Выбрать главу

Cuando Asdrúbal Perdomo hubiese muerto tal vez la vida volviera a ser digna de ser vivida, ya que dejaría de sufrir aquel insoportable dolor que le comía las entraсas y disfrutaría nuevamente con una partida de dominó con sus amigos del Casino, un buen vaso de ron, un cabritillo al horno, e incluso alguna esporádica mamada por parte de aquellas putitas que habían llegado a Arrecife y de las que tanto había oído hablar durante las últimas tertulias.

Luego, haría que Damián Centeno le apretara las clavijas a Rogelia obligándola a devolverle cuanto se había llevado, buscaría gente nueva que se ocupara de la cocina y de la casa, y descargaría el peso de la administración de la finca en el que había sido durante tantos aсos su hombre de confianza y su sargento.

Que a la hora de su muerte pasara todo a sus manos, ya nada le importaba. Consumida la última gota de sangre de los Quintero de Mozaga, el caserón, las viсas, Tas higueras, muebles, cortinas, cuberterías de plata, e incluso las tan preciadas joyas de familia, podían irse al infierno, porque no esperaba que ninguno de aquellos que con tanta urgencia le habían precedido en su camino al cementerio, viniera a pedirle cuentas de sus actos.

Lo único que podían exigirle era vengar la sangre de los Quintero alevosamente derramada, y eso era algo que estaba seguro de cumplir antes de ir a hacerles compaсía para siempre.

Sobre la medianoche comenzó a arder una barca.

Estaba junto a las otras, varada en la arena, lejos del alcance de las olas y bien erguida en sus calzos aguardando a que la empujaran a la mar para ir en busca del sustento diario, cuando sin motivo ni explicación lógica alguna, pasó a convertirse en una antorcha, lanzando al aire chispas y pavesas que la suave brisa de levante arrojó sobre otras barcas vecinas.

El pueblo entero dormía. Dormían incluso los perros y tan sólo cuando la mujer del tabernero, que era quien más cerca vivía, se despertó gritando, se alborotaron los hombres y corrieron, semidesnudos y espantados, portando cubos y latas con los que formaron una cadena que iba del mar a las barcas, todo ello entre gritos, llantos, caídas y maldiciones.

No duró mucho el trasiego. En diez minutos el fuego había sido vencido por el agua y sobre la playa no quedó más que un pueblo alelado aún por la sorpresa de una desgracia tan absurda, algunas embarcaciones apenas chamuscadas y, una hermosa barca nueva, «La Dulce Nombre», convertida en un esqueleto renegrido y humeante.

Había diez o doce barcas de pesca más sobre la playa, y tres pesados lanchones de los que se utilizaban para transportar sal desde la orilla a los veleros que fondeaban a no más de doscientos metros de distancia, pero tuvo que ser «La Dulce Nombre» en la que se acababa de gastar Torano Abreu los ahorros de una vida de trabajo, la que se convirtiera en humo en cuestión de minutos.

Torano Abreu, su mujer y sus hijos, habían quedado como idiotizados contemplando incrédulos, como si se tratara de un mal sueсo, el horror de la inevitable ruina que se abatía sobre ellos, pues en Playa Blanca, y en semejantes tiempos de penuria, ningún pescador que no contara con su propia embarcación podía confiar en dar de comer a cinco bocas.

— ¿Cómo es posible…? ¿Cómo es posible? — repetían una y otra vez los lugareсos—. Cuando nos fuimos a dormir todo estaba tranquilo y dos horas después el fuego empieza solo.

— Tal vez había dejado una colilla encendida.

— Torano no fuma. Dejó de fumar para pagar la barca.

— Alguien que pasó por la playa.

Todos observaron severamente a Isidro, el tabernero, que era quien lo había dicho.

— ¿Alguien del pueblo…? — inquirió con intención Maestro Julián—, Sabemos el esfuerzo que le ha costado esa barca a Torano, y tenemos desde niсos la costumbre de lanzar las colillas al mar. Es lo primero que aprende un pescador.

— Yo no he dicho que fuera alguien del pueblo… — puntualizó el tabernero—. Conozco a todos los de aquí y ninguno lo haría.

No hacía falta aclararlo, pero en el ánimo de cada uno de los presentes se encontraban los siete forasteros que se habían limitado a observar lo ocurrido desde su privilegiada atalaya de la casa.

— ¿Por qué la de Torano? — quiso saber un viejo desdentado—. ¿Por qué no la de Abel Perdomo, que es quien de verdad les interesa…? — pidió—. Todos sabemos que esa gente ha venido a por Asdrúbal… ¿Qué les ha hecho Torano?

— Nada… — replicó Maestro Julián serenamente—. Hacer, no les ha hecho nada, pero vive en el pueblo.

— ¿Quieres decir que el pueblo va a tener que pagar hasta que vuelva Asdrúbal? — inquirió alguien con voz inquieta.

— Yo nada digo… — fue la respuesta—. Ni siquiera insinúo. Pero resulta extraсo que por primera vez una barca se incendie de ese modo.

— ¡Echémoslos de aquí! —propuso el viejo—. ¿Acaso hemos perdido las agallas? Son sólo siete.

— ¿Tienes tú las armas para echarlos…? — inquirió el tabernero despectivo—. Tres de ellos ya me han enseсado sus pistolas… Y estoy seguro de que saben cómo hay que manejarlas… ¿Qué sabemos nosotros, más que de redes y de anzuelos?

— Yo estuve en la guerra… — comentó el hermano de Maestro Julián.

— ¡En Intendencia! Y yo pelando papas en un transporte de tropas… ¡No te jode…!

— Maсana subiré a Femés a hablar con los guardiaciviles… — seсaló Abel Perdomo.

— Perdona, «Maradentro»… — le replicó convencido el hijo de «Seсa» Florinda—. Los guardiaciviles tan sólo te escucharán cuando vayas a contarles dónde escondes a tu hijo. ¿Qué otra cosa puedes decir?: ¿Que se quemó una barca? Mandarán a los bomberos… No hay pruebas de que hayan sido ellos… — Observó a los presentes largamente, y recalcó—: Ninguna.

Abel Perdomo pareció comprender la razón que le asistía, permaneció unos instantes en silencio, y luego se encaminó hacia donde Torano Abreu continuaba inmóvil observando embobado los restos de «La Dulce Nombre».

— Quédate con mi barca hasta que ayudemos a comprar otra… — dijo—. Yo me las arreglaré con el «IsladeLobos».Al fin y al cabo, tú no tienes culpa alguna.

— ¡Los mataré! —musitó el pobre hombre abriendo la boca por primera vez desde que todo comenzara—. Los mataré uno por uno… Han sido ellos.

— ¡No digas tonterías…! — le reprendió colocando afectuosamente la mano sobre su hombro—. Piensa en tu mujer y en los chiquillos… Mi barca es vieja, pero te hará el apaсo, y ya buscaré el modo de compensarte por la pérdida…

— ¿Quiénes creen que son, que pueden venir de ese modo avasallando? Esa barca me costó tres aсos de comer mal, no tomar una copa y no fumar un cigarrillo… Tú sabes que no pagan con la vida.

— Lo sé, Torano, pero el mal ya está hecho… No te envenenes la sangre… Van a por mí y soy el único que debe preocuparse…

El otro tardó en hablar. Se había aproximado a los restos de la embarcación, pasando muy despacio la mano por la proa, que érala única parte de la estructura que no había sido daсada por el fuego:

— ¡Navegaba tan suave…! — exclamó casi con un lamento—. Era tan dócil y cogía tan bien la mar y el viento… Se conocía ella sola el rumbo al caladero, y parecía cantar cuando volvíamos a casa… Nunca tuve una barca semejante… ¡Nunca…!

¿Cómo se podía consolar a un hombre que amaba su embarcación casi con la misma intensidad con que amaba a sus hijos…?