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—Rehicimos la cultura para que Europa y América, Caribia, pudieran encontrarse sin que ninguna quedara destruida —dijo Hunahpu—. Pero él es quien nos concedió el tiempo necesario para hacerlo.

—Murió rápidamente —dijo Diko—. Pero no sin plantar las semillas de la sospecha entre los españoles. Su muerte debió de ser grandiosa. Pero me alegro de habérmela perdido.

Las primeras luces del amanecer habían asomado sobre la jungla, al este. Hunahpu lo advirtió, suspiró y se puso en pie. Entonces Diko lo imitó. Al verla, Hunahpu se echó a reír.

—Había olvidado lo alta que eres.

—Me estoy encorvando un poco últimamente.

—No me sirve de consuelo.

Bajaron de la pirámide por separado. Nadie los vio. Nadie descubrió que se conocían.

Cristóbal Colón regresó a España en la primavera de 1520. Nadie le buscaba ya, por supuesto. Había leyendas sobre la desaparición de las tres carabelas que navegaron hacia poniente; el nombre Colón se había convertido en sinónimo de locas aventuras. Fueron los portugueses los que consiguieron conectar con las Indias, y sus navios dominaban entonces todas las rutas del Atlántico. Empezaban a explorar la costa de una gran isla que habían bautizado con el nombre de la legendaria tierra de Hy-Brasil, y algunos decían que podría tratarse de un continente, sobre todo cuando un barco regresó con informes de que al noroeste de las tierras desérticas encontradas en primer lugar había una enorme jungla con un río tan ancho y caudaloso que el agua del océano era potable a veinte millas de su desembocadura. Los habitantes de la tierra eran salvajes pobres y débiles, fáciles de conquistar y esclavizar… mucho más fáciles que los fieros africanos, que también estaban protegidos por plagas que resultaban invariablemente fatales para los hombres blancos. Los marineros que desembarcaron en Hy-Brasil enfermaron, pero el mal era rápido y no mataba nunca. De hecho, aquellos que lo contraían informaban que después se sentían más sanos que nunca. Esta «plaga» se extendía entonces por toda Europa, sin causar ningún daño y algunos decían que cuando la plaga brasileña hubiera pasado, la viruela y la peste negra ya no regresarían. Eso hacía que Hy-Brasil pareciera mágico, y los portugueses preparaban una expedición para explorar la costa y buscar un emplazamiento donde fundar una colonia desde la que repostar. Quizás el loco Colón no estaba tan loco después de todo. Si había una costa adecuada donde reavituallarse, tal vez fuera posible alcanzar la China navegando hacia poniente.

Fue entonces cuando una flota de mil barcos apareció en la costa portuguesa, cerca de Lagos, dirigiéndose hacia España, hacia el estrecho de Gibraltar. El galeón portugués que divisó los extraños navios navegó osadamente hacia ellos. Pero luego, cuando quedó claro que aquellos extraños bajeles llenaban el mar de un extremo al otro del horizonte, el capitán dio media vuelta y corrió hacia Lisboa. Los portugueses que se encontraban en las costas del sur dijeron que la flota tardó tres días enteros en pasar. Algunos barcos se acercaron tanto que los curiosos afirmaron sin dudar que los marineros eran cobrizos, de una raza nunca vista antes. También dijeron que los barcos estaban fuertemente armados; cualquiera de ellos podría haberse enfrentado con el más fiero galeón de guerra de la flota portuguesa.

La primera de las naos puso rumbo al puerto de Palos. Si alguien se dio cuenta de que era el mismo puerto del que Colón había zarpado, la coincidencia pasó inadvertida en su momento. Los hombres cobrizos que desembarcaron de las naves sorprendieron a todo el mundo hablando un fluido español, aunque con muchas palabras nuevas y extrañas pronunciaciones. Dijeron venir del reino de Caribia, que se encontraba en una enorme isla entre Europa y China. Insistieron en hablar con los monjes de La Rábida y fue a estos hombres santos a quienes entregaron tres cofres de oro puro.

