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El médico sacó una pequeña cámara y enfocó con ella a Alan. Apretó un botón y salió de la máquina como un zumbido raro. Alan notó un calor no menos raro en su cuerpo.

—Perdone la molestia, pero he de cumplir con mi obligación — dijo de nuevo el doctor en son de disculpa.

Accionó una palanca que tenía en su parte posterior la cámara. Inmediatamente cesaron los zumbidos de la maquina, y por uno de los lados de ésta fue saliendo, desenrollándose, una cinta. El médico la examinó.

—¿Me encuentra usted algo? — preguntó Alan con ansiedad.

—Nada de particular. Pero tiene usted cariada la muela del juicio de la mandíbula superior derecha. Hay que evitar que el agujerito se haga mayor. —Y después de enrollar la cinta, agregó el doctor—: El tratamiento indicado es el flúor. ¿Tienen ustedes tiempo para seguir ese tratamiento? Dan pena las dentaduras que tienen ustedes.

—Nuestra nave fue construida cuando no se conocía aún el uso del flúor para hacer potable el agua que bebemos. Y estamos tan poco tiempo en la Tierra que carecemos de él para seguir un tratamiento. ¿No tengo más que eso?

—Ese es el diagnóstico, según dice la cinta. Cuando reciba el informe del laboratorio, hablaremos. Hasta entonces no le podré levantar la cuarentena. — Y reparando entonces en Rata, que estaba en un rincón, preguntó el médico—: ¿También tengo que examinar eso?

—Yo no soy eso —protestó Rata con helada dignidad—. Soy un ser extraterrestre, un ser inteligente nacido en Bellatrix VII. Y no padezco ninguna enfermedad que le pueda interesar a usted.

—¡Una rata que habla! —exclamó el galeno, pasmado de asombro—. ¡Habremos de ver, andando el tiempo, hasta animales inteligentes! A usted le tendré que tratar como si fuese un tripulante.

Y enfocó a Rata con la cámara, la cual comenzó a zumbar.

Después de haberse ido el médico, Alan quiso refrescarse lavándose en el aguamanil. Recordó de repente que aquella noche habría baile.

Mientras se lavaba la cara, se le ocurrió pensar que no había hablado con ninguna de las siete u ocho chicas que podía invitar.

El joven estaba inquieto sin saber por qué. Sentíase deprimido. Se preguntaba si le pasaba lo que a Steve. ¿Sería porque quería huir de la nave para ir a ver el universo, para verlo de verdad?

—Dime, Rata; si tú estuvieras en mi lugar…

—Si yo estuviera en tu lugar, me vestiría para ir al baile —respondió el ser extraterrestre—. Si tenía pareja, claro está.

—El caso es que yo no la tengo. No me he tomado la molestia de invitar a ninguna chica. Me las sé de memoria a todas. ¿Para qué molestarse por ellas?

—¿No vas a ir al baile?

—No voy a ir.

Rata se subió en el brazo de la silla neumática, levantó la cabeza y clavó sus brillantes ojillos en los ojos de Alan.

—Tú maquinas algo, tú quieres irte como tu hermano. Veo los síntomas de ello en tu cara. Estás lo mismo que estaba Steve de agitado e inquieto»

Tras un momento de silencio, Alan sacudió la cabeza y dijo:

—No; no puedo hacer eso, Rata. Steve es un rebelde. Yo no me atrevería a marcharme como él. Pero tengo que hacer algo. Sé cómo pensaba mi hermano. Decía que le aplastaban las paredes de la nave. Poco valdría si no le hago volver.

Con nerviosa impaciencia se desabrochó Alan la camisa y se la quitó. Experimentaba la sensación de que estaba cambiando por dentro. A él le pasaba algo, y pensaba que debía ser lo mismo que le había ocurrido a Steve. Quizá se había mentido a sí mismo al decirse que no era como Steve.

—Corre a decir al capitán que no voy al baile —ordenó a Rata—. Dile que estoy cansado, dile lo que quieras, para que no se inquiete por mí¡. ¡Pero que no sepa el estado de ánimo en que me encuentro!

