Alan frunció el ceño en ese instante de felicidad. Recordaba a un hombre enjuto, de una fealdad agradable, que le había amparado y protegido y había muerto nueve años atrás. La ambición de Max Hawkes había sido visitar las estrellas. El pobre Max no pudo ver cumplidos sus deseos.
«Steve y yo lo haremos por ti, Max», pensó Alan.
El joven miró a su hermano. Los dos tenían muchas cosas que contarse.
—Cuando desperté a bordo de la Valhalla —dijo Steve— y comprendí que me habías emborrachado, me entró tal locura, que, si llego a tenerte al alcance de mis manos en aquel momento, te hago pedazos.
—Puedes hacerlo ahora, bien cerquita me tienes.
—Ahora no quiero — replicó Steve riéndose.
Alan dio un puñetazo a su hermano, sin hacerle daño. Al joven le parecía ya más amable la vida. Había encontrado a Steve y había dado al Universo la navegación a mayor velocidad que la luz. No hacía falta más para que un hombre se sintiese feliz.
Un nuevo afán tenían Alan y su hermano. Anhelaban explorar la infinidad de soles que hay en el cielo. Había que consagrar a esta empresa la vida entera. Y ¿quién sabía el tiempo que se tardaría en realizarla?