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—Si yo no hubiera dicho que estaba muerta, entonces todo esto no…

—Iba a suceder, de un modo u otro. Por eso estaba yo aquí, esperando.

Incluso sin la mirilla, Chipa pudo ver que estaban flagelando a Colón.

—Lo están azotando.

—Calla.

Diko apuntó con cuidado a Rodrigo y apretó el gatillo. Hubo un chasquidito. Rodrigo se encogió de hombros. Diko volvió a apuntar, esta vez a Clavijo. Otro chasquido. Clavijo se rascó la cabeza. Apuntar a Moger fue más difícil, porque se movía mucho mientras descargaba el látigo. Pero cuando Diko disparó, acertó también. Moger se detuvo y se rascó el cuello.

Disparar aquellos diminutos misiles guiados por láser que golpeaban y desaparecían inmediatamente, dejando un dardo tan pequeño como una aguijón de abeja, era para ella un arma de último recurso. La droga sólo tardaba segundos en llegar al cerebro, disminuyendo rápidamente la agresividad, volviéndolos pasivos e indiferentes. No mataría a nadie pero con la súbita pérdida de interés de los líderes, el resto de la turba se enfriaría.

Cristóforo nunca había sido azotado así antes, ni siquiera cuando era niño. Dolía más que ningún otro dolor físico que hubiera experimentado jamás. Y sin embargo el dolor era mucho menor de lo que había temido, porque descubrió que podía soportarlo. Gruñía involuntariamente con cada golpe, pero el dolor no era suficiente para domeñar su orgullo. No verían al capitán general suplicar piedad o llorar bajo el látigo. Recordarían cómo soportó su traición.

Para su sorpresa, los azotes terminaron después de sólo media docena de latigazos.

—Oh, ya es suficiente —dijo Moger.

Era casi increíble. Su ira era inmensa momentos antes, y gritaba sobre cómo Colón le había llamado asesino y que vería cómo era cuando Moger intentaba de verdad lastimar a alguien.

—Soltadlo —dijo Rodrigo. También él parecía más tranquilo. Casi aburrido. Era como si el odio en ellos se hubiera agotado de repente.

—Lo siento, mi señor —susurró Andrés Yévenes mientras desataba los nudos de sus manos—. Tenían las armas. ¿Qué podríamos haber hecho los grumetes?

—Sé quiénes son los hombres leales —susurró Cristóforo.

—¿Qué haces, Yévenes, decirle lo buen chico que eres? —demandó Clavijo.

—Sí —respondió Yévenes, desafiante—. No estoy con vosotros.

—Como si le importara a alguien —dijo Rodrigo.

Cristóforo no podía creer cómo había cambiado el de Triana. Parecía desinteresado. En ese aspecto, también Moger y Clavijo tenían la misma expresión aturdida en el rostro. Clavijo no paraba de rascarse la cabeza.

—Moger, vigílalo —dijo Rodrigo—. Tú también, Clavijo. Sois quienes más tenéis que perder si se escapa. Y vosotros, meted al resto en la cabaña de Segovia.

Obedecieron, pero todo el mundo se movía más despacio, y la mayoría de los hombres parecían hoscos o pensativos. Sin el fuego de la ira de Rodrigo para impulsarlos, muchos de ellos se lo estaban pensando mejor. ¿Qué les sucedería cuando regresaran a Palos?

Sólo en ese momento advirtió Colón cuánto le había lastimado la flagelación. Cuando trató de dar un paso, descubrió que estaba mareado por la pérdida de sangre. Se tambaleó. Oyó a varios hombres jadear y algunos murmullos. «Soy demasiado viejo para esto —pensó—. Si tenían que azotarme, debería haber sido cuando era más joven.»

Dentro de la cabaña, Cristóforo soportó el dolor mientras el maestre Juan le ponía una desagradable pócima, y luego le cubría la espalda con una tela liviana.

—Tratad de no moveros mucho —dijo Juan, como si hiciera falta—. La tela mantendrá alejadas a las moscas, así que dejadla ahí.

