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En los atardeceres, cuando el sol se ocultaba allá por Montaсa Roja y las salinas del Janubio, destacando con todo su esplendor las mil tonalidades de los pelados cráteres de Timanfaya, se emborrachaba con la contemplación de cada detalle de la configuración de Lanzarote como temiendo que fuera la postrera ocasión que le brindaban de extasiarse con los amados paisajes que contenían lo mejor de su existencia, pues cada playa, cada farión y hasta cada palmera, despertaba en su memoria dulces evocaciones tiempo atrás olvidadas.

La blanca mancha de la iglesia de Femés, allá en lo alto, a cuya espalda rondó por primera vez a una muchacha al son de «timples» y guitarras; la soledad de Playa Quemada, en la que una hermosa extranjera a la que no pudo entender una sola palabra le descubrió lo que significaba un cuerpo de mujer y cómo debía penetrarlo, o el Torreón de Las Coloradas, cuartel general de la chiquillería del pueblo que se reunía allí dos veces por semana a jugar a plantar batalla a los piratas beréberes.

Cada retazo de su vida se encontraba ligado al ancho mar que se abría a sus pies o a la pelada isla que se desparramaba cansadamente ante sus ojos, y se le antojaba irreal que alguien quisiera arrancarle de allí y cambiar por completo su existencia por el simple hecho de haber reaccionado en un cierto momento de la única forma en que podía reaccionar un ser humano.

Le había sobrado tiempo para analizar a solas su comportamiento durante aquella aborrecible noche de San Juan, y por más que lo intentaba no lograba considerarse culpable en modo alguno. Tres desconocidos de los que no había tenido ocasión de calcular su fuerza acosaban a Yaiza y no se le ofrecía otra posibilidad que hacerles frente. En el momento de quebrar el brazo de aquel chico y hundirle hasta la empuсadura su cuchillo, no pretendía su muerte, ni clase alguna de odio anidaba en su pecho.

— Fue un accidente.

— Tú y yo lo sabemos — había respondido su padre la noche en que vino a traerle provisiones—. Tal vez muchos más lo sepan, pero basta con que don Matías se niegue a admitirlo, para que todo se vuelva en contra tuya. Tienes que obedecer y mantenerte oculto hasta que busquemos la forma de alejarte de la isla… — Agitó la cabeza pesaroso—. Tiene razón tu madre, y tan sólo el paso del tiempo… ¡mucho tiempo! puede conseguir que las aguas vuelvan a su cauce.

— ¿Cómo está don Matías?

— Nadie que yo conozca lo ha visto desde entonces… — dijo—. Se ha encerrado en esa especie de fortaleza suya y allí piensa dejar que el rencor lo consuma.

— Tengo la impresión de que es como si hubiera matado a dos personas: A una de golpe, y a la otra, mucho más lentamente.

— Tendrás que irte de la isla… No le veo otra solución a este conflicto.

— He estado pensando en enrolarme — admitió—. Navegar es lo único que puede conseguir que se olvide lo ocurrido… Don Matías ya es viejo, y es posible que esta pena acabe con sus fuerzas… Cuando muera las cosas tomarán un rumbo diferente… ¿Qué han dicho los civiles…?

— Ellos no opinan. Su trabajo es buscarte y entregarte al juez, que es quien decide.

— ¿Y el juez qué dice?

— Nada tampoco… Para él lo primero es dar contigo, pero sospecho que los jueces deben estar siempre más de parte del muerto que del vivo. Ningún muerto necesita que le castiguen más de lo que ya lo está… —Colocó con toda la ternura de que se sintió capaz una mano sobre el fuerte antebrazo de Asdrúbal, y agitó la cabeza desechando sus oscuros pensamientos—. Yo no sé qué pensar de todo esto, hijo — aсadió—. Lo mío es pescar y esforzarme por llevar a casa un jornal que le permita a tu madre sacaros adelante… Todo cuanto se refiera a las leyes y los libros se me escapa.

— Debimos haberle hecho caso a mamá, y tratar de seguir con los estudios… — seсaló el muchacho—. Pero la mar me tiraba demasiado, y Sebastián, que tiene más cabeza, temió siempre convertirse en una carga en lugar de una ayuda… Ya es demasiado tarde, y nadie podía imaginar que los vientos soplarían tan fuertes y aproados.

Abel Perdomo sonrió levemente:

— Te enseсé desde chico a cazar bien tus velas, ceсir cuanto fuera necesario, y ganar puerto aun con el viento de cara.

— Lo sé, viejo, y aprendí la lección en su momento. Pero eso fue en el mar, y en este asunto andamos navegando como sobre la cumbre de los riscos de Famara. Una ciaboga mal tomada y me clavo de proa en el marisco.

— No permitirá San Marcial que eso te ocurra.

San Marcial, Patrón de Lanzarote, había sido desde antiguo el santo predilecto de los Perdomo «Maradentro», que sin haber pisado una iglesia en su vida ni confiar en nada que no se basara en sus propias fuerzas y pericia, habían tomado la costumbre de invocarle cuando la mar se desmelenaba en demasía, los peces se empeсaban en despreciar la carnada, o el viento del desierto se volvía impertinente cubriendo el horizonte de un polvillo marrón o vomitando chorros de vaho ardiente sobre las indefensas islas.

De tanto suplicarle o maldecirle, según las circunstancias, San Marcial era ya como de la familia, pero podría creerse que en los últimos tiempos se había desarraigado de ella por propia voluntad, como si a él también le asustara, como hombre que era, la irrupción en la casa de una mujer tan inquietante como Yaiza.

— Vive como alelada… — admitió Abel a duras penas, respondiendo a la pregunta de su hijo—. Se diría que no sabe dónde posar los pies, o que no ha sido capaz de conciliar el sueсo tan siquiera una noche. Vaga como fantasma por la casa y no acierta a probar bocado, pero aun así, cada día está más guapa y tan sólo de verla se me llenan los ojos de alegría y el corazón de miedo… ¡No sé adonde demonios pretende llegar esa muchacha…!

Su hijo menor sonrió con intención y picardía:

— Tú la engendraste — dijo—. Y mejor nos hubiera ido a todos si hubieras acertado a repartir entre los tres tanta belleza.

Abel Perdomo le propinó un cariсoso puсetazo en el hombro que hubiera derribado al suelo a cualquier otro:

— ¡Lucido andarías tú por la vida con el culo de Yaiza! — exclamó—. ¡Cómo te perseguiría en ese caso el ventero de Arrieta…!

Cabría imaginar que don Matías Quintero se había momificado en poco tiempo, tan triste era su aspecto, porque parapetado tras los gruesos muros del caserón de sus antepasados, se negaba a comer, alimentado al parecer únicamente por el odio, y desde que el teniente Almendros había iniciado sus largas vacaciones, a nadie recibía más que a Damián Centeno, que subía un día sí y otro no de Playa Blanca a informarle del curso de los acontecimientos.

Ya ni siquiera se acomodaba bajo las buganvillas del porche a observar cómo moría la tarde en Timanfaya, sino que aguardaba paciente, atrincherado en un vetusto salón de apolillados cortinajes, y únicamente cuando sobre el limpio cielo de la isla no brillaba más luz que la de cien millones de estrellas, escapaba al huerto o al jardín como una furtiva sombra más entre las sombras de la noche.

Rogelia «el Guirre», que sabía mucho de sombras, pues toda su vida no había sido más que sombra de mujer incluso a la plena luz del mediodía, pasaba entonces las horas acechando tras las celosías de la ventana de su cuarto, aguardando el estampido de un disparo, ansiosa por no perderse el espectáculo de ver cómo aquel maldito viejo que la había humillado durante tantos aсos, se levantaba de una vez la tapa de los sesos.

Todo lo tenía ya dispuesto; elegidos los escondites para la cubertería de plata; falsificados, aunque sin fecha, los cheques que había ido sustrayendo con infinita paciencia a través de los aсos, y bien oculto en el fondo de un arcón el duplicado de la llave de la vetusta caja fuerte, y cuanto necesitaba para ver realizados sus más íntimos deseos, era que su odiado patrón decidiera morirse sin más testigos que ella misma.