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Cuando llegaron los reyes de España (haciendo patéticos esfuerzos por causar impresión entre la opulencia de la ciudad caribiana), fueron conducidos al salón del trono en un magnífico edificio. Se les invitó a sentarse en un par de tronos. Sólo entonces se presentó el padre de la reina de los caribianos, y cuando entró, se arrodilló ante ellos.

—Reina Juana —dijo—. Lamento que vuestros padres no vivieran para verme regresar de la expedición a la que me enviaron en 1492.

—Así que Cristóbal Colón no era un loco —dijo ella—. Ni fue una locura de Isabel enviarlo.

—Cristóbal Colón fue un auténtico servidor de los reyes. Pero me equivoqué respecto a la distancia hasta China. Lo que encontré fue una tierra que ningún europeo había visto antes.

Colocó sobre una mesa un pequeño cofre, y sacó de él cuatro libros.

—Los cuadernos de mi viaje y todas mis actas desde entonces. Mis naos fueron destruidas y no pude regresar, pero como me encomendó la reina Isabel, hice todo lo posible por llevar a tanta gente como pudiera al servicio de Cristo. Mi hija se ha convertido en la reina Beatriz Tagiri de Caribia y su marido es el rey Ya-Hunahpu. Igual que vuestros padres unieron Aragón y Castilla con su matrimonio, así mi hija y su esposo han unificado dos grandes reinos en una sola nación.

Ojalá sus hijos sean tan buenos y sabios gobernadores de Caribia como vos lo habéis sido de España.

Escuchó atentamente mientras la reina Juana y el rey Enrique hacían corteses discursos agradeciendo los diarios y cuadernos. Mientras hablaban, Colón pensó en lo que le había dicho Diko: que en otra historia, aquella en la que sus naos no habían sido destruidas y había regresado a casa con la Pinta y la Niña, su descubrimiento volvió tan rica a España que Juana fue ofrecida en matrimonio a otro hombre distinto, quien había muerto joven. Eso la había vuelto loca, y primero su padre y luego su hijo gobernaron en su lugar. Qué extraño que entre todos los cambios que Dios había realizado a través de él, uno de ellos fuera salvar a esa bella reina de la locura. Nunca lo sabría, pues ni Diko ni él se lo dirían jamás.

Terminaron sus discursos, y a cambio le ofrecieron muchos hermosos regalos (según las costumbres españolas) para que los llevara al rey Ya-Hunahpu y la reina Beatriz Tagiri. Él los aceptó todos.

—Caribia es una tierra grande —dijo—, y hay muchos lugares donde el nombre de Cristo no se ha oído todavía. También, la tierra es rica en muchas cosas y nos agradaría comerciar con España. Os pedimos que enviéis sacerdotes que enseñen a nuestra gente. Pero ya que Caribia es una tierra pacífica, donde un hombre desarmado puede caminar de un extremo a otro del reino sin sufrir ningún daño, no habrá ninguna necesidad de que enviéis soldados. De hecho, mi hija y su esposo os piden que les hagáis el gran favor de decir a todos los otros soberanos de Europa que, aunque se les invita a enviar sacerdotes y comerciantes, todo navio que entre en aguas caribianas portando armas de cualquier tipo será enviado al fondo del mar.

La advertencia era lo bastante clara: así había sido desde el momento en que las mil naos de la flota caribiana fueron vistas por primera vez en la costa de Portugal. Ya había noticias de que los planes del rey de Portugal para explorar Hy-Brasil habían sido abandonados, y Cristóforo confiaba en que otros monarcas serían igualmente prudentes.

Se prepararon y firmaron documentos donde se afirmaba la eterna paz y especial amistad que existía entre los monarcas de España y Caribia. Entonces llegó el momento de que la audiencia terminara.

—Tengo un último favor que pedir a vuestras majestades —dijo Cristóforo—. Esta ciudad es conocida por todos como la Ciudad de los Caribianos. Es así porque preferí no darle nombre hasta que pudiera pediros, en persona, permiso para ponerle el de vuestra graciosa madre, la reina Isabel de Castilla. Esta ciudad se construyó gracias a su fe en Cristo y su confianza en mí. ¿Me daréis vuestro consentimiento?

Así se hizo, y Juana y Enrique se quedaron otra semana para presidir las ceremonias de bautizar Ciudad Isabel.

Cuando se marcharon, comenzó el trabajo serio. La mayor parte de la flota regresaría pronto a Caribia, pero sólo las tripulaciones serían caribianas. Los pasajeros serían españoles: sacerdotes y comerciantes. El hijo de Colón, Diego, había rechazado el oro que su padre le había ofrecido, y en cambio pidió que se le permitiera ser uno de los franciscanos enviados como misioneros. Discretas investigaciones localizaron al otro hijo de Colón, Fernando. Éste había sido educado para tomar parte en el negocio de su abuelo, un mercader de Córdoba. Cristóforo lo invitó a Ciudad Isabel, donde lo reconoció como hijo y le dio una de las naos caribianas para que comerciara con ella. Juntos, decidieron bautizar a la nao Beatriz de Córdoba, en honor a la madre de Fernando. El joven se alegró de saber que su padre había dado también ese nombre a la hija que se había convertido en reina de Caribia. Es dudoso que Cristóforo le hiciera saber que podría haber cierta ambigüedad respecto a en honor a qué Beatriz había recibido su nombre la reina.

Desde su palacio, Cristóforo contempló partir a ochocientas naos caribianas hacia el nuevo mundo, llevando a sus dos hijos mayores en diferentes misiones. Vio a otras ciento cincuenta naves zarpar en grupos de tres o cuatro para llevar embajadores y comerciantes a cada puerto de Europa y a cada ciudad musulmana. Vio a embajadores y príncipes, grandes comerciantes y eruditos y hombres de iglesia que venían a Ciudad Isabel para enseñar a los caribianos y aprender de ellos.

Sin duda Dios había cumplido las promesas que le hizo en aquella playa cerca de Lagos. Gracias a Cristóforo la palabra de Dios estaba siendo llevada a millones de personas. A sus pies habían caído reinos, y las riquezas que habían pasado por sus manos, bajo su control, estaban más allá de nada que pudiera haber concebido cuando era un niño en Genova. El hijo del tejedor que una vez se había aterrorizado ante las crueles acciones de los grandes hombres se había convertido en uno de los más grandes de todos, y lo había hecho sin crueldad. De rodillas, Cristóforo dio muchas veces gracias a Dios por Su bondad para con él.

Pero en el silencio de la noche, en el balcón que daba al mar, pensó de nuevo en su desatendida esposa, Felipa; en su paciente amante, Beatriz de Córdoba; en Doña Beatriz de Bobadilla, que había fallecido antes de que él pudiera regresar triunfal a Gomera. Recordó a sus hermanos y hermanas en Genova, que habían muerto todos antes de que su fama pudiera alcanzarlos. Pensó en los años que podría haber pasado con Diego, con Fernando, si no hubiera salido nunca de España. ¿No hay triunfo sin pérdida, sin dolor, sin lamento?

Pensó entonces en Diko. Nunca podría haber sido la mujer de sus sueños; había veces en que sospechaba que ella también había amado a otro hombre y que había sufrido una pérdida tan grande como las dos Beatrices para él. Diko había sido su maestra, su compañera, su amante, su amiga, la madre de muchos hijos, su verdadera reina cuando dieron forma a un gran reino a partir de mil aldeas en cincuenta islas y dos continentes. La amaba. Le estaba agradecido. Ella había sido un regalo de Dios.

¿Era deslealtad por su parte, entonces, desear una hora de conversación con Beatriz de Bobadilla? ¿Desear poder besar de nuevo a Beatriz de Córdoba, y oírla reírse con fuerza ante sus historias? ¿Desear poderle mostrar sus cartas y cuadernos a Felipa, para que supiera que su loca obsesión había merecido la pena del dolor causado a todos ellos?

No hay nada bueno que no cueste caro. Eso es lo que Cristóforo aprendió al reflexionar sobre su vida. La felicidad no es una vida sin dolor, sino más bien una vida en la que el dolor se intercambia por un precio digno. «Eso es lo que me habéis dado, Señor.»