Cristóforo pensó en lo que había sucedido. «Pretendían matarme. Estaban llenos de ira. Y entonces, de repente, dejaron de interesarse por hacerme daño. ¿Qué podía haber causado eso, sino el Espíritu de Dios que ablandaba sus corazones? El Señor me vigila, en efecto. No quiere que muera todavía.»

Moviéndose despacio, suavemente, para no perturbar la tela o causar mucho dolor, Cristóforo se persignó y rezó. «¿Puedo todavía cumplir la misión que me encomendasteis, Señor? ¿Incluso después de la violación de una niña? ¿Incluso después de este motín?»

Las palabras acudieron a su mente tan claramente como si estuviera oyendo la voz de la mujer: «Una calamidad tras otra. Hasta que aprendas lo que es humildad.»

¿Qué humildad era ésa? ¿Qué era lo que supuestamente tenía que aprender?

Más tarde, varios tainos de la aldea de Guacanagarí se abrieron paso a través de la empalizada (¿de verdad pensaban los blancos que un puñado de palos iban a ser una barrera para unos hombres acostumbrados a encaramarse a los árboles desde la infancia?) y pronto uno de ellos regresó para hacer su informe. Diko le esperaba junto a Guacanagarí.

—Los hombres que lo vigilan están dormidos.

—Les di un poco de veneno para que así fuera —dijo Diko.

Guacanagarí se la quedó mirando.

—No veo por qué nada de esto deba ser asunto tuyo.

Ninguno de los otros compartía la actitud del cacique hacia la mujer-hechicera negra de la aldea de Ankuash. La temían, y no dudaban de que podía envenenar a todo el que quisiera, en cualquier momento.

—Guacanagarí, comparto tu ira —dijo Diko—. Tu aldea y tú no habéis hecho más que el bien a estos hombres blancos, y mirad cómo os han tratado. Peor que a perros. Pero no todos los hombres blancos son así. El cacique blanco trató de castigar a los que violaron a Pluma de Loro. Por eso los malvados entre ellos le han quitado el poder y le han dado esa paliza.

—Así que no era un gran cacique después de todo —dijo Guacanagarí.

—Es un gran hombre. Chipa y este joven, Pedro, lo conocen mejor que nadie excepto yo.

—¿Por qué debería creer a este muchacho blanco y a esta niña mentirosa? —demandó Guacanagarí.

Para sorpresa de Diko, Pedro había aprendido suficiente taino para poder intervenir, y dijo claramente:

—Porque lo hemos visto con nuestros propios ojos, y tu no.

Todo el consejo de guerra taino, reunido en el bosque a la vista de la empalizada, se sorprendió por el hecho de que Pedro entendiera y hablara su lengua. Diko advirtió que estaban sorprendidos porque no mostraron ninguna expresión en el rostro y esperaron en silencio hasta poder hablar con calma. Su respuesta controlada y aparentemente impasible le recordó a Hunahpu, y por un momento sintió un terrible retortijón de pena por haberlo perdido. «Hace años —se dijo—. Fue hace años, y ya he llorado lo que tenía que llorar. He superado todo sentimiento de pesar.»

—El veneno se agotará —dijo—. Los malvados que hay entre ellos recordarán su furia.

—Nosotros también recordaremos la nuestra —contestó uno de los jóvenes de Guacanagarí.

—Si matáis a todos los hombres blancos, incluso aquellos que no os han hecho ningún daño, seréis tan malos como ellos. Os prometo que si matáis por matar, lo lamentaréis.

Lo dijo con tranquilidad, pero la amenaza en sus palabras era reaclass="underline" observó que todos lo consideraban cuidadosamente. Sabían que tenía grandes poderes, y ninguno sería lo bastante intrépido para desafiarla abiertamente.

—¿Te atreves a prohibirnos que seamos hombres? ¿Nos prohibirás proteger nuestra aldea? —preguntó Guacanagarí.

—Nunca os prohibiría hacer nada. Sólo os pido que esperéis y observéis un poco más. Pronto los hombres blancos empezarán a dejar la empalizada. Creo que primero habrá hombres leales tratando de salvar a su cacique. Luego los otros hombres buenos que no quieren dañar a tu pueblo. Debes dejarlos que encuentren el camino de la montaña que conduce hasta mí. Te pido que no les hagas daño. Si vienen a mí, por favor deja que lleguen.