— ¿Sabes una cosa…?
— Sí… —fue la rápida respuesta—. Que soy más lista de lo que tú pensabas… ¡Naturalmente…! Soy tan lista, que comprendí inmediatamente que a una suegra no le gusta que su hijo se case con una mujer demasiado lista, y me hice la tonta… Ni mucho, ni poco…: Sólo lo justo… — Hizo un gesto de repetida afirmación con la cabeza, como dando algo por sentado—. Si Yaiza no se hubiera convertido en lo que se convirtió, yo a estas horas formaría parte de tu familia…
— ¿Y en qué se ha convertido Yaiza…?
— Tú lo sabes mejor que nadie…
— ¿Tú crees…? — negó suavemente—. Es mi hija; la he parido, la he criado, la he enseсado todo lo que sé y la he visto crecer día a día, pero aun así, constantemente me pregunto quién es, de dónde ha salido y sobre todo, qué destino le espera… Y eso me inquieta…
— A mí también me inquietaría… — admitió Manuela—. Cuando era niсa y la trataba haciéndome a la idea de que algún día sería mi cuсada, me divertían sus historias, ese misterio que siempre la rodea y el extraсo poder que tiene para ciertas cosas… Luego, de pronto, cuando una maсana apareció convertida en mujer, fue como si no la hubiera visto nunca… — Seсaló con un gesto hacia el mar, hacia la punta del Águila por la que acababa de nacer su aparición una vela triangular—. ¡Ahí viene mi Honorio! — exclamó—.Tengo que poner un poco de orden en la casa para que no sospeche. Quiero que me deje irme unos días a Uga con mi hermana… — Se puso en pie y cerró los ojos en una inconsciente contracción, como si le doliera todo el cuerpo—. No pienso volver hasta que todo acabe… — La besó en la mejilla con ternura—. Lo lamento, pero es que me siento incapaz de volver a sufrir lo de anoche… ¡Suerte…!
— Gracias.
Sentada a la mesa de la cocina, Aurelia permaneció dando vuelta; a la cucharilla dentro de la vacía taza de achicoria, observando por la ventana cómo se aproximaba la barca de Honorio, y cómo Manuela cruzaba la playa con el paso firme y la cabeza erguida, como si tratara de desafiar a los que la observaban desde la casa de «Seсa» Florinda, demostrándoles que, a pesar de lo ocurrido, no habían conseguido humillarla.
Llegó a la conclusión de que había sido una pena que no llegara a casarse con su hijo.
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Don Matías Quintero despertó al amanecer, y recorrió con la vista, muy despacio, el inmenso dormitorio de pesados muebles que su esposa había hecho traer especialmente desde Francia. Eran unos muebles recargados, aparatosos y absurdos que nunca le gustaron, pero que en un principio soportó por no darle un disgusto a aquella diminuta mujer a la que siempre había adorado y de los que más tarde no quiso desprenderse, porque desde la gigantesca cama de retorcidas columnas en la que tantas veces hicieron el amor, a la dorada cómoda de alto espejo ante la que ella peinaba y repeinaba su larga melena negra, todo le recordaba los únicos aсos felices de su vida, cuando aún soсaba con un caserón lleno de hijos en el que reinaría como patriarca indiscutible.
Al fin, tras repasar los cuadros, el armario, los descoloridos cortinones y el amplio balcón por el que se filtraba la primera luz del día, sus ojos se detuvieron en el cómodo butacón en el que la encorvada figura de Roque Luna dormía profundamente con la cabeza recostada sobre el pecho.
— ¡Roque…! — llamó—. ¡Despierta…!
El hombre dio un salto como si le hubieran quemado las plantas de los pies y observó a su alrededor con el inequívoco aire de quien no sabe, de momento, dónde se encuentra.
— ¿Sí…? ¿Sí….? —inquirió nerviosamente—. ¿Qué ocurre?
— Llama a Rogelia.
Roque Luna reaccionó con rapidez, se hizo cargo de dónde se hallaba y qué estaba ocurriendo, y poniéndose en pie de un salto se aproximó a la cama.
— Damián Centeno está aquí… —dijo—. Me pidió que le avisara en cuanto despertara…
Negó con un gesto y tuvo que llevarse la mano a la cabeza, pues tuvo la impresión de que se le iba a escapar volando. Se tanteó el vendaje, e insistió:
— ¡Déjalo dormir y llama a Rogelia…!
El otro dudó unos instantes y observó con fijeza al herido tratando de leer su pensamiento, pero por último asintió en silencio y salió.
Diez minutos después, una Rogelia que parecía haberse encogido hizo su aparición en el umbral donde permaneció muy quieta, mirando hacia la cama:
— ¿Cómo se encuentra…? — quiso saber.
— ¿Cómo quieres que me encuentre…? Mal… — Hizo una leve pausa—. Entra.
Ella obedeció aproximándose, y don Matías indicó la puerta con un gesto.
— Cierra.
Rogelia «el Guirre» asintió, pero se quedó muy quieta cuando escuchó que él ordenaba:
— Con llave.
Dudó unos segundos con la mano sobre el picaporte, y se diría que no iba a obedecer y echaría a correr abandonando la habitación, pero por último hizo girar la llave en la cerradura.
Cuando se volvió de nuevo, él le indicó, con un gesto, el sillón en que había dormido Roque Luna:
— ¡Siéntate!
La mujer lo hizo en el borde mismo del butacón, y con un nervioso gesto casi mecánico, se estiró la arrugada falda y permaneció con la cabeza levemente inclinada, observando las manos que había dejado reposar sobre las rodillas.
— ¿Por qué intentaste matarme…?
Rogelia «el Guirre» alzó el rostro hacia su patrón, abrió la boca con intención de protestar, pero pareció comprender que resultaba inútil y continuó muy quieta y en silencio.
Ese silencio se prolongó durante un par de minutos, en los que ambos permanecieron inmersos en sus propios pensamientos, hasta que, con voz muy suave, casi imperceptible, don Matías dijo:
— Recuerdo que mi madre te recogió cuando eras una pobre vagabunda hambrienta de la que todos huían porque estabas tuberculosa… Otra cualquiera te hubiera enviado a un Sanatorio donde apenas hubieras durado cuatro meses, pero en vez de eso te arregló la casita de Conill y procuró que nada te faltara… Luego, ya curada, te trató casi como a una hija y has llegado a mandar en esta casa como si fuera tuya, a pesar de lo cual te has ido apoderando de todo lo que caía en tus manos… Al casarte permití que trajeras al inútil de tu marido que no ha hecho más que beberse mi mejor vino y robarme también a manos llenas, y ahora, cuando ya no soy más que un viejo al que persigue la desgracia y hasta mi propio hijo me ha fallado dejándose matar de una manera ignominiosa que me ha hundido para siempre, tú, la única persona en que podía haberme apoyado, intentas asesinarme… ¿Por qué?
Rogelia «el Guirre» pareció comprender que no tenía respuesta a semejante pregunta, y que todo su alegato se limitaría a justificaciones, que si bien en un momento se le antojaron importantes, ahora aceptaba que no constituían una defensa válida. Durante la mayor parte de su vida se había sentido humillada, pero en su fuero interno le constaba que había preferido soportar tales humillaciones a marcharse, porque sabía que donde quiera que fuera acabaría recibiendo idéntico trato. Si todos los hombres de la familia — y muchísimos otros que no lo eran— habían conseguido meterle la polla en la boca, era porque le había gustado llenarse la boca con tales pollas desde que era apenas una adolescente y los muchachos que no temían contagiarse de su tisis iban a visitarla por las noches a la solitaria casita de Conill.
Continuó por tanto inmóvil y en silencio, contemplándose las sarmentosas manos que cubrían apenas las huesudas rodillas y tan sólo alzó el rostro cuando advirtió que su patrón introducía una mano bajo las sábanas y la extraía empuсando un pesado revólver.
Le miró de frente, incapaz de hacer un solo gesto o pronunciar una sola palabra, como un pájaro hipnotizado por el negro agujero del grueso caсón del arma, y aguardó hasta percibir por una décima de segundo la llamarada que borraba el negro agujero, y no tuvo siquiera oportunidad de escuchar el estruendo del disparo porque cuando éste llegó a sus oídos, ya la bala le había destrozado el cerebro.