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—Me lo quedo.

El vendedor le dio aquello. Alan lo examinó Le hacía poca gracia la piel amarilla que tenía.

El hombre soltó una carcajada.

—¿Qué te pasa, muchacho? ¿Es que no has visto un plátano en tu vida o no tienes hambre?

—¡Un plátano!

Alan retrocedió un par de pasos para separarse del vendedor, que casi estaba pegado a él. Se metió una de las puntas del plátano en la boca, e iba a morder en ella, cuando le entraron tales ganas de reír, que no pudo hacerlo.

—¡Mírenlo! —gritó el vendedor—. ¡Miren si es tonto este astronauta! ¡No sabe cómo se come un plátano!

El mozo se sacó el plátano de la boca, sin haberlo mordido, y se quedó mirándolo. No había comprendido lo que le había dicho el vendedor. Estaba turbado. No estaba preparado para que le tratasen de ese modo los extraños. A bordo de la nave nadie se metía con nadie, no se gastaban bromas de mala ley; uno hacía su trabajo, iba a sus cosas, y nada más. Así tenían que obrar los que tenían que convivir hasta la muerte con los mismos hombres y mujeres en una astronave.

Pero el vendedor no se marchaba. Parecía divertirse de lo lindo.

—Tú eres astronauta, ¿verdad?

Habíase formado un corrillo que rodeaba a los actores de aquella escena callejera.

Alan asintió con la cabeza.

—Te enseñaré cómo se hace —dijo el vendedor burlón, quitándole el plátano, mondándolo y volviéndoselo a dar—. Cómetelo así. Sin la piel está mejor.

Uno de los del corro de mirones dijo:

—¿Qué hace en la ciudad este mozo? ¿Se ha escapado del Recinto?

Y otro:

—¿Por qué no está en el Recinto con sus compañeros?

Crecía la confusión de Alan ante los mirones. No quería armar escándalo, pero tampoco quería que se mofaran de él los terrícolas. Probó el plátano y encontró agradable su sabor. Sin hacer caso de los gritos y la rechifla de aquella gente mal educada, se lo acabó de comer.

—Ya sabe el astronauta cómo se come un plátano —dijo entonces el vendedor—. ¿Quieres otro?

—No quiero más.

—¿No te ha gustado? ¿No te gustan las cosas buenas que tenemos en la Tierra? Claro, no se hizo la miel para la boca de los asnos, y los asnos son… los astronautas. ¡Ja, ja!

—Vámonos de aquí — dijo Rata en voz baja.

Era un buen consejo. Aquella gente lo acosaba como una traílla de galgos que persiguen a una liebre. Alan movió el hombro para dar a entender a Rata que estaba dispuesto a seguir su consejo.

—Cómprame otro — volvió a decir el pesado y terco vendedor.

—Ya te he dicho que no. ¡Déjame en paz!

No se movió nadie. El vendedor y su vehículo impedían el paso a Alan.

—Déjame pasar.

Alan cogió la piel del plátano que se había comido y se la tiró a la cara al vendedor, diciendo:

—Masca esto un rato.

Se abrió paso empujando con el hombro a los que se lo impedían y antes de que los mirones pudieran decir o hacer algo, ya había recorrido media calle. Luego se perdió entre los transeúntes. Le fue fácil hacerlo, pese al llamativo uniforme que llevaba. ¡Pasaba tanta gente!

Pudo andar un buen rato sin que le molestara nadie, sin volver la cabeza para mirar atrás, y pensó que ya no le molestarían. Miró a Rata. El pequeño ser extraterrestre, como de costumbre, iba abismado en sus pensamientos, en sus misteriosos pensamientos.

—¡Rata!

—¿Qué?

—¿Por qué hace eso la gente? Soy forastero.

—Porque eres forastero, precisamente. No les gustas por eso. Tú tienes al mismo tiempo trescientos años y diecisiete. No entienden esto. A esa gente no les gustan los astronautas. Los habitantes de esta ciudad no irán nunca a las estrellas para verlas, Alan. Para ellos las estrellas no son más que puntitos de luz que ven a través de la niebla nocturna. Te envidian, y, para que sepas lo mucho que te envidian, hacen esas cosas.

