Выбрать главу

—¿Aunque te busquen para matarte? —preguntó Guacanagarí. Era una pregunta capciosa, que le dejaba abierta la posibilidad de matar a quien se le antojara, con la excusa de que lo hacía para proteger a Ve-en-la-Oscuridad.

—Puedo protegerme sola —dijo Ve-en-la-Oscuridad—. Si suben la montaña, te pido que no los ataques ni los lastimes de ninguna forma. Sabréis cuándo los únicos que queden son los malvados. Todos lo tendréis claro, no sólo uno o dos. Cuando llegue ese día, podréis actuar como actúan los hombres. Pero incluso así, si alguno de ellos escapa y se dirige a la montaña, te pido que los dejes ir.

—A los que violaron a Pluma de Loro no —dijo de inmediato Pez Muerto—. A ellos nunca, no importa hacia dónde corran.

—Estoy de acuerdo —concedió Diko—. No hay refugio para ellos.

Cristóforo despertó en la oscuridad. Había voces ante su tienda. No entendía las palabras, pero tampoco le importaba. Por fin comprendía. Todo se le había aclarado mientras dormitaba. En vez de soñar con su propio sufrimiento, había soñado con la muchacha que habían violado y asesinado. En su sueño vio las caras de Moger y Clavijo como ella debió verlas, llenas de lujuria, burla y odio. En su sueño, les suplicaba que no le hicieran daño. En su sueño, les decía que era sólo una niña. Pero nada los detenía. No tenían piedad.

«Ésos son los hombres que he traído a este lugar —pensó Cristóforo—. Y sin embargo los consideré cristianos. Y a los amables indios los llamé salvajes. Ve-en-la-Oscuridad no dijo más que la pura verdad. Estas gentes son los hijos de Dios, esperando sólo que se les enseñe y se les bautice para ser cristianos. Algunos de mis hombres son dignos de ser cristianos junto con ellos. Pedro ha sido mi ejemplo todo este tiempo. Aprendió a ver el corazón de Chipa cuando todo lo que yo o los demás podíamos ver era su piel, la fealdad de su rostro, sus extrañas costumbres. Si yo hubiera sido como Pedro en mi corazón, habría creído a Ve-en-la-Oscuridad, y por eso no habría tenido que sufrir todas estas últimas calamidades: la pérdida de la Pinta, el motín, esta flagelación. Y la peor calamidad de todas: mi vergüenza por haber negado la palabra de Dios porque no me envió el tipo de mensajero que esperaba.»

La puerta se abrió y luego volvió a cerrarse rápidamente. Unos pasos sigiliosos se acercaron a él.

—Si venís a matarme —dijo Cristóforo—, sed lo bastante hombre para permitirme ver el rostro de mi asesino.

—Silencio, por favor, mi señor —dijo la voz—. Algunos de nosotros hemos tenido una reunión. Os liberaremos y os sacaremos de la empalizada. Y luego combatiremos a esos malditos amotinados y…

—No. Nada de luchas, nada de derramamiento de sangre.

—¿Qué, entonces? ¿Dejar que esos hombres nos gobiernen?

—La aldea de Ankuash, montaña arriba —dijo Cristóforo—. Iré allí. Lo mismo deben hacer todos los hombres leales. Escapad en silencio, sin pelea. Seguid arroyo arriba hasta la montaña… hasta Ankuash. Ése es el lugar que Dios ha preparado para nosotros.

—Pero los amotinados construirán la nao…

—¿Creéis que serán capaces alguna vez? —preguntó Colón, despectivo—. Se mirarán a los ojos, y luego desviarán la mirada, porque sabrán que no pueden confiar uno en otro.

—Eso es cierto, mi señor. Algunos de ellos murmuran ya que a Pinzón le interesaba sólo asegurarse de que supierais que no se había amotinado. Algunos de ellos recordaron cómo el turco lo acusó de haberle ayudado.

—Una acusación estúpida.

—Pinzón escucha cuando Moger y Clavijo hablan de asesinaros, pero no dice nada. Y Rodrigo va por ahí maldiciendo y jurando porque no os mató esta tarde. Tenemos que sacaros de aquí.

—Ayudadme a ponerme en pie.

El dolor fue fuerte, y pudo sentir que las frágiles cicatrices de una de las heridas se abrían. La sangre le corría por la espalda. Pero era algo que no podía evitarse.

