— Dice mamá que en las ciudades hay gente que nunca ve amanecer — comentó Yaiza mientras sorbía su café aún muy caliente—, que se acuestan tarde y se levantan entrada la maсana… ¿Puede imaginarlo?
— Naturalmente que puedo imaginarlo — admitió Rufo Guerra—. Y para lo que allí amanece, más vale quedarse en cama. En las ciudades o es de día o es de noche, y eso es todo lo que hay que ver…
Ella no respondió. Concluyó su desayuno, observó cómo el rojo disco del sol se alzaba sobre el horizonte, y luego muy suavemente, musitó:
— Uno ha muerto.
Rufo Guerra la observó con fijeza.
— ¿Cómo lo sabes? — inquirió.
— He oído un disparo y tuve la impresión de que me llamaba.
— ¿Quién lo mató?
— Su miedo.
— ¿Su miedo?
— Estaba solo y perdido.
— Pero eran dos, ¿dónde está el otro?
— No lo sé… Este se acurrucó en un rincón como si se encontrara a punto de nacer, llorando como un niсo, y luego sonó un disparo. — Se volvió a su acompaсante—. ¿Por qué me castiga Dios con estas cosas? — quiso saber—. ¿Por qué me buscan siempre los ahogados y los muertos?
— Porque eres «médium».
— ¿Soy qué…?
— «Médium». Es el nombre que se les da a las personas que pueden ponerse en comunicación con los muertos… He leído algo sobre ellas en algún libro.
— ¿Y eso es bueno o malo?
— No lo sé. Pero parece ser que ganan mucho dinero… Todo el mundo quiere ponerse en contacto con los muertos.
— ¿Para qué?
— Para saber qué es lo que existe más allá…
— Los muertos no lo saben.
— ¿Qué quieres decir?
— Que no deben de saberlo, porque vienen a preguntármelo… Tienen miedo y se limitan a continuar a nuestro alrededor tratando de hacerse la ilusión de que están vivos.
— ¿Estás segura?
— No… — Agitó la cabeza con gesto de profundo pesar—. Es lo malo de todo cuanto ocurre… Me asusta, y ni siquiera me sirve para estar segura de nada… — Lanzó lejos una pequeсa piedra y aсadió Convencida—. A veces creo que me estoy volviendo loca… Ьn chico me dijo que no soy más que una histérica engreída… Nunca he entendido muy bien lo que significa ser histérica… ¿Es una especie de loca?
— Nunca había oído esa palabra. Y si la he leído, como no sabía lo que significaba, no me he fijado en ella… Desde que tu madre no me explica las cosas muchas se me pasan. Y me estoy haciendo viejo. Empiezo a pensar que tanta curiosidad por saber más no conduce a nada… Ya casi siempre prefiero leer un libro conocido a empezar uno nuevo, y eso es mal síntoma… — Rió entre dientes—. A los niсos muy niсos, y a los viejos muy viejos tan sólo nos gusta lo que ya conocemos… La auténtica curiosidad es cosa de jóvenes…
— Echa de menos a mi madre, ¿verdad?
— No puedes imaginarte cuánto.
— ¿Estaba enamorado de ella?
Rufo Guerra había comenzado a recoger las cosas, guardándolas en su macuto.
— Supongo que sí… —admitió—. Casi todos los alumnos se enamoran de sus maestras, y ella fue mi maestra. ¿Sabías que me enseсó a leer?
— Nunca me lo dijo.
— Fue mucho antes de que tú nacieras… Aún tenía esperanzas de que algún día mi hermano me escribiera, y quería leer yo mismo sus cartas. Ella tuvo mucha paciencia y me enseсó, y luego me enseсó a elegir libros. — Hizo una pausa mientras la ayudaba a levantarse de la hierba e iniciaban el camino montaсa abajo—. Yo, de jovencito, era muy pendenciero y borrachín, y desde que se marchó mi hermano me pasaba la vida en la taberna. Allí perdía el jornal y los amigos, porque con todos me peleaba… Estoy seguro de que si no hubiera aprendido a leer hubiera acabado siendo un viejo solitario al que todos odiarían. — Le guiсó un ojo con picardía—. Ahora soy viejo y solitario, pero sólo me echo un copetazo de cuando en cuando… Y nadie me odia, aunque no sé si eso es bueno.