Capítulo IV

A la mañana siguiente, Roger Bond contó a Alan sus impresiones de la velada.

—La cosa más aburrida que puedas imaginar. Los viejos de siempre. Los mismos bailes pasadosde moda. Me preguntaron por ti un par de personas y les dije que no sabia dónde estabas.

—Hiciste bien.

Cruzaron frente al grupo de edificios viejos y feos del Recinto.

—Habrán pensado que estaba enfermo —dijo Alan—. Y estaba enfermo, en efecto; enfermo de fastidio.

Él y Roger se sentaron con precaución en el borde de un banco de piedra que amenazaba venirse abajo. Guardaron un rato de embarazoso silencio. Lo rompió Alan:

—¿Sabes lo que es este sitio? Pues es un ghetto, y nosotros mismos nos hemos impuesto la obligación de vivir en él; es como aquellos barrios separados en que tenían que habitar por fuerza los judíos en Roma y otras ciudades de Italia y Alemania en la antigüedad. El miedo entontece a los moradores de las estrellas y les impide salir del Recinto para ir a ver cómo son las ciudades de la Tierra. Por eso se quedan encerrados en este cochino sitio, que es como un corral.

—Y viejo de veras. Quisiera saber los años que tienen estas casas.

—Miles de años. Nadie quiere construir casas modernas. ¿Para qué? Los más de nosotros vivimos muy a gusto en las viejas.

—¡Ojalá los médicos no hubieran acabado aún los reconocimientos! — exclamó Roger, pensativo.

—¿Por qué lo dices?

—Porque estaríamos en cuarentena aún, y, como no nos dejarían salir, no podríamos venir a ver lo feo que es esto.

—No sé lo que es peor… si estar en cuarentena o andar por un sitio tan triste como es el Recinto —dijo Alan, poniéndose en pie, estirando los brazos y respirando profundamente—. ¡Pst! ¡Quién pudiera llenarse los pulmones de aire terrestre puro, de ese que hay fuera de aquí! Prefiero la atmósfera de la nave a la que aquí se respira.

—Hay que resignarse. Yo me resigno. ¡Mira! Una cara nueva…

Se volvió Alan y vio a un joven astronauta de su edad que caminaba hacia ellos. Llevaba un uniforme encarnado con adornos de color gris, en vez de los colores anaranjado y azul del uniforme de los tripulantes de la Valhalla.

—Supongo que sois tripulantes de la Valhalla, que aterrizó ayer.

—Si. Me llamo Alan Donnell. Este, Roger Bond. ¿Cómo te llamas tú?

—Kevin Quantrell.

Era un chico bajito y recio, de tez morena, con el mentón cuadrado y aire de persona confiada.

—Soy tripulante de la astronave Encounter —añadió Quantrell—. Hace poco hemos vuelto del sistema de Aldebarán. Llevamos ya en el Recinto dos semanas.

Alan dio un silbidito.

—¡Aldebarán! Un viaje de ciento nueve años. Debes ser veterano, Quantrell.

—Nací en 3403. Tendría 473 años en la Tierra. En realidad, sólo tengo diecisiete. Antes de ir a Aldebarán estuvimos en Capela. Un viaje de 85 años.

—Has viajado 170 años más que yo —dijo Alan—, y tengo también diecisiete.

Quantrell sonrió burlonamente.

—Suerte que alguien tuvo la buena idea de inventar el reloj calendario, y así sabemos los días que vivimos, que si no…

Quantrell estaba apoyado contra el muro de un destartalado edificio que en otro tiempo había ostentado con orgullo el principal rasgo de la arquitectura de los primeros años del siglo XXVII — el recubrimiento con acero cromado. Sus muros exteriores estaban ya herrumbrosos y habían tomado un color pardo.

—¿Qué os parece nuestro paraíso en miniatura? —preguntó Quantrell en son de mofa—. ¿Verdad que ante él se cubren de vergüenza las ciudades de la Tierra?