los mosquetes no eran muy precisos. En cuanto Chipa pudo pasar, lo hizo, y un momento después Pedro la siguió. Pero había hombres persiguiéndolos, y Pedro estaba demasiado asustado para volverse a mirar a qué distancia se encontraban.
Chipa trotó ligera como un corzo y se internó entre los matorrales de la periferia del bosque sin perturbar siquiera las hojas. En comparación, Pedro se sentía como un buey, dando zancadas, las botas resonando, el sudor corriendo bajo sus gruesos ropajes. La espada le chocaba contra el muslo y la pantorrilla. Le pareció oír pasos detrás, cada vez más y más cerca. Finalmente, con un último acelerón, se zambulló entre los matorrales, y las lianas se enredaron en su cara, se aferraron a su cuello, como para obligarle a salir al descubierto.
—Silencio —dijo Chipa—. Quédate quieto y no podrán verte.
Su voz lo calmó. Dejó de debatirse contra las hojas. Entonces descubrió que al moverse despacio era fácil atravesar las enredaderas y finas ramas que le habían estado conteniendo. Siguió a Chipa hasta un árbol que tenía una rama baja en forma de horquilla. Ella se subió con facilidad.
—Regresan a la empalizada —dijo.
—¿No nos sigue nadie? —Pedro se sentía un poco decepcionado—. No deben considerar que importamos.
—Tenemos que encontrar a Ve-en-la-Oscuridad —dijo Chipa.
—No hace falta —dijo una voz de mujer.
Pedro miró frenéticamente a su alrededor, pero no vio nada. Fue Chipa quien la localizó.
—¡Ve-en-la-Oscuridad! —exclamó—. ¡Ya estás aquí!
Entonces Pedro la vio, oscura en las sombras.
—Venid conmigo —dijo—. Este es un momento muy peligroso para Colón.
—¿Podéis detenerlos? —preguntó Pedro.
—Guardad silencio y seguidme —respondió ella.
Pero él sólo pudo seguir a Chipa, pues perdió de vista a Ve-en-la-Oscuridad en el momento en que ésta se movió. Pronto se encontró al pie de un alto árbol. Al mirar hacia arriba, descubrió a Chipa y Ve-en-la-Oscuridad encaramadas en las ramas superiores. Ve-en-la-Oscuridad tenía una especie de extraño mosquete. Pero ¿qué utilidad tenía un arma desde esa distancia?
Diko observó a través de la mirilla de la escopeta tranquilizante. Mientras estuvo ocupada alcanzando a Pedro y Chipa, los amotinados habían desnudado a Cristóforo hasta la cintura y lo habían atado al poste de la esquina de una de las cabañas. Moger se preparaba a descargar el látigo.
¿Quiénes eran los que dirigían en su furia a la multitud? Rodrigo de Triana, naturalmente, y Moger y Clavijo. ¿Alguien más?
Tras ella, agarrada a otra rama, Chipa habló en voz baja:
—Si estabas aquí, Ve-en-la-Oscuridad, ¿por qué no ayudaste a Pluma de Loro?
—Estaba vigilando la empalizada —dijo Diko—. No supe que pasaba algo malo hasta que vi a Pez Muerto entrar corriendo. Pero te equivocaste. Pluma de Loro no está muerta.
—No se oía su corazón.
—Era muy débil. Pero después de que todos los hombres blancos se marcharan, le di algo que la ayudará. Y envié a Pez Muerto en busca de las mujeres de la aldea.