— Debe de ser bueno… A mí la mayoría de la gente me odia… No les he hecho nada, y pretendo ser siempre amable y cariсosa, pero advierto que me odian.
— No creo que te odien… — replicó Rufo convencido—. Lo que ocurre es que te ven distinta y les asusta.
— ¿Y por qué tengo que ser distinta?
Se encogió de hombros.
— ¡Cualquiera sabe…! La Naturaleza gasta esas bromas… Fíjate en esta isla… Desde aquí podemos verla entera: desde los Farallones de Famara hasta la punta del Papagallo… No es nada, y sin embargo, la Naturaleza ha concentrado aquí más volcanes que en todo un Continente, y una vez leí que Lanzarote es uno de los lugares de la Tierra por el que cruzan más líneas magnéticas.
— ¿Qué son líneas magnéticas?
Rufo meditó unos instantes y resultaba evidente que no se sentía muy seguro de cuál era la respuesta, pero al fin, casi tímidamente, seсaló:
— Al parecer, el mundo está cruzado por una serie de ejes o líneas de fuerza magnética que a veces coinciden en un mismo punto provocando extraсos fenómenos e influyendo sobre hombres y animales. Los antiguos creían mucho en eso, pero el cristianismo se preocupó de abolir o de hacer que se olvidaran las teorías de los campos magnéticos por creer que se trataba de una forma de brujería… Irlanda también tiene líneas magnéticas que se entrecruzan… Y la India. Y Birmania… Pero en ningún lugar hay tantas como aquí… Por eso, hacia donde quiera que se mire sólo se ven cráteres de volcanes, y la tierra arde bajo nosotros… ¿No es eso un capricho de la Naturaleza? ¿No es un capricho nuestro continuar aquí, expuestos a que todo reviente y borre del mapa otra tercera parte de la isla, como ocurrió hace dos siglos? ¿Por qué? ¿Por qué nos quedamos, si la vida es más dura que en ningún otro lugar, a menudo no tenemos ni siquiera agua para beber, y cualquier día los volcanes pueden enviarnos a volar por los aires.
— Porque es nuestra tierra… Y es hermosa.
— ¿Qué tiene de hermoso…? ¿No son más hermosos los bosques siempre verdes, o esos campos por los que corren auténticos ríos de agua dulce? Dime, ¿cuántas veces has logrado darte un auténtico baсo de agua dulce? Imagino que nunca… Y, sin embargo, nos bastaría con cruzar a la isla de enfrente, a Tenerife, para disfrutar de bosques inmensos, lluvia, manantiales, e incluso nieve… ¿No es todo eso muchísimo más hermoso que esta tierra sedienta, estas rocas y estos volcanes pelados?
Yaiza Perdomo recordó las veces que había estado con su madre en Tenerife; evocó la fina lluvia en La Laguna; los tupidos bosques del monte de la Esperanza; la blanca nieve reluciente de las laderas del Teide; los fríos manantiales que se precipitan entre peсas y flores, y el verdor incomparable del Valle de la Orotava tapizado de plataneras desde el borde del mar hasta las faldas del inmenso volcán, y por último negó muy despacio, pero segura de sí misma:
— No… No lo es.
— ¡Mierda…! — replicó Rufo Guerra—. ¿Por qué tendremos que ser siempre tan testarudos los lanzaroteсos? ¿Por qué…?
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La caravana de camellos-dromedarios de una sola joroba — llegados del cercano desierto del Sahara— descendía sin prisas desde el pintoresco villorio de Femés, asomado entre dos montaсas como si estuviera tratando de cerciorarse de que Isla de Lobos v Fuerteventura no iban a alejarse adentrándose en el Océano, y los lentos y cansinos animales de estúpida expresión parecían avanzar con miedo a aplastar imaginarios nuevos que cubrieran el serpenteante sendero de piedra y lava.