—¿Cuántos de vosotros hay? —preguntó Cristóforo.

—La mayoría de los grumetes están con vos. Todos se sintieron avergonzados por Pinzón. Algunos de los oficiales hablan de renegociar con los amotinados, y Segovia parlamentó con Pinzón durante largo rato, así que tal vez está intentando llegar a algún tipo de compromiso. Probablemente quiere poner a Pinzón al mando…

—Basta —dijo Cristóforo—. Todo el mundo está asustado, todo el mundo está haciendo lo que cree mejor. Decidle esto a vuestros amigos: yo sabré quiénes son los hombres leales, porque ellos llegarán montaña arriba hasta Ankuash. Estaré allí, con la mujer Ve-en-la-Oscuridad.

—¿La bruja negra?

—Hay más de Dios en ella que en la mitad de los supuestos cristianos de este lugar. Decidles a todos ellos… si algún hombre desea regresar a España conmigo como testigo de su lealtad, que escape de aquí y se reúna conmigo en Ankuash.

Cristóforo se había levantado, y se había puesto sus calzas y una camisa ancha sobre la espalda. No podía soportar más ropas, y en la cálida noche no sufriría por ir tan ligeramente vestido.

—Mi espada —dijo.

—¿Podéis llevarla?

—Soy capitán general de esta expedición. Tendré mi espada. Y que se sepa: quien me traiga mis cuadernos de a bordo y mis cartas será recompensado más allá de sus sueños cuando regresemos a España.

El hombre abrió la puerta y los dos se asomaron con cuidado para ver si había alguien vigilando. Finalmente vieron a un hombre (Andrés Yévenes, por su esbelto cuerpo juvenil) que les hacía señas para que avanzaran. Sólo entonces tuvo Cristóforo una oportunidad para ver quién había venido a por él. Era el vizcaíno, Juan de la Cosa. El hombre cuya cobarde desobediencia había conducido a la pérdida de la Santa Marta.

—Os habéis redimido esta noche, Juan.

De la Cosa se encogió de hombros.

—Nosotros los vizcaínos… nunca se sabe qué vamos a hacer.

Apoyado en De la Cosa, Cristóforo se movió lo más rápido que pudo para cruzar la zona despejada hasta la pared de la empalizada. En la distancia, pudo oír los cánticos y risotadas de los marineros borrachos. Por eso le habían vigilado tan mal.

Andrés y Juan estaban acompañados por varias personas más, todos grumetes menos Escobedo, el oficial, que llevaba un cofre pequeño.

—Mi diario —dijo Cristóforo.

—Y vuestras cartas.

De la Cosa le sonrió.

—¿Debo contarle lo de la recompensa que prometisteis, o lo haréis vos, mi señor?

—¿Quiénes de vosotros vais a venir conmigo? —preguntó Cristóforo.

Ellos se miraron unos a otros, sorprendidos.

—Pensábamos ayudaros a franquear la muralla —dijo De la Cosa—. Aparte de eso…

—Sabrán que no pude hacerlo solo. La mayoría de vosotros debería acompañarme ahora. De esa forma no empezarán a hacer indagaciones y a acusar a la gente de haberme ayudado. Pensarán que todos mis amigos se marcharon conmigo.

—Yo me quedaré —dijo De la Cosa—, para contarle a la gente las cosas que me dijisteis. Los demás, marchad.

Ayudaron a Cristóforo a subir la empalizada. Él soportó el dolor y aterrizó en el otro lado.

Casi de inmediato se encontró cara a cara con uno de los tainos. Pez Muerto, si sabía distinguir a un indio de otro a la luz de la luna. Pez Muerto cubrió con su mano la boca de Colón. «Silencio, decía.»

Los otros rebasaron la muralla con más facilidad que Cristóforo. El único problema lo planteó el cofre que contenía los diarios y cartas, pero al final acabaron por lanzarlo por lo alto, y después llegó Escobedo.

—Estamos todos —dijo—. El vizcaíno ya ha vuelto a la fiesta antes de que lo echen en falta.

—Temo por su vida —dijo Cristóforo.

—Él temía mucho más por la vuestra.

Todos los tainos llevaban armas, pero no las blandían ni parecían amenazadores. Y cuando Pez Muerto cogió a Colón de la mano, el capitán general le siguió hacia el bosque.