—¿Por qué esa envidia? Si supieran la vida que llevamos los astronautas, si supieran que luchamos con la Contracción, si supieran que salimos de nuestra patria con pocas esperanzas de volver a ella…

—Nada saben de eso, Alan. Sólo saben que tú has estado en las estrellas, y ellos no. Y les duele.

Alan se encogió de hombros.

—Que vayan al espacio, entonces, si no les gusta estar aquí. Nadie se lo impedirá. Siguieron andando en silencio un rato. Alan iba pensando en lo que le había pasado con el vendedor ambulante y los curiosos. Se daba cuenta de que aún tenía que aprender muchas cosas para saber tratar con la gente, sobre todo con los terrícolas. En la nave se sabía conducir bien; pero en una ciudad de la Tierra le tomaban por un palurdo y tenía que andar con pies de plomo.

El mozo miraba con tristeza el laberinto de calles que se extendía ante él. Se arrepentía de haber salido del Recinto. Pero Steve debía de estar en la ciudad, y él tenía que encontrar a su hermano y resolver el problema de la hiperpropulsión.

Era difícil lograr lo que se proponía. Tenía que actuar y no sabía cómo empezar. Pensaba que lo primero que convenía hacer era ver si encontraba una persona que tuviera expresión amable, para preguntarle si en el Ayuntamiento llevaban un registro de ciudadanos. Se decía que el tiempo vuela y que la Valhalla iba a partir dentro de dos días.

Se cruzaba con muchas personas, pero ninguna tenia aspecto tan amable como para contestar a la pregunta que él quería formular. Se detuvo.

—¡Pase, señor, pase! ¡Entre usted aquí! — decía una voz fría y metálica casi detrás del oído izquierdo del joven.

Asustado, Alan volvió la cabeza hacia la izquierda y vio a un robot delante de la puerta de lo que parecía un comercio.

—¡Pase, señor, pase! — repitió el robot en voz más baja, como si se diera cuenta de que Alan le escuchaba —. Con un crédito puede ganar diez, con cinco, cien créditos. ¡Entre usted, amigo!

El joven se acercó más y echó una mirada al interior del establecimiento. A través del cristal de la puerta pudo ver vagamente largas filas de mesas. Delante de todas estas mesas se sentaban algunos hombres. De dentro salía la voz de otro robot que cantaba números sin parar.

—No se quede parado, amigo —dijo el robot que estaba en la calle—. La puerta se ha hecho para entrar. Pase usted.

Alan tocó con el codo a Rata y, picado por la curiosidad, preguntó:

—¿Qué será esto?

El ser extraterrestre respondió:

—Soy tan forastero como tú, pero me figuro que es una casa de juego.

Alan se registró los bolsillos.

—Si tuviera tiempo, me gustaría entrar. Pero…

—Adelante, amigo, adelante —canturreó el robot, y su voz metálica sonaba casi como la voz humana—. Entre. Con un crédito puede ganar diez, con cinco, cien créditos.

—Entraré otro día — dijo Alan.

—Pero, amigo… con un crédito puede ganar…

—Ya lo he oído.

—…diez —siguió diciendo el robot como si tal cosa—. Con cinco, cien créditos.

Y el robot avanzó de lado para no dejar pasar por la calle a Alan.

—¿También habré de tener una agarrada contigo? A lo que parece, en esta ciudad todo el mundo intenta vender algo.

El robot, invitador, señalaba hacia la puerta.

—¿Por qué no lo prueba? —decía con voz melosa—. Es el juego más sencillo que se ha visto. ¡Ganan todos! Entre usted, amigo.

A Alan se le agotaba la paciencia y fruncía el ceño. Le estaba poniendo fuera de sí la incesante propaganda del robot. A bordo, nadie obligaba a nadie a hacer las cosas. Si a uno le decían que tenía que hacer un trabajo, lo hacía sin rechistar. Estando franco de servicio, uno podía hacer lo que se le antojase.