—Uno es un regalo para los reyes de España, en agradecimiento por habernos enviado tres naos, hace veintiocho años —dijo el jefe de los caribianos—. Otro es un regalo a la Santa Iglesia, para ayudar a enviar misioneros que enseñen el evangelio de Jesucristo a todos los rincones de Caribia, a todo aquel que quiera escuchar libremente. Y el último es el precio que pagaremos por un trozo de tierra, al pie de una buena bahía, donde podamos construir un palacio adecuado para que el padre de nuestra reina Beatriz Tagiri reciba la visita de los reyes de España.

Pocos de los monjes de La Rábida recordaban los días en que Colón había sido un visitante asiduo. Pero uno lo recordaba muy bien. Lo habían dejado allí de niño para ser educado mientras su padre presentaba su caso ante la corte, y más tarde cuando navegó hacia poniente en busca de un loco objetivo. Cuando su padre no regresó jamás, tomó los sagrados votos, y se había hecho famoso por su santidad. Llevó al jefe del grupo caribiano a un lado y dijo:

—Las tres naos que decís que España os envió, las gobernaba Cristóbal Colón, ¿verdad?

—Sí, así es —dijo el hombre cobrizo.

—¿Vivió? ¿Está aún vivo?

—No sólo vivió, sino que es el padre de nuestra reina Beatriz Tagiri. Para él construiremos el palacio. Y como vos lo recordáis, amigo mío, puedo deciros que en su corazón no construirá este palacio para los reyes de España, aunque los recibirá allí. Construirá este palacio para poder invitar a su hijo, Diego y saber qué ha sido de él y suplicarle perdón por no haber regresado a él en todos estos años.

—Yo soy Diego Colón —dijo el monje.

—Eso supuse —contestó el hombre cobrizo—. Os parecéis a él. Sólo que más joven. Y vuestra madre debió de ser toda una belleza, porque las diferencias son todas a mejor.

El hombre cobrizo no sonrió, pero Diego vio por fin el centelleo de sus ojos.

—Decidle a mi padre que muchos hombres han sido separados de su familia por la fortuna o el destino, y sólo un hijo indigno le pediría a su padre que se disculpara por regresar a casa.

La tierra se compró, y siete mil caribianos empezaron a comerciar y comprar por todo el sur de España. Provocaron muchos comentarios y no poco miedo, pero todos decían ser cristianos, gastaban el oro a manos llenas como si lo hubieran encontrado en el suelo, y sus soldados estaban muy bien armados y conservaban una altísima disciplina.

Tardaron un año en construir el palacio para el padre de la reina Beatriz Tagiri. Cuando se terminó quedó claro que era más una ciudad que un palacio. Se contrataron arquitectos españoles para diseñar una catedral, un monasterio, una abadía y una universidad; se pagó bien a los obreros españoles para que se encargaran de buena parte de la labor, codo a codo con los extraños hombres cobrizos de Caribia. Gradualmente, las mujeres que vinieron con la flota empezaron a aventurarse a salir en público; llevando sus livianas sayas de vivos colores durante todo el verano y luego aprendieron a vestir las más cálidas ropas españolas cuando llegó el invierno. Para cuando la construcción de la ciudad de los caribianos quedó concluida, y los reyes de España fueron invitados a ella, la ciudad estaba poblada por tantos españoles como caribianos; todos trabajaban y rezaban juntos.

Eruditos españoles enseñaban a los estudiantes caribianos y españoles de la universidad; sacerdotes españoles enseñaban a los caribianos a hablar latín y decir la misa; mercaderes españoles llegaban a la ciudad para vender alimentos y otras mercancías, y se marchaban con extrañas piezas de arte hechas de oro y plata, cobre y hierro, lino y piedra. Sólo gradualmente descubrieron que muchos de los caribianos no eran cristianos, después de todo, pero que entre ellos no importaba si una persona era cristiana o no. Todos eran ciudadanos iguales, libres de elegir lo que querían creer. Era una idea realmente extraña que a ninguna de las autoridades españolas se le ocurrió adoptar, pero mientras los paganos de entre los caribianos no trataran de hacer proselitismo en la España cristiana, su presencia se toleraría. Después de todo, los caribianos tenían muchísimo oro. Y barcos muy rápidos. Y también cañones excelentes.