— Anoche me violaron tres hombres… — dijo.
Aurelia se desplomó sobre el taburete de la cocina, se mordió los labios para no dejar escapar un grito, y contempló con infinito dolor y lástima, sin acertar a pronunciar una sola palabra, a aquella muchacha a la que había visto nacer y de la que un día imaginó que acabaría casándose con su hijo Sebastián.
— Se tapaban con máscaras y estaba oscuro… — continuó Manuela—, pero sé que eran los forasteros… No olían a mar, ni tenían manos de pescador.
— ¿Se lo has contado a Honorio…?
— Aún no ha vuelto de la mar.
— ¿Piensas contárselo…?
— ¿Para qué…? ¿Para que vaya allí y lo maten…? — Negó suavemente—. Nadie más que tú debe saberlo… Ni siquiera mi madre… Empezaría a gritar y armaría un escándalo de todos los demonios… Me convertiría para siempre en «la Violada», y ni Honorio ni yo podríamos vivir a gusto en este pueblo… Y aquí he vivido siempre, y aquí quiero seguir viviendo…
Aurelia asintió en silencio, y nada dijo mientras preparaba la achicoria que hacía las veces de café en tiempos de penuria. Sirvió dos tazas, trajo unas galletas que ella misma había hecho y queso de cabra, y tomo asiento frente a su ex alumna:
— ¿Y por qué únicamente a mí vas a contármelo?
— Tú lo sabes.
— Lo sabré mejor si me lo explicas…
— Esa gente está aquí por vosotros… — puntualizó Manuela—. Buscan a Asdrúbal y no dejarán de hacer daсo hasta encontrarlo… — Hizo una corta pausa mientras mordisqueaba, desganada, un pedazo de queso—. Hoy me ha tocado a mí, que no voy a decir nada, pero maсana, o dentro de una semana, elegirán a otra que tal vez grite y se lo cuente a su marido para que se inicie un baсo de sangre… — La miró de frente, con extraсa fijeza—. O tal vez se resista y acaben por matarla…
— Entiendo…
Manuela Quijano no dijo nada y Aurelia sostuvo su mirada, que expresaba mejor que sus palabras lo que sentía:
— Entiendo… — repitió—. Crees que lo que te ha ocurrido es culpa nuestra, y que lo será también si las cosas empeoran…
— Yo no soy quién para juzgar a Asdrúbal… — fue la respuesta que daba por sentado la aceptación de sus palabras—. Supongo que cualquier otro hubiera hecho lo mismo, pero no cabe duda de que si se entregara, esos hombres se irían y todo volvería a ser como antes.
— Si se entrega lo matan.
— La Guardia Civil lo protegerá.
— ¿Cuánto tiempo…? — inquirió Aurelia agresiva—. Si Matías Quintero ha sido capaz de enviar aquí a esos canallas, ¿crees que tardará mucho en pagar en la cárcel a un asesino para que acabe con mi hijo…? ¡No…! — aсadió con firmeza—. Si hubo un momento en que abrigué dudas sobre lo que deberíamos hacer, se disiparon hace tiempo… Nadie quiere hacer justicia con mi hijo; quieren matarle, y como comprenderás, no voy a consentirlo.
— ¿Y qué culpa tengo yo…? ¿O el pobre Torano, al que le quemaron la barca…? ¿O toda esa gente que no tiene agua ni para un «sancocho»…? ¿O Isidro, al que le destrozaron la taberna y aún anda baldado…? — Extendió la mano por encima de la mesa y tomó la de Aurelia que descansaba junto a la taza—. Yo te aprecio… — aсadió—. Somos amigas, te agradezco cuanto me enseсaste, e incluso me ilusioné unos aсos con la idea de entrar a formar parte de tu familia… Puedo soportar lo que me han hecho… Aparte de la humillación y el miedo, que ya han pasado, no va a ocurrirme nada, porque hace dos días que me acabó mi regla y sé que no han podido dejarme embarazada… En unos meses todo se habrá olvidado… Pero, ¿y los otros…?
— ¿Crees que no pienso constantemente en ellos…? — Se diría que por primera vez Aurelia se encontraba a punto de perder su entereza y se le saltarían las lágrimas—. Vivo con la obsesión de que algo como lo que te ha sucedido ocurriría, o de que esos malnacidos matarán a cualquier hombre por capricho… Nos están presionando en vosotros y lo sabemos porque sabemos también que, como familia, seremos siempre inquebrantables… ¡Te juro que no duermo buscando la manera de dejar al pueblo fuera de este problema, y no la encuentro…!
— Marchaos…
— ¿Marcharnos…? — asintió con un gesto— Sí, lo hemos pensado, pero… ¿adónde? No tenemos dinero, y aquí está nuestra casa, nuestro barco y el mar que conocemos… Abel es pescador; y pescador de estas aguas en las que nació y donde sabe desenvolverse… ¿De qué viviríamos en cualquier otra parte…?
— Tienes familia en Tenerife.
— Mi madre murió hace tiempo… Todos son ya parientes lejanos que no quieren saber nada de una muerta de hambre que eligió casarse con un pescador analfabeto… ¡Y aunque nos fuéramos…! ¿Crees que allí nos dejarían en paz…? — Negó con un brusco ademán de cabeza—. ¡No! El odio de ese hombre va más allá… Ha jurado matar a Asdrúbal y nada le detendrá hasta conseguirlo…
— Asdrúbal tiene que irse para siempre de estas islas, e incluso de Espaсa — sentenció Manuela Quijano—. El mundo es muy grande y don Matías Quintero no es el hombre más poderoso de la Tierra… Acabará por comprender que su empeсo resulta inútil y desistirá.
— No desistirá… Se vengará en Yaiza, o en Sebastián o en nosotros… Intentamos razonar con él, pero está loco… ¡Loco de odio y soledad…! A veces, cuando estoy despierta en la cama dándole vueltas y más vueltas al problema tratando de ponerme en su lugar y comprenderle, llego a pensar que lo que en realidad le duele es el hecho de que formamos una familia unida, mis hijos están sanos, y siempre hemos constituido un grupo homogéneo.
— ¿Homo… qué…?
— «Homogéneo…» Quiere decir que somos todos iguales, de la misma clase, y en este caso, que estamos como apiсados, juntos…
— Nunca me habías enseсado esa palabra.
— Sí que te la enseсé, pero en aquel tiempo tu andabas más atenta a mirar por la ventana para ver si mis hijos volvían del mar, que a prestar atención a lo que yo decía… ¿Por qué no te casaste con Sebastián…?
— El no estaba demasiado convencido… — sonrió levemente—. Yo habría encontrado el medio de darle el último empujón, pero tuve miedo…
— ¿Miedo? ¿A qué?
— A Yaiza…
— ¿A Yaiza…? — se sorprendió Aurelia—. Pero Yaiza es su hermana, y Sebastián jamás…
— Lo sé… —admitió la muchacha—. No es lo que piensas, pero en vuestra familia Yaiza es como una diosa… — Chasqueó la lengua y alzó las manos con gesto de impotencia—. La verdad es que, dejando la envidia a un lado, Yaiza es una diosa… Me asustó entrar a formar parte de una familia en la que siempre estaría a su sombra, eternamente comparada y eternamente perdiendo en la comparación… — Arrugó la nariz en un cómico mohín casi infantil—. Yo me conozco: Soy una canariona hermosota y tetona, de las que gustan a los hombres… Al Honorio lo traigo loco, besa donde piso y se le cae la baba en cuanto empiezo a desnudarme… En mi casa, pobre o rica, soy la reina, y mi hombre no ve más que por mis ojos… — Chasqueó de nuevo la lengua, ahora mucho más sonoramente—. Pero aquí, estando Yaiza y tú, no sería más que una pobre gordita paridora de críos… — Hizo una pausa—. Y tuve miedo.
— Tú me gustabas como nuera.
— Pero no por mí, sino porque vivía en el pueblo, y nunca me hubiera llevado muy lejos a tu hijo… Una chica conocida, decente, sanota y sin ambiciones… — Rió divertida—. ¡No niegues que era la nuera ideal para una gallina clueca que quiere tener siempre cerca a sus polluelos…!
Se miraron largo rato, sonrientes, como descubriéndose por primera vez a pesar de los muchos aсos que hacía que se conocían y por último, Aurelia